Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Le dije que se lo haría la próxima vez que le pillara con Tillie. La última vez que volví a casa pronto, les pillé durmiendo en la cama la borrachera de mi whisky y allí estaban ellos tan cómodamente, Tillie desnuda a su lado y esta cosa todavía dentro de ella y yo me acerqué y la estiré y le desperté y le dije que si volvía a hacerlo otra vez le partiría la cabeza y esta noche al volver a casa los he pillado otra vez y lo he hecho.

– Me lo merezco, Charlie -dijo el hombre ensangrentado-. Tienes razón. Tienes razón.

Gus escuchó el silbido de la sirena de la ambulancia que se acercaba y miró el reloj. Cuando terminaran el informe de la detención sería la hora de acabar el servicio y se iría a la academia y correría y correría.

– No te preocupes, Charlie, no dejaré que te detengan -dijo el hombre ensangrentado -. Eres el mejor amigo que he tenido.

– Me temo que Charlie tendrá que ir a la cárcel, amigo -dijo Craig ayudando al hombre ensangrentado a levantarse.

– Yo no firmaré ninguna denuncia -advirtió el hombre ensangrentado y después esbozó una mueca al encontrarse de pie y tocarse con cuidado la cabeza.

– Da lo mismo que lo haga como que no -dijo Gus -. Es un delito y vamos a meterle en la cárcel para el caso de que muriera usted uno de estos días.

– No te preocupes, Charlie -dijo el hombre ensangrentado -. No me moriré por tu culpa.

– Podrá hablar mañana con los investigadores acerca de la posibilidad de no llevar a efecto la denuncia -le dijo Gus mientras se dirigían hacia la parte de delante-. Pero esta noche su amigo irá a la cárcel.

La deslumbradora y parpadeante luz roja de la sirena anunció la llegada de la ambulancia aunque el conductor ya había apagado el sonido. Gus encendió la linterna para mostrarle al conductor la casa y la ambulancia se aproximó al bordillo de la acera para que se apeara el auxiliar. Éste tomó al hombre ensangrentado del brazo al tiempo que el conductor abría la portezuela.

– No te preocupes, Charlie, yo no voy a demandarte -dijo el hombre ensangrentado -. Y cuidaré de Tillie mientras estés en la cárcel, Y no te preocupes por ella. ¿Lo oyes?

12 Enema

A Roy le latió el corazón al escuchar sonar el teléfono a través del auricular que mantenía fuertemente apretado contra el oído. La puerta del despacho de la patrulla de policías secretos estaba cerrada y sabía que los componentes del turno de noche no empezarían a llegar hasta dentro de media hora por lo menos. Decidió llamar a Dorothy desde un teléfono del departamento de policía para ahorrarse el precio de la conferencia. Bastante trabajo le costaba pagar el alquiler de dos sitios y mantenerse tras enviarle la asignación mensual a Dorothy. Después había los plazos del coche y resultaba claro que pronto tendría que vender el Thunderbird y decidirse por un coche más barato ya que éste era uno de los pocos lujos que podía permitirse.

Casi se alegró de que no estuviera en casa y estaba a punto de colgar cuando escuchó el inconfundible timbre de la inconfundible voz de Dorothy que a menudo hacía que un simple saludo sonara como una pregunta.

– ¿Diga?

– Hola, Dorothy, espero no haberte molestado.

– ¿Roy? Estaba duchándome.

– Ah, perdona, llamaré luego.

– No te preocupes. Me he puesto la bata. ¿Qué sucede?

– ¿Es la bata dorada que te compré para tu último cumpleaños?

– Ya estábamos separados cuando celebré mi último cumpleaños, Roy. Fue el año anterior cuando me regalaste la bata dorada, ésta es otra.

– Ah. ¿Cómo está Becky?

– La viste la semana pasada, Roy. Está igual.

– Maldita sea, Dorothy, ¿no puedes tener conmigo ni una sola palabra amable?

– Sí, Roy, pero por favor no empecemos con lo mismo. El divorcio será definitivo dentro de ochenta y nueve días y nada más. No volveremos contigo.

Roy tragó saliva y las lágrimas asomaron a sus ojos. No habló durante varios segundos hasta que estuvo seguro de que podía dominarse.

