El miércoles fue un mal día. Los policías de Hollenbeck escuchaban incrédulamente la radio de la policía que emitía una corriente incesante de llamadas de ayuda y auxilio procedente de los oficiales de la comisaría de la calle Setenta y Siete.
– Los desórdenes están empezando -dijo Blackburn mientras él y Serge patrullaban nerviosamente con su coche de juveniles sin poderse concentrar en ninguna otra cosa como no fuera lo que estaba sucediendo en la zona Sureste de la ciudad.
– No creo que sean auténticos desórdenes -dijo Serge.
– Te digo que están empezando -dijo Blackburn y Serge se preguntó si tendría razón mientras escuchaba a las frenéticas locutoras enviando coches de distintas divisiones a la calle Setenta y Siete donde se estaban formando grupos en la esquina de la Ciento Dieciséis y el boulevard Avalon. A las diez en punto se estableció un puesto de mando en la esquina de Imperial y Avalon y se intensificaron las patrullas perimétricas. Mientras escuchaba, a Serge le parecía evidente que las unidades de la policía no eran suficientes para enfrentarse con aquella situación apurada.
– Te digo que están empezando -dijo Blackburn -. Ahora le toca a Los Ángeles. Quema, quemar, quema. Vayamos a un restaurante y comamos porque esta noche no vamos a casa, te lo digo yo.
– Estoy dispuesto a comer -dijo Serge -. Pero todavía no voy a empezar a preocuparme.
– Te digo que están a punto de desencadenarse -dijo Blackburn y Serge no pudo establecer si su compañero se alegraba de ello o no.
"Quizás se alegra -pensó Serge-. Al fin y al cabo, su vida ha sido bastante aburrida desde que su mujer solicitó el divorcio y él temió verse envuelto en más situaciones de adulterio antes de que se fallara el pleito."
– ¿Dónde vamos a comer? -preguntó Serge.
– Vamos a ir al restaurante de Rosales. Hace dos semanas que no comemos allí. Yo por lo menos no. ¿Siguen tus relaciones con la pequeña camarera?
– La veo de vez en cuando -dijo Serge.
– Desde luego que no te lo reprocho- dijo Blackburn -. Es realmente bonita. Ojalá pudiera yo verme con alguien. Con cualquiera. ¿No tiene por casualidad una prima?
– No.
– Ni siquiera puedo ver a mis mujeres. Mi maldita esposa se ha quedado con la agenda en la que tenía apuntados los números. Me temo que tiene los sitios vigilados. Ojalá tuviera alguna que ella no supiera.
– ¿No puedes esperar hasta que se celebre el juicio de divorcio?
– ¿Esperar? Maldita sea. Sabes que soy un hombre que necesito a las mujeres. No he tenido una sola aventura desde hace casi tres meses. A propósito, tu amiga no trabaja tanto como antes, ¿verdad?
– Va a la universidad -dijo Serge -. Pero sigue trabajando un poco. Creo que esta noche trabajará.
– ¿Y qué me dices de la otra amiga que tienes? La rubia que te recogió en la comisaría aquella noche. ¿Sigues con ella?
– ¿Paula? Más o menos.
– Apuesto a que quiere casarse contigo, ¿verdad? Eso es lo que quieren todas estas rameras. Te aconsejo que no lo hagas. Ahora posees la vida, muchacho. No cometas la tontería de cambiar.
