Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Aquí nunca será igual -dijo Serge -. No toleraremos toda esta basura como lo hicieron en el Este.

– Sí, somos el mejor Departamento del país -dijo Blackburn-. Eso dicen los informes de prensa. Pero quiero saber cómo podrán enfrentarse unos pocos cientos de trajes azules con un océano de negros.

– No será así, estoy seguro de que no.

Aquella noche todos fueron retenidos más allá del horario del turno en Hollenbeck. Pero a las tres de la madrugada les permitieron marcharse. Blackburn se limitó a encogerse de hombros cuando Serge le dijo que evidentemente todo se había tranquilizado y que al día siguiente la situación se habría normalizado.

Sin embargo, las cosas no se normalizaron el jueves y a las siete y cinco de la tarde volvió a concentrarse una muchedumbre de dos mil personas en la esquina de la Ciento Dieciséis y Avalon y las unidades de Central, Universidad, Newton y Hollenbeck fueron enviadas urgentemente al lugar de los disturbios. A las diez de la noche, Serge y Blackburn dejaron de patrullar y permanecieron sentados en el aparcamiento de la comisaría escuchando la radio de la policía tal como estaban haciendo cuatro oficiales uniformados que estaban disponiéndose a salir hacia la zona de Watts.

En el cruce entre la carretera sobreelevada Imperial y Parmelee se efectuaron disparos contra un vehículo de la policía y una hora más tarde Serge escuchó que a un sargento se le negaba el permiso de utilización de gases lacrimógenos.

– Creo que se imaginan que el sargento no sabe lo que está sucediendo por ahí -dijo Blackburn -. Creo que suponen que debiera hablarles en lugar de utilizar gases contra ellos.

Pocas horas después de media noche se les confirmó de nuevo que no serían enviados a Watts y Serge y Blackburn pudieron retirarse. Serge había llamado a Mariana al restaurante a las diez y media y ella había accedido a encontrarse con él frente a la casa de Rosales a la hora que él pudiera. Ella solía estudiar hasta bien entrada la madrugada y Serge acudía allí cuando la familia Rosales ya dormía. Aparcaba al otro lado de la calle a la sombra de un olmo y ella se acercaba al coche y siempre era mejor que lo que él recordaba. Parecía como si no pudiera retener en la imaginación aquellos momentos. Los momentos transcurridos con Mariana. No podía recordar la catarsis de su amor. Sólo podía recordar que era como bañarse en una piscina caliente en la oscuridad y se sentía vivificado y nunca, en ningún momento, pensó que ello pudiera resultar perjudicial para él. Para ella no sabía.

Casi no se detuvo porque eran las dos y cuarto pero la luz estaba encendida y se detuvo sabiendo que, si estaba despierta, le oiría. AI cabo de un momento, la vio salir de puntillas de la puerta principal vestida con una suave bata azul y el fino camisón color de rosa que él conocía tan bien a pesar de no haberlo visto nunca a la luz. Pero conocía su tacto y experimentó sequedad en la boca al abrirle la portezuela.

– Pensaba que no ibas a venir -dijo ella al dejarla de besar él un momento.

– Tenía que venir. Sabes que no puedo estar mucho tiempo alejado.

– A mí me sucede lo mismo, Sergio, pero espera. ¡Espera!- le dijo ella apartándole las manos.

– ¿Qué pasa, palomita?

– Tendríamos que hablar, Sergio. Hace exactamente un año que fuimos a la montaña y yo vi el primer lago, ¿Recuerdas?

"Ya está", pensó él casi triunfalmente. Sabía que iba a llegar. Y a pesar de que temía los lloros, se alegraba de que al final terminara. La espera.

– Recuerdo la montaña y el lago.

– No me arrepiento de nada, Sergio. Debes saberlo.

– ¿Entonces? -preguntó él encendiendo un cigarrillo y disponiéndose a ser testigo de una escena embarazosa.

"Después vendrá Paula -pensó -. Después de Mariana."

– Es mejor que lo dejemos ahora que ambos sentimos el uno por el otro lo que sentimos.

– No estarás embarazada, ¿verdad? -dijo Serge de repente, al ocurrírsele que eso era lo que ella se disponía a decirle.

