Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Quieres un café? -le preguntó Light al salir de la zona de la comisaría pero, en aquel momento, la locutora de Comunicaciones les indicó un servicio en la calle Setenta y Central. Roy escuchó la llamada y escuchó también a Light y anotó la dirección de la llamada así como la hora en que ésta se había recibido. Lo hizo todo mecánicamente y ni por un momento dejó de pensar en Becky. Estaba resultando demasiado fácil este trabajo, pensó. Podía hacer todos los movimientos necesarios funcionando sólo un diez por ciento de su cerebro como policía.

– Aquí está -dijo Light al girar en U en el cruce de la calle Setenta-. Parece un trapero.

– Y lo es -dijo Roy molesto e iluminando con la linterna a la figura supina durmiendo sobre la acera. La parte frontal de los pantalones aparecía empapada de orina y un riachuelo sinuoso fluía por la acera. Roy olió a vómito y excrementos a seis metros de distancia. El borracho había perdido uno de sus viejos y estropeados zapatos y un maltrecho sombrero de fieltro tres medidas demasiado grande para él, yacía aplastado bajo su cara. Tenía las manos apoyadas sobre el hormigón de la acera y movió el pie descalzo al rozarle Light con la porra la suela del otro zapato, pero después se quedó absolutamente inmóvil como si hubiera encontrado la suavidad y seguridad de una cama y, habiéndola encontrado, se hubiera relajado y regresado al sueño del alcohólico empedernido.

– Malditos borrachos -dijo Light golpeando con más fuerza la suela del zapato del sujeto-. Tiene orina, vómito y Dios sabe qué encima. No me apetece cargar con él.

– Ni a mí tampoco -dijo Roy.

– Vamos, borracho. Maldita sea -dijo Light agachándose y aplicando los nudillos de sus gruesos y oscuros dedos índices junto al hueco de detrás de las orejas del beodo. Roy sabía que su compañero era muy fuerte y retrocedió cuando éste aplicó la dolorosa presión a los mastoides. E! borracho lanzó un grito y agarró las muñecas de Light y se levantó verticalmente del suelo colgado de los poderosos antebrazos del policía. A Roy le sorprendió comprobar que el individuo era un negro de piel clara. La raza del trapero resultaba casi indistinguible.

– No me haga daño -dijo el borracho-. No, no, no, no.

– No queremos hacerle daño, hombre -dijo Light-, pero no vamos a llevarle en brazos. Eche a andar.

Light soltó al hombre que se dejó caer blandamente sobre la acera y después se apoyó ligeramente en su frágil codo y Roy pensó que cuando llegan a este extremo de desnutrición y cuando presentan heridas de ratas e incluso de gatos callejeros que les han estado mordisqueando la carne mientras se encuentran tendidos en lugares espantosos, cuando son así, resulta imposible calcular cuan cerca están de la muerte.

– ¿Lleva guantes? -preguntó Light inclinándose y tocando la mano del borracho.

Roy concentró la luz de la linterna sobre el regazo de! hombre y Light retrocedió horrorizado.

– La mano. Maldita sea, la he tocado.

– ¿Qué pasa?

– ¡Mira la mano!

Roy pensó al principio que el borracho llevaba un guante puesto al revés y que le colgaba de los dedos. Después vio que era la carne de la mano derecha que le colgaba de los cinco dedos. El músculo rosado y el tendón de la mano estaban al descubierto y Roy pensó por un momento que un terrible accidente le habría rasgado la carne pero después advirtió que la carne de la otra mano también se estaba desprendiendo y llegó a la conclusión de que el hombre se estaba descomponiendo como un cadáver. Hacía tiempo que estaba muerto y no lo sabía. Roy se dirigió hacia el coche radio y abrió la portezuela.

– Me molesta enormemente tener que pasar por todo el engorro del ingreso de un borracho en la sección de la prisión del Hospital General -dijo Roy -pero me temo que este individuo está a punto de morirse.

– No queda otro remedio -dijo Light encogiéndose de hombros -. Me imagino que la policía le mantiene con vida desde hace veinte años. ¿Crees que le hacemos un favor cada vez que lo recogemos? Todo habría terminado hace tiempo si un policía le hubiera dejado echado.

