Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Bueno, pues agarraos bien en el asiento porque os digo que no vais a creer que estamos en América. Yo vi cosas así en Corea, desde luego, pero aquí estamos en América.

– No digas más o harás que se me suelten también los intestinos -dijo Jenkins riendo nerviosamente.

– Dentro de poco podrás defecar a través de una persiana de tela metálica sin manchar el alambre -dijo Peters.

Antes de haber avanzado dos manzanas bajando hacia el Sur por Broadway, a ambos lados de la cual se observaban multitudes vagando, un bloque de hormigón de un kilo de peso fue a estrellarse contra la ventanilla de atrás del coche y golpeó sordamente la parte posterior del respaldo del asiento frontal. Un grupo de cuarenta o más personas que había emergido de la esquina entre la Broadway y la Ochenta y Una empezó a lanzar gritos mientras la locutora de Comunicaciones gritaba: "¡Oficial necesita ayuda Mancliester y Broadway! ¡Oficial necesita ayuda Uno Cero Tres y Grape! ¡Oficial necesita ayuda Avalon e Imperial!" Y después ya resultó difícil preocuparse por las llamadas que estallaban por la radio a cada segundo porque cuando aceleraban hacia uno de los lugares, se producía otra llamada de un lugar situado en dirección contraria. Le parecía a Serge que estaban describiendo un itinerario en forma de S por Watts y vuelta otra vez a Manchester sin conseguir otra cosa más que convertir al coche en blanco de los revoltosos que lo alcanzaron tres veces con piedras y una con una botella. Era increíble y cuando Serge observó la mirada de incredulidad de Jenkins comprendió cuál debía ser su aspecto. No articularon palabra en el transcurso de los primeros cuarenta y cinco minutos de caótico recorrido por las calles sucias llenas de multitudes que cantaban y autobombas que avanzaban ladeadas. Se cometían miles de delitos en la impunidad y ellos tres se limitaban a mirar y sólo una o dos veces aminoró Peters la marcha del vehículo mientras un grupo de alborotadores se dedicaba a romper los cristales de los escaparates. Jenkins apuntaba con la escopeta desde la ventanilla y en cuanto se dispersaban los grupos de negros, Peters aceleraba y se dirigía a otro lugar.

– ¿Pero que demonios estamos haciendo? -preguntó finalmente Serge tras transcurrir la primera hora en la que apenas hablaron. Cada uno de ellos parecía que conseguía dominar el temor y la incredulidad ante el tumulto de las calles y los escasos, muy escasos, vehículos de la policía con que se cruzaron en aquella zona.

– Nos mantenemos apartados de los disturbios hasta que llegue la Guardia Nacional, eso es lo que estamos haciendo -dijo Peters-. Y eso no es nada. Esperad a esta noche. Todavía no habéis visto nada.

– Quizás debiéramos hacer algo -dijo Jenkins -. No hacemos más que pasearnos.

– Bueno, pues, detengámonos en la Cien y la Tercera -dijo Peters enojado -. Os dejaré salir a los dos y a ver si conseguís evitar que quinientos negros saqueen las tiendas. ¿Queréis ir allí? ¿Qué os parece la avenida Central? ¿Os apetece salir del coche allí? Ya lo habéis visto. ¿Y Broadway? Podemos despejar el cruce con la Manchester. Allí no hay mucho alboroto. Sólo arrojan piedras a todos los coches que pasan conducidos por negros o blancos. Os dejaré despejar este cruce con la escopeta. Pero cuidado que no os la quiten y os disparen los cinco tiros.

– ¿Quieres descansar un poco y dejarme conducir a mí? -preguntó Serge serenamente.

– Desde luego, conduce si quieres. Pero espera a que oscurezca. Entonces veréis acción.

Al hacerse cargo del volante, Serge miró el reloj y vio que eran las seis menos diez de la tarde. El sol estaba todavía lo suficientemente alto como para intensificar el calor que se cernía sobre la ciudad procedente de los incendios que les rodeaban por el Sur y el Este, que Peters había evitado. Grupos de negros sin rumbo, integrados por hombres, mujeres y niños, gritaban, se burlaban y alborotaban a su paso. Era inútil, pensó Serge, intentar responder a las llamadas de la radio repetidas constantemente por las balbucientes locutoras de Comunicaciones, algunas de las cuales estaban ahogadas por los sollozos y eran imposibles de entender.