– Pobre Sergio -dijo ella sonriendo tristemente -, no, querido, no lo estoy. Me he aprendido bien todos los métodos de prevención aunque me avergüenzan. Pobre Sergio. ¿Y qué si lo estuviera? ¿Crees que me marcharía con tu niño en el estómago? ¿A Guadalajara quizás? ¿Y vivir mi pobre vida criando a tu hijo y anhelando únicamente tus brazos? Te lo dije antes, Sergio, lees demasiados libros. Tengo que vivir mi vida. Es tan importante para mí como para ti la tuya.

– ¿Qué demonios es eso? ¿Hacia dónde vas?

No podía verle los ojos en la oscuridad y todo aquello no le gustaba. Jamás le había hablado así y se sentía acobardado. Deseaba encender la luz para asegurarse de que era ella.

– Es inútil que finja que me resulta fácil dejarte, Sergio. No puedo fingir que no te quiero lo suficiente como para vivir así. Pero no sería para siempre. Más pronto o más tarde, te casarías con otra y, por favor, no me digas que no hay otra.

– No, pero…

– Por favor, Sergio, déjame terminar. Si puedes estar más satisfecho casándote con la otra, hazlo. Haz algo, Sergio. Averigua lo que debes hacer. Y te digo una cosa: si averiguas que deseas compartir la clase de vida que yo llevo, entonces vuelve a esta casa. Ven un domingo por la tarde tal como hiciste la primera vez que fuimos al lago de la montaña. Y dile al señor Rosales lo que desees decirme a mí porque él es mi padre aquí. Si él lo aprueba, entonces ven a mí y dímelo. Y entonces se anunciará en la iglesia y no nos tocaremos el uno al otro hasta la noche de bodas. Y me casaré contigo con traje blanco, Sergio. Poro no te esperaré siempre.

Serge fue a encender la luz pero ella le agarró la mano. Al acercarse desesperadamente a ella, ella le apartó.

– ¿Por qué me hablas con esta voz tan extraña? Por Dios, Mariana, ¿qué he hecho yo?

– Nada, Sergio. No has hecho absolutamente nada. Pero ha durado un año. Yo antes era católica. Pero desde que nos amamos no me he confesado ni he comulgado.

– Conque es eso -dijo él moviendo la cabeza-. La maldita religión te ha confundido. ¿Te parece pecaminoso que nos hagamos el amor? ¿Es eso?

– No es eso simplemente, Sergio, pero en parte sí. Fui a confesarme el sábado pasado. Vuelvo a ser hija de Dios. Pero no es eso simplemente. Te quiero, Sergio, pero sólo en el caso de que seas un hombre entero. Quiero a Sergio Durán, a un hombre completo. ¿Lo entiendes?

– Mariana -dijo él advirtiendo una profunda sensación de frustración.

Pero cuando fue a acercarse, ella abrió la portezuela y corrió descalza cruzando la calle-. ¡Mariana!

– No debes volver nunca, Sergio -le susurró ella quebrándosele la voz por un momento-a no ser que vuelvas tal como te he dicho.

Miró a través de la oscuridad y la vio un momento de pie y erguida con la bata larga azul agitándose alrededor de sus tobillos. Mantenía la barbilla levantada como siempre y él advirtió que el dolor de su pecho se intensificaba y pensó durante un horrible momento que le estaban partiendo en dos pedazos y que sólo una parte de él permanecía sentada y silenciosa ante aquella aparición espectral que había creído conocer y comprender.

– Y si vienes, vestiré de blanco. ¿Me oyes? ¡Vestiré de blanco, Sergio!

El viernes trece de agosto a Serge le despertó al mediodía el sargento Latham que le gritó algo al teléfono míentras él se incorporaba en la cama e intentaba poner en marcha el cerebro.

– ¿Estás despierto, Serge? -preguntó Latham.

– Sí, sí -dijo él finalmente -. Ahora sí. ¿Qué demonios ha dicho?

– He dicho que tienes que venir inmediatamente. Todos los oficiales de la sección de menores tienen que acudir a la comisaría de la calle Setenta y Siete. ¿Tienes uniforme?

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