Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Este hijo de perra no vale nada. No quiero que vuelva, cariño. Te quiero a ti como inquilina pero este hombre no puede volver a este edificio.

– No te preocupes, Terry, no volverá -dijo ella aceptando la toalla y apretándola contra la mandíbula.

– ¿Sólo la había golpeado anteriormente en una ocasión? -preguntó Serge empezando la parte narrativa del informe y pensando que ojalá le hubiera sacado punta al lápiz en la comisaría.

– Bueno, en realidad, le hice detener otra vez -dijo ella -. Creo que soy un buen bocado para los hombres altos y bien parecidos.

Sonrió y parpadeó con el ojo que no tenía cerrado mirando a Serge y éste supuso que quería darle a entender que era lo suficientemente alto para su gusto.

– ¿Qué nombre utilizó entonces? -le preguntó Serge pensando que debía ser muy mayor pero tenía unas piernas bonitas y estómago completamente liso.

– Esta vez usaba el de Constance Deville, creo. Tenía contrato con la Universal bajo este nombre. Espere un momento, eso fue en el sesenta y uno. No creo… Dios mío, me cuesta trabajo pensar. Este hombre me habrá dejado algo suelto con sus golpes. Vamos a ver.

– ¿Ha bebido esta noche? -preguntó Edmonds.

– Empezó en un bar. -dijo ella asintiendo -. Creo que usaba mi verdadero nombre -añadió ella en tono de duda.

– ¿Cuál es su verdadero nombre? -le preguntó Serge.

– Dios mío, me duele la cabeza -gimió ella -. Felicia Randall.

– ¿Quiere ver a su médico? -le preguntó Serge sin mencionar que había servicios médicos de urgencia gratis para las víctimas de algún delito porque no le apetecía llevarla al hospital y volver a acompañarla a casa.

– No creo que me haga falta un méd… Espere, ¿he dicho Felicia Randall? ¡Dios todopoderoso! Éste no es mi verdadero nombre. Nací y me crié con el nombre de Dolores Miller. Hasta los dieciséis años, fui Dolores Miller. ¡Dios todopoderoso! ¡Casi me había olvidado de mi verdadero nombre! Casi me había olvidado de quién soy -dijo mirando asombrada a los dos hombres.

Más adelante aquel mismo mes, mientras patrullaba por el Boulevard Hollywood hacia las tres de la madrugada en compañía de un compañero de ojos soñolientos llamado Reeves, Serge examinó detenidamente a la gente que paseaba a aquella hora por las calles de la capital de la belleza. La mayoría homosexuales, naturalmente, y ya estaba empezando a reconocer a algunos de ellos tras verles noche tras noche mientras merodeaban en busca de individuos que estuvieran cumpliendo el servicio militar. Había también montones de otros vividores que a su vez merodeaban en busca de los homosexuales no por placer sino por dinero que obtenían de la manera que fuera. A ello se debían los numerosos ataques, robos y asesinatos y hasta el momento de amanecer Serge se veía obligado a intervenir en los asuntos de aquellos desgraciados hombres y aún siguió sintiendo náuseas una semana más tarde cuando regresó a Alhambra y volvió a alquilar su antiguo apartamento. Habló con el capitán Sanders de la División de Hollenbeck y éste accedió a tramitarle el traslado a Hollenbeck porque dijo que recordaba a Serge como un excelente oficial joven.

Burke ya estaba terminando y nadie le estaba escuchando; en este momento, Serge ni siquiera sabía de qué estaba hablando. Decidió que esta noche conduciría él. No le apetecía encargarse de los informes, por consiguiente conduciría. Milton siempre le dejaba hacer exactamente lo que quería. Le gustaba trabajar con Milton e incluso le gustaba la forma lenta y deliberada de hablar de Burke. Había supervisores peores. Le agradaba encontrarse de nuevo en su vieja comisaría.

