– ¿Qué demonios quieres decir? -le preguntó Light y Roy se maldijo a sí mismo pero ya era tarde y las palabras que había estado reprimiendo tendría que soltarlas.
– Muy bien, Light, conozco tu problema y voy a decirte de qué se trata. Eres demasiado rudo con tu gente. No tienes por qué mostrarte cruel con ellos. ¿No lo comprendes, Light? Te sientes culpable porque intentas por todos los medios elevarte de este ambiente degradante de ghetto. Te sientes avergonzado y culpable por ellos.
– Vaya -dijo Light mirando a Roy como si fuera la primera vez que le viera-. Siempre me has parecido un poco raro, Fehler, pero no sabía que fueras un asistente social.
– Soy tu amigo, Light -dijo Roy -. Por eso te lo digo.
– Bueno, pues escúchame, amigo, no miro a mucha de esta gente ni como negra ni como blanca y ni siquiera como gente. Son cerdos. Y cuando crezcan algunos de estos niños, probablemente serán cerdos también aunque en estos momentos yo lo sienta por ellos.
– Sí, lo comprendo -dijo Roy, asintiendo con tolerancia -, los oprimidos muestran tendencia a abrazar los ideales del opresor. ¿No comprendes que es eso lo que te ha sucedido a ti?
– Yo no estoy oprimido, Fehler. ¿Por qué tienen los liberales blancos que considerar a todos los negros como unos seres oprimidos?
– Yo no me considero liberal.
– La gente como tú es peor que el Klan. Vuestro paternalismo os convierte en peores que los otros. Deja de considerar a esta gente como negros o como problemas. Cuando salí de la academia, empecé a trabajar en una zona elegante y jamás pensé en un sinvergüenza caucásico en términos de raza. Un sinvergüenza es un sinvergüenza, sólo que aquí son un poco más morenos. Pero no para ti. Es un negro y necesita una clase especial de protección.
– Espera un momento -dijo Roy-. No lo entiendes.
– Cómo que no -contestó rápidamente Light, que ahora se había acercado al bordillo de la esquina entre la Washington y Central y se había vuelto en su asiento para mirar a Roy a la cara-. Hace un año que estás aquí, ¿verdad? Conoces las cantidades de delitos que se cometen en las zonas negras. Sin embargo el fiscal del distrito difícilmente admitirá un delito de agresión en caso de que se hallen implicados una víctima o un sospechoso negro. Ya sabes lo que dicen los investigadores: "Cuarenta puntos o un disparo de arma de fuego es un delito. Cualquier cosa que sea menos, es un delito de menor cuantía". Ya se supone que los negros se comportan así. Los liberales blancos dicen: "No importa, señor Negro" -y siempre procuran no olvidarse de llamarle señor-. "No importa, usted ha sido oprimido y por consiguiente no es enteramente responsable da sus actos. Nosotros, los culpables blancos, somos los responsables". ¿Y qué hace entonces el negro? Pues se aprovecha de la amabilidad fuera de lugar de su tolerante hermano blanco al igual que lo haría el blanco si la situación se invirtiera, porque la gente en general son simples sinvergüenzas a menos que se vean el palo cerca. Recuérdalo, Fehler, la gente necesita palo, no estímulo.
Roy notó que la sangre afluía a su rostro y maldijo su tartamudeo mientras luchaba por dominar la situación. El estallido de Light había sido tan imprevisto, tan repentino…
– Light, no te excites, no estamos discutiendo. No estamos…
– No me excito -dijo Light deliberadamente tranquilo ahora -. Pero es que he estado muchas veces a punto de estallar desde que empecé a trabajar contigo. ¿Recuerdas el chico de la Escuela Superior de Jefferson de la semana pasada? El informe de robo, ¿te acuerdas?
– Sí, ¿y qué?
– Entonces quise hablarte de eso. Me fastidió la manera que tuviste de proteger a aquel bastardo. Yo asistí a la escuela superior allí mismo en L.A. Sureste. Y veía esta misma clase de robo cada día. Los negros eran mayoría y los muchachos blancos estaban aterrorizados. "Dame diez centavos, cerdo. Dame diez centavos o te parto la cara." Y después le propinábamos al blanco un puñetazo en la boca tanto si nos daba los diez centavos como si no. Y se trataba de muchachos blancos pobres. Tan pobres como nosotros, a veces hijos de matrimonios mixtos y viviendo en casas destartaladas. Tú no querías detener a aquel muchacho. Querías aplicar una norma de conducta doble porque él era un oprimido negro y la víctima era un blanco.