– ¿Roy?

– Sí, Dorothy.

– Roy, es inútil.

– Por Dios, Dorothy, haré todo lo que tú digas. Por favor, vuelve a casa. No lo hagas.

– Hemos estado hablando de eso una y otra vez.

– Estoy terriblemente solo.

– ¿Un hombre tan guapo como tú? ¿Un Apolo de cabello dorado y ojos azules como Roy Fehler? No tenías muchas dificultades en encontrar compañía cuando estábamos juntos.

– Por Dios, Dorothy, sólo sucedió una o dos veces. Ya te lo conté todo.

– Lo sé, Roy. No era eso. No eras muy infiel para lo que acostumbran a hacer los hombres. Pero es que dejó de importarme. Ya no me importas, ¿lo entiendes?

– Por favor, dame a la niña, Dorothy -dijo Roy sollozando entrecortadamente y el dique se rompió y empezó a llorar sobre el micrófono volviéndose hacia la puerta temeroso de que entrara temprano alguno de los policías secretos y humillado por haberlo hecho y permitir que Dorothy lo oyera.

– Roy, Roy, no lo hagas. Ya sé que estás sufriendo sin Becky.

– Dámela, Dorothy -dijo Roy respirando audiblemente y secándose la cara con la manga de la camisa de sport a cuadros anaranjados que llevaba por encima del cinturón para ocultar el revólver y las esposas.

– Roy, yo soy su madre.

– Te pagaré lo que quieras, Dorothy. Mi padre me ha dejado dinero en el testamento. Carl me insinuó una vez que si cambiaba de idea y entraba a trabajar en el negocio de la familia, podría entrar en posesión del mismo. Lo conseguiré. Y te lo daré a ti. Lo que sea, Dorothy.

– ¡Yo no vendo a mi niña, Roy! ¿Cuándo vas a crecer?

– Me iré a vivir con mamá y papá. Mamá podría cuidar de Becky mientras yo trabajo. Ya he hablado con mamá. Por favor, Dorothy, no sabes cuánto la quiero. La quiero mucho más que tú.

El teléfono permaneció en silencio unos momentos y Roy temió que ella hubiera colgado pero después escuchó que le decía:

– Es posible, Roy. Es posible que a tu manera sea verdad. Pero no creo que la quieras por ella misma. Es porque ves en ella algo más. Pero no importa quién la quiera más. El caso es que una niña, sobre todo una niña pequeña, necesita una madre.

– Está mi madre…

– Maldita sea, Roy, ¿quieres callarte y dejar de pensar siquiera por una vez en ti mismo? Quiero decirte que Becky necesita una madre, una madre verdadera, y sucede que yo soy esta madre. Mi abogado te ha dicho y yo te he dicho que tienes derecho a visitarla. Podrás conseguir todo lo que sea razonable. Seré muy liberal a este respecto. Creo que no he sido muy exigente en la solicitud de manutención de la niña. Y desde luego la pensión para asistencia acordada no me parece demasiado exagerada.

Roy respiró profundamente tres veces y una sensación de humillación le recorrió el cuerpo. Se alegraba de haber decidido hacerle el último ruego por teléfono porque temía que pudiera suceder aquello. Se había sentido tan aturdido a lo largo de todo el proceso del divorcio que ya le resultaba imposible controlar las más simples emociones.

– Eres muy generosa, Dorothy -dijo finalmente.

– Te deseo la mejor suerte, Dios sabe que es verdad.

– Gracias.

– ¿Puedo darte un consejo, Roy? Creo que te conozco mejor que nadie.

– ¿Por qué no? En estos momentos, soy vulnerable a todo. Si me dices que me caiga muerto, es probable que lo haga.

– No lo harás, Roy. Estarás bien. Escucha, matricúlate y vete a otro sitio. Estudiaste criminología tras haber cambiado dos o tres veces de asignatura principal. Me dijiste que sólo ibas a ser policía cosa de un año y ya hace más de dos y no estás nada cerca de conseguir el título. Eso no tendría nada ele malo si te gustara ser policía. Pero yo creo que no. Nunca le ha gustado de verdad.

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