A Serge estaba empezando incluso a gustarle la zona. No era Hollywood, más bien era todo lo contrario de la belleza. Era aburrida y vieja y pobre con sus altas casas estrechas como lápidas sepulcrales y el olor de los mataderos de Vernon. Era el lugar al que acudían los inmigrantes al llegar desde México. Era el lugar en el que permanecían la segunda y la tercera generación que no habían conseguido mejorar su suerte. Sabía ahora de las muchas familias rusas, los hombres con barba y túnica y las mujeres con la cabeza cubierta, que vivían entre las calles Lorena e Indiana tras haber sido desalojados de sus pisos para destinar la zona a la construcción de viviendas baratas. Había buen número de chinos aquí en Boyle Heights y los restaurantes chinos ofrecían menús españoles. Había muchos japoneses y las mujeres mayores aún llevaban sombrillas. También estaban los viejos judíos, claro, pocos ahora, y a veces nueve viejos judíos se veían obligados a recorrer la avenida Brooklyn y alquilar al final a un borracho mexicano para formar un minyan de diez y poder iniciar las plegarias en el templo. Estos viejos pronto morirían, las sinagogas se cerrarían y Boyle Heights sería distinto sin ellos. Había buhoneros árabes vendiendo por las calles ropas y alfombras. Hasta había gitanos que vivían cerca de Broadway Norte donde todavía habitaban muchos italianos y había la iglesia india de la calle Hancock cuya feligresía estaba integrada principalmente por pimas y navajos. Había muchos negros en las urbanizaciones de Ramona Gardens y Aliso Village a los que los mexicanos soportaban a regañadientes, y también estaban los mexicano-americanos que constituían el ocho por ciento de la población de la División de Hollenbeck. Pocas familias anglosajonas-protestantes permanecían aquí, por ser muy pobres.

Había muy pocos embaucadores en la zona de Hollenbeck, pensó Serge, mientras aminoraba la marcha en la avenida Brooklyn para aparcar frente al restaurante favorito de Milton. Casi todo el mundo es exactamente lo que parece. Resultaba muy reconfortante trabajar en un lugar en el que casi todo el mundo es exactamente lo que parece.

11 El veterano

– Esta noche se cumplirán dos años desde que vine a Universidad -dijo Gus -. Recién salido de la academia. Parece imposible. El tiempo ha pasado.

– Ya te correspondería un traslado, ¿verdad? -le preguntó Craig.

– De sobra. Espero figurar en la próxima lista de traslados.

– ¿Dónde quieres ir?

– No me importa.

– ¿Otra zona negra?

– No, me gustaría cambiar. Un poco más al Norte quizás.

– Yo me alegro de haber venido aquí. Se aprende rápido aquí -dijo Craig.

– Ten cuidado de no aprender demasiado rápido -le dijo Gus y aminoró la marcha del Plymouth esperando coincidir con el semáforo rojo porque estaba empezando a cansarse de conducir. Había sido una noche muy tranquila y los policías se aburrían en los coches tras varias horas de patrullar monótonamente. Sólo eran las nueve y media. No debieran haber comido tan pronto, pensó Gus. La noche se les haría más larga.

– ¿Has estado presente alguna vez en un tiroteo? -le preguntó Craig.

– No.

– ¿Y en una auténtica pelea?

– Tampoco -dijo Gus -. Una auténtica pelea no. Algunos bastardos un poco belicosos pero no una auténtica pelea.

– Has tenido suerte.

– Sí -dijo Gus y, por unos momentos, volvió a experimentar la misma sensación de siempre pero ya había aprendido a dominarla. Ahora ya no se asustaba sin motivo. Las veces que tenía miedo, era con motivo. Una noche trabajó con un viejo policía que le dijo que, en veintitrés años de servicio, jamás se había visto envuelto en una pelea y ni siquiera había disparado jamás en acto de servicio ni estado cerca de la muerte, a excepción de algunas persecuciones en coche, y que no creía que un policía tuviera que mezclarse en tales cosas, a no ser que deliberadamente las buscara. La idea resultaba tranquilizadora sólo que aquel policía se había pasado la carrera en Valle Oeste y en la División de Van Nuys, lo cual equivalía casi a un retiro y sólo había permanecido en Universidad unos meses, por traslado disciplinario. Sin embargo, pensó Gus, habían pasado dos años y él había escapado de la confrontación que tanto temía. ¿Pero seguiría teniendo ahora tanto miedo?, se preguntó. El uniforme azul y la placa y las interminables decisiones y arbitrajes en los problemas de otras personas (cuando no conocía realmente las respuestas pero, por las calles, a media noche, no estaba más que él, por lo que se había visto obligado a tomar decisiones por otros y en algunas ocasiones algunas vidas habían dependido de sus decisiones), sí, estas decisiones y el uniforme azul y la placa le habían proporcionado una confianza que jamás había soñado llegar a poseer. Aunque seguía experimentando algunas dudas atormentadoras con respecto a sí mismo, su vida había cambiado profundamente con todo ello y se sentía más feliz que nunca.

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