– No lo entiendes -dijo Roy débilmente -. Los negros odian a los blancos porque saben que, a los ojos de los blancos, ellos son criaturas no humanas, sin rostro.
– Sí, sí, ya sé que eso es lo que dicen los intelectuales. Mira, Fehler, no eres el único policía que se ha leído uno o dos libros.
– Jamás he dicho tal cosa, maldita sea -dijo Roy.
– Te digo, Fehler, que los chicos blancos de mi escuela también eran para nosotros seres sin rostro. ¿Qué te parece eso? Y aterrorizábamos a aquellos pobres bastardos. Los pocos que llegué a conocer no nos odiaban, nos tenían miedo por nuestra superioridad numérica. No te arrodilles cuando hables con los negros, Fehler. Somos exactamente igual que los blancos. Sinvergüenzas la mayoría. Como los blancos. Que el negro responda de sus crímenes exactamente igual que el blanco. No le prives de su hombría tratándole con mimos. No le conviertas en un animal doméstico. Todos los hombres son iguales. Mantenle a raya con un palo muy largo. Y cuando se desmande, ¡sacúdele los riñones, hombre!
Serge escuchaba el aburrido y monótono tono de voz del sargento Burke pasando lista. Miró a su alrededor a Milton y a Gonsálvez y a las caras nuevas que ahora ya conocía desde que había regresado de nuevo a Hollenbeck. Recordaba cómo solía aburrirle Burke al pasar lista. Seguía aburriéndole igual pero ya no le molestaba.
Los cinco meses, de enero a junio, transcurridos en la División de Hollywood se le antojaban ahora un recuerdo grotesco y almibarado de algo que le parecía que jamás había sucedido. Si bien tenía que confesar que había resultado instructivo. En Hollywood todo el mundo es un hipócrita, un marica o un embaucador, le había advertido un compañero. Al principio, su encanto y su alegría le entusiasmaron y se acostó con algunas de las más hermosas muchachas que jamás había visto, rubias de raso, pelirrojas de seda; las morenas las evitaba porque eso era lo único que tenía en la División de Hollenbeck. No todas eran aspirantes a actrices aquellas encantadoras muchachas que acudían a Hollywood procedentes de todas partes, pero todas anhelaban algo. Él jamás se molestó en averiguar qué. Mientras le anhelaran a él unas cuantas horas, o por lo menos lo fingieran, era lo único que les pedía.
Y después todo empezó a aburrirle, sobre todo la intensa mirada de los juerguistas cuando empezó a conocerles. Compartía un apartamento con otros dos policías y jamás podía acostarse antes de las tres de la madrugada porque la luz azul estaba encendida, lo cual indicaba que alguno de ellos había tenido suerte y que, por favor, les concediera un poco más de tiempo. Tenían mucha suerte sus compañeros de habitación, que eran igualmente apuestos y saludables y expertos manipuladores de mujeres. Había aprendido de ellos y, siendo un compañero de habitación, le había agradado la juerga cuando la juerga era una pálida temblorosa criatura todo labios y pecho y ojos. Ni siquiera importaba que comiera constantemente semillas de sésamo y hablara del prometedor trabajo de modelo que la lanzaría a las páginas centrales del Playboy. Y había otra que, en medio de los ardorosos preliminares del amor, le había dicho: "Serge, cariño, ya sé que eres un policía, pero sé que eres bueno y no te importará que fume primero un poco de hierba, ¿verdad? Lo hace todo mucho mejor. Debieras probarlo. Seríamos mejores amantes". Pensó en dejarla que lo hiciera pero las semillas de sésamo eran un delito de menor cuantía mientras que la marihuana era un auténtico delito y temía permanecer allí mientras ella lo hacía y, además, le había anulado el ego y el deseo al manifestarle que necesitaba un poco de euforia. Cuando ella desapareció en la alcoba en busca de la marihuana, se puso los zapatos y la chaqueta y franqueó silenciosamente la puerta experimentando dolor en las ingles.
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