Serge nunca podía dominar los latidos de su corazón cuando se encontraba cerca de ella y eso es lo que más le molestaba. Cuando aparcó el coche junto al bordillo y entró en el restaurante momentos antes de que el señor Rosales pusiera el letrero de cerrado, el corazón empezó a galoparle y el señor Rosales les hizo un movimiento con su cabeza gris y les señaló un reservado. Había pensado durante varios meses que el señor Rosales había adivinado lo que había entre él y Mariana pero no advirtió ninguna señal y, al final, pensó que únicamente se trataba de los restos de su conciencia hecha jirones agitándose al cálido viento de su pasión. Había decidido no verse con ella más de una vez por semana, a veces menos todavía, y siempre la acompañaba a casa temprano y simulaba una perfecta inocencia aunque acabaran de pasar juntos varias horas en la pequeña habitación de un motel que la empresa del mismo reservaba para los policías de Hollenbeck, quienes sólo tenían que exhibir la placa en lugar de pagar. Pensó al principio que no duraría mucho tiempo y que pronto se produciría el melodrama inevitable y ella gemiría y lloraría diciéndole que aquella situación en un motel barato no podía proseguir y sus lágrimas destruirían el placer -pero todavía no había sucedido. Cuando le hacía el amor a Mariana, siempre era lo mismo y, al parecer, ella experimentaba también la misma sensación. Nunca se había quejado y ninguno de los dos hizo nunca ninguna promesa. Se alegraba de que fuera así y, sin embargo, esperaba ansiosamente que se produjera el melodrama. Era inevitable que se produjera.
Y hacerle el amor a Mariana era algo que había que analizar, pensó, pero hasta ahora no había conseguido comprender cómo era posible que ella lo hiciera todo tan distinto. No se trataba simplemente del hecho de haber sido él el primero, porque había sentido lo mismo con la pequeña hija de ojos oscuros del bracero cuando tenía quince años; ya no había sido el primero para ella y, a veces, ni siquiera era el primero de la noche. No era simplemente por haber sido el primero, era que cada vez se sentía purificado al terminar. El calor de ella le quemaba desde dentro y advertía una sensación de paz. Ella le abría los poros y le eliminaba las impurezas. Ésta era la razón de que siempre regresara a ella, a pesar de que resultaba muy difícil igualar en condiciones de inferioridad la habilidad sexual de Paula que sospechaba que había otra chica y exigía de el cada vez más, por lo que el ultimátum tampoco tardaría en llegar. Paula casi había estallado a llorar dos noche antes cuando ambos se encontraban contemplando una estúpida película de la televisión y el hizo un comentario acerca de la vieja solterona que perseguía sin éxito a un corredor de bolsa gordo que no conseguía librarse del dominio de su autoritaria esposa.
– ¡Ten un poco de compasión! -casi le gritó ella al burlarse él de la infeliz mujer-. ¿No tienes piedad? Está terriblemente asustada de la soledad. Necesita amor, maldita sea. ¿No ves que no tiene amor?
Decidió a partir de aquel momento ser muy prudente con lo que dijera porque el final estaba cerca. Tendría que decidir si casarse con Paula o no. Y si no lo hacía, pensó que probablemente jamás se casaría porque las perspectivas jamás volverían a ser tan buenas.
Pensaba en todo esto mientras esperaban que saliera Mariana de la cocina a preguntarles qué deseaban, pero ella no apareció. Se acercó a la mesa el mismo señor Rosales con el café y un bloc y Serge le dijo:
– ¿Dónde está ella? -y le miró fijamente pero no observó nada en los ojos ni en la expresión del propietario que le contestó:
– He pensado que era mejor que estudiara esta noche. Le he dicho que se quedara en casa estudiando. Progresa tanto en los estudios. No quiero que se canse ni que se moleste por exceso de trabajo o cualquier otra cosa.
Miró a Serge al decir "cualquier otra cosa" pero no fue una mirada maliciosa; de todos modos, Serge comprendió ahora que el viejo sabía cómo estaban las cosas porque, al fin y al cabo, cualquier persona con un poco de inteligencia hubiera comprendido que no salía con ella varias veces al mes simplemente para tomarle la mano. Dios mío, él tenía casi veintinueve años y ella sólo tenía veinte. ¿Qué otra cosa podía esperarse?
Serge comió de mala gana y Blackburn, como de costumbre, devoró todo lo que estaba a la vista y, sin hacerse rogar, se terminó casi todo lo que Serge no se comió.
– ¿Preocupado por los desórdenes? -preguntó Blackburn-. No te lo reprocho. Me pone un poco nervioso pensar que puedan hacer aquí lo que hicieron en el Este.
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