– Sí, pero hemos recibido una llamada -dijo Roy -. Alguien ha informado de que estaba tendido aquí. No podríamos marcharnos y dejarle.

– Lo se. Tenemos que proteger nuestra piel.

– Pero de todos modos, tú no le dejarías aquí, ¿verdad?

– Le secarán y le darán noventa días y volverá a estar aquí el próximo Día de Acción de Gracias. Después es posible que muera por la calle. ¿Qué más da cuándo?

– No le dejarías -dijo Roy sonriendo con desasosiego -. No eres tan frío, Light. Es un ser humano. No un perro.

– ¿De veras? -le dijo Light al borracho que miraba mudamente a Roy con sus ojos de azulados párpados y costras amarillas en los ángulos.

– ¿Es un hombre de verdad? -preguntó Light rozando suavemente con su porra la suela de su zapato-. ¿Está seguro de que no es un perro?

– Sí, soy un perro-graznó el borracho y los policías se miraron asombrados el uno al otro al observar que podía hablar -. Soy un perro. Soy un perro. Guau, guau, cochinos.

– Vaya por Dios -dijo Light sonriendo -, quizás merezca la pena salvarle.

Roy descubrió que el ingreso de un prisionero en el Hospital General era un procedimiento complicado que exigía una parada previa en el Central Receiving Hospital y después de un viaje a la prisión de Lincoln Heights con los efectos personales del prisionero que, en este caso, eran un puñado de harapos que serían quemados, y la presentación de las instrucciones del tratamiento a la clínica de la prisión y, finalmente, la terminación del papeleo en la sección de la prisión del Hospital General. Estaba agotado cuando, a las tres y media, Light regresó a la división y se detuvieron en el bar de la esquina de Slauson y Broadway para tomarse un café muy malo pero muy caliente con unas rosquillas gratis. La locutora de comunicaciones les indicó un servicio de riña familiar. Light maldijo y arrojó la taza vacía de papel en la papelera de la parte de atrás del bar.

– Una riña familiar a las cuatro de la madrugada. Maldita sea.

– Me parece que será mejor que nos lo tomemos con calma -dijo Roy con un movimiento de cabeza -. Tengo hambre y no me bastan estas malditas rosquillas. Me apetecería una verdadera comida.

– Generalmente, esperamos hasta las siete en punto -dijo Light poniendo en marcha el vehículo mientras Roy se tragaba el resto del café.

– Ya lo sé -dijo Roy -. Esto es lo malo de las guardias de la mañana. Desayuno a las siete de la mañana. Después llego a casa y me acuesto y cuando me levanto a última hora de la tarde, no puedo soportar nada fuerte y vuelvo a desayunar y a lo mejor a eso de las once justo antes de venir a trabajar, me tomo un par de huevos. ¡O sea que desayuno tres veces al día!

Light solucionó la riña familiar de la manera más fácil tomándole la identificación al marido y llamando a R y a I donde descubrió que había dos órdenes de arresto contra él por infracciones de tráfico. Mientras se lo llevaban de la casa, su mujer, que les había llamado para quejarse de que éste la golpeaba, les rogó que no detuvieran a su marido. Al introducirle en el coche radio, maldijo a los policías y dijo:

– Ya conseguiré el dinero de la fianza como sea. Te sacaré, cariño.

– ¿Quieres un café? -preguntó Light.

– Tengo una indigestión.

– Yo también. Me pasa todas las mañanas a esta hora más o menos. Demasiado tarde para ir al agujero.

Roy se alegró. Le molestaba "ir al agujero" lo cual significaba esconder el coche en alguna solitaria calleja o aparcamiento oculto y dormir el sobresaltado sueño de duermevela de un policía del turno de la mañana, que más le excitaba a uno los nervios que le tranquilizaba. Sin embargo, jamás oponía reparos cuando Light lo hacía. Se limitaba a permanecer despierto, a veces dormitaba, pero en general se pasaba el ralo despierto pensando en su futuro y en su hija Becky que estaba inextricablemente unida a todos sus sueños futuros.

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