Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Sí, creo que sí. Lo tengo por algún sitio.

– ¿Estás seguro de que estás despierto?

– Sí, estoy despierto.

– Muy bien, quítale las bolas de naftalina al traje azul y póntelo. Toma la porra, la linterna y el casco. No te pongas corbata y no te molestes en traer el gorro. Vas a combatir, muchacho.

– ¿Qué sucede ahora? -preguntó Serge mientras empezaban a acelerársele los latidos del corazón.

– Malo. Muy malo. Dirígete inmediatamente a la Setenta y Siete. Yo también iré en cuanto haya conseguido enviar a todos nuestros hombres.

Serge maldijo al cortarse la cara dos veces mientras se afeitaba. Sus ojos castaño claro aparecían acuosos y los iris estaban atrapados como por una tela de araña escarlata. El dentífrico y el colutorio no consiguieron eliminar de su boca el desagradable sabor que había dejado en ella el cuartillo de whisky. Había estado leyendo y bebiendo hasta una hora después de haber amanecido tras haberle dejado Mariana balbuciente en la oscuridad y todavía no había tenido tiempo de recapacitar acerca de todo ello. ¿Cómo podía haber estado tan equivocado con respecto a su palomita que, en realidad, era un halcón de caza, fuerte e independiente? ¿Qué era él, el depredador o la presa? Ella no le necesitaba tal como él se había gozosamente imaginado. ¿Cuándo demonios comprendería a alguien o algo? Y ahora, con un dolor de cabeza que le hacía estallar el cerebro y un estómago retorcido por la ansiedad y empapado de alcohol y quizás dos horas de sueño, se iba no sabía a dónde, donde quizás necesitara toda la fuerza física y la prontitud mental para salvar el pellejo.

Cuando cesara aquella locura de las calles y las cosas volvieran a la normalidad, se casaría con Paula, pensó. Aceptaría toda la dote que el padre de ella le ofreciera, sería hogareño y viviría lo más cómodamente posible. Se apartaría de Mariana porque en ella sólo le habían atraído la juventud y la virginidad tal como hubieran atraído a cualquier otro hedonista razonablemente degenerado. Ahora comprendía que haberse complacido en todo ello resultaba estúpidamente romántico porque, al parecer, ella había recibido más que él. Dudó que ella se sintiera tan triste como él en aquellos momentos y de repente pensó "que me disparen un tiro, que algún hijo de perra negro me dispare un tiro. No puedo encontrar la paz. Tal vez no exista. Tal vez sólo exista en los libros".

Serge descubrió que no podía abrocharse el Sam Browne y tuvo que dejar otro ojal. Había estado bebiendo más últimamente y tampoco había jugado demasiado al balonmano desde que trataba a dos mujeres. La cintura de los pantalones azules de lana también le costó de abrochar y tuvo que contraer hacia adentro el estómago para abrochar los dos botones. Estaba todavía bastante delgado con el pesado uniforme ajustado de lana, pensó, y decidió concentrarse en trivialidades tales como su creciente estómago porque no podía permitirse en aquel momento ser víctima de un acceso de depresión. Iba a meterse en algo con lo que a ningún policía de la ciudad se le había pedido jamás que se enfrentara y era posible que cualquier fanático diera cumplimiento a su deseo de muerte. Se conocía lo suficientemente bien para saber que temía rotundamente morir por lo que probablemente no lo deseaba en realidad.