Resultaba evidente que la mayoría de los disturbios se estaban registrando en la zona de Watts y Serge se dirigió hacia la Cien y la Tercera experimentando una imperiosa necesidad de restablecer un poco el orden. Jamás había pensado que pudiera ser un dirigente pero si pudiera reunir a algunos hombres maleables como Jenkins que parecía dispuesto a obedecer y como Peters que también se sometería a la valentía de otros, Serge comprendía que podría hacer algo. Alguien tenía que hacer algo. A cada cinco minutos más o menos se cruzaban con otro vehículo de la policía avanzando velozmente tripulado por tres oficiales con casco quee parecían tan asombrados y desorganizados como ellos. Si no conseguían dominarles pronto, no podrían detenerles, pensó Serge. Avanzó hacia el Sur por la avenida Central y al Este hacia la subcomisaría de Watts donde se encontró con lo que anhelaba más de lo que nunca hubiera anhelado a una mujer: apariencia de orden.

– Reunámonos con este grupo -dijo Serge señalando a un equipo de diez hombres que se arremolinaban frente a la entrada de un hotel a dos casas más allá de la comisaría.

Serge vio que había un sargento hablando con ellos y el estómago se le relajó un poco. Ahora ya podía abandonar la idea de constituir un grupo de hombres que había pensado llevar a la práctica en un alarde de valentía porque, maldita sea, alguien tenía que hacer algo. Había un sargento y él podría obedecerle. Estaba contento.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó Jenkins mientras se acercaban al grupo.

El sargento se volvió y Serge advirtió una herida de unos cinco centímetros en su pómulo izquierdo, cubierta de polvo y sangre coagulada, pero en sus ojos no había miedo. Llevaba las mangas arremangadas hasta el codo dejando al descubierto unos poderosos antebrazos y, mirándole más de cerca, Serge descubrió furia en los verdes ojos del sargento. Daba la sensación de poder hacer algo.

– ¿Veis lo que ha quedado de aquellas tiendas de la parte Sur? -dijo el sargento cuya voz estaba afónica, pensó Serge, de tanto gritar órdenes ante la arremetida de aquel huracán negro que debía ser contenido-. ¿Veis aquellas malditas tiendas que no están ardiendo? -repitió el sargento. Pues están llenas de alborotadores. Pasé por delante y perdí todas las malditas ventanillas del coche antes de llegar a la avenida Compton. Creo que debe haber como unos sesenta alborotadores o más en aquellas malditas tres tiendas del Sur y supongo que debe haber unos cien en la parte de atrás porque echaron abajo las paredes de atrás mediante un camión y lo están saqueando todo.

– ¿Y qué demonios podemos hacer nosotros? -preguntó Peters mientras Serge contemplaba cómo ardía un edificio de la zona Norte a tres manzanas de distancia mientras los bomberos esperaban cerca de la comisaría sin poder acercarse al parecer por miedo a los francotiradores.

– Yo no le ordeno a nadie que haga nada -dijo el sargento y Serge vio que era muy mayor de lo que le había parecido al principio, pero tenía miedo y era un sargento-. Si queréis venir conmigo, vamos a aquellas tiendas y despejémoslas. Hoy nadie les ha plantado cara a estos hijos de perra. Os digo que nadie so ha enfrentado con ellos. Han hecho lo que han querido.

– Es posible que la proporción allí dentro sea de diez contra uno -dijo Peters y a Serge se le contrajo el estómago y lo encogió deliberadamente.

– Bien, yo voy -dijo el sargento -. Vosotros haced lo que queráis.

Le siguieron sumisamente, incluso Peters, y el sargento echó a andar pero pronto empezaron a trotar y hubieran corrido ciegamente si el sargento lo hubiera hecho pero éste era lo suficientemente listo como para conservar un paso razonablemente ordenado y rápido con el fin de no gastar energía. Se acercaron a las tiendas y observaron que una docena de alborotadores pugnaba por cargar con pesados objetos a través de los escaparates rotos sin advertir su presencia.

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