Serge descubrió el humo antes de llegar a ocho quilómetros de distancia de Watts y comprendió entonces lo que los policías llevaban dos días diciendo, es decir, que aquella conflagración no se limitaría a la calle Ciento Dieciséis o a la Cien y la Tercera sino que se extendería por toda la zona Sur metropolitana. El uniforme le resultaba insoportable como consecuencia del calor e incluso las gafas de sol no evitaban que el sol le hiriera los ojos y le hiciera hervir el cerebro. Miró el casco que había depositado sobre el asiento y temió ponérselo. Bajó por la carretera de Harbor a la avenida Florence y después se encaminó en dirección Sur por Broadway hacia la comisaría de la calle Setenta y Siete que presentaba un aspecto tan caótico como se había imaginado, con coches de la policía yendo y viniendo y periodistas vagando sin rumbo y buscando escolta que les acompañara al perímetro de la zona, y el sonar de las sirenas de las ambulancias, coches de bomberos y coches-radio. Aparcó en la calle lo más cerca que pudo de la comisaría y aquí le indicó el despacho del comandante un oficial de despacho que hablaba a dos teléfonos y presentaba un aire tan deprimido como el propio Serge. El despacho del comandante estaba lleno de policías y reporteros a quienes un sargento sudoroso con cara de manzana seca les rogó que permanecieran fuera. El único que parecía tener idea de lo que estaba sucediendo era un lugarteniente calvo con cuatro barras de servicio en la manga. Estaba sentado tranquilamente en un escritorio y chupaba una combada pipa marrón.

– Soy Durán, de la sección juvenil de Hollenbeck -dijo Serge.

– Muy bien, muchacho, ¿cuál es la inicial de su nombre? -preguntó el lugarteniente.

– S -dijo Serge.

– ¿Número de serie?

– Uno cero cinco ocho tres.

– ¿Sección Juvenil de Hollenbeck, dice?

– Sí.

– Muy bien, responderá usted a la denominación de Doce-Adam-Cuarenta y Cinco. Formará equipo con Jenkins de Harbor y Peters de la Central. Deben estar fuera en el aparcamiento.

– ¿Coches con tres hombres?

– Ojalá fueran seis -dijo el lugarteniente, empezando a escribir en un cuaderno de notas -. Recoja dos cajas de balas del treinta y ocho del sargento de la prisión. Asegúrese de que haya una escopeta en el coche y una caja adicional de cartuchos de escopeta. ¿De qué división es usted, muchacho? -le preguntó el lugarteniente a un policía de baja estatura con un casco enorme y que se presentó detrás de Serge. Serge le reconoció como a Gus Plebesly, de la clase de la academia. Hacía quizás un año que no veía a Plebesly pero no se detuvo. Los ojos de Plebesly eran tan redondos y azules como siempre. Serge se preguntó si tendría él un aspecto tan asustado como Plebesly.

– Conduce tú -dijo Serge -. No conozco la división.

– Yo tampoco -dijo Jenkins.

Tenía una nuez que se movía mucho de arriba abajo y parpadeaba a menudo. Serge comprendió que no era el único que deseaba encontrarse en otro lugar.

– ¿Conoces a Peters? -preguntó Serge.

– Me lo acaban de presentar -dijo Jenkins -. Ha ido un momento al lavabo.

– Que conduzca él -dijo Serge.

– De acuerdo. ¿Quieres la escopeta?

– Llévala tú.

– Preferiría estar bajo la manta con mi oso de felpa en este momento -dijo Jenkins.

– ¿Es él? -preguntó Serge señalando a un hombre alto y desgarbado que se Ies estaba acercando. Parecía demasiado alto para los pantalones del uniforme que sólo le llegaban hasta ocho centímetros de los zapatos y los puños de la camisa también le quedaban cortos. Estaba muy bien formado y Serge se alegró. Jenkins no resultaba demasiado impresionante y probablemente necesitarían muchos músculos antes de que terminaran aquel servicio.

Serge y Peters es estrecharon la mano y Serge dijo:

– Te hemos elegido conductor, ¿te parece bien?

– De acuerdo -dijo Peters que lucía dos barras de servició en la manga, lo cual le convertía en el veterano del coche-. ¿Alguno de vosotros conoce la división?

– Ninguno -dijo Jenkins.

– Decisión por unanimidad -dijo Peters-. Vamos antes de que se me produzca otro movimiento de intestinos. Llevo once años en este trabajo pero jamás había visto lo que vi aquí anoche. ¿Alguno de vosotros estuvo aquí anoche?

– Yo no -dijo Serge.

– Yo estaba de guardia en la comisaría de Harbor -dijo Jenkins sacudiendo la cabeza.

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