– Quiero marcharme de la División de Universidad -dijo Rantlee.
– ¿Por qué?
– Los negros me están sacando de mis casillas. A veces pienso que voy a matar a uno cualquier día si hace lo que ha hecho hoy el bastardo del camión-remolque. Si alguien hubiera iniciado el primer movimiento, aquellos salvajes nos hubieran cortado la cabeza y nos la hubieran reducido. Antes de empezar a trabajar aquí, yo ni siquiera usaba la palabra negro. Me molestaba. Ahora es la palabra que más utilizo de mi vocabulario. Expresa todo lo que siento. Todavía no la he usado delante de ninguno de ellos pero seguramente lo haré más tarde o más temprano y él me denunciará y a mi me suspenderán.
– ¿Te acuerdas de Kilvinsky? -dijo Gus -. Siempre decía que los negros eran la punta de lanza de un ataque más importante a la autoridad y a la ley que se producirá seguramente en los próximos diez años. Siempre decía que no debía cometerse el error de pensar que el enemigo era el negro. Decía que no era tan sencilla la cuestión.
– Es extraño lo que me está pasando -dijo Rantlee-. Veo que estoy de acuerdo con todos los hijos de perra de derechas sobre los que leo. Y yo no fui educado así. Mi padre es un liberal a ultranza y estamos empezando a no querer vernos el uno al otro porque cada vez que lo hacemos empezamos a discutir. Estoy empezando a simpatizar con todas estas rabiosas causas anticomunistas. Y sin embargo, admiro, al mismo tiempo, a los rojos por su eficiencia. Saben mantener el orden, qué demonios. Saben hasta dónde puede soltarse a la gente antes de tirar de la cadena. Es un lío, Plebesly. Todavía no he conseguido aclararme.
Rantlee se pasó los dedos por el ondulado cabello y golpeó con la mano el borde de la ventanilla mientras hablaba, después giró hacia la calle Primera. Gus pensó que no le importaría trabajar en la División Central porque el centro de Los Ángeles le resultaba muy excitante con tantas luces y tanta gente, no obstante también era sórdido si se miraba más de cerca a la gente que habitaba por las calles del centro. Pero, por lo menos, la mayoría eran blancos y uno no tenía la sensación de encontrarse en campo enemigo.
– Tal vez no es justo que culpe a todos los negros -dijo Rantlee-. Quizá sea una combinación de causas pero por Dios que los negros tienen buena parte en ello.
Gus todavía no se había terminado el café cuando acabaron de arreglarles la radio y corrió apresuradamente al lavabo del taller y, al salir, observó, al contemplarse en el espejo, que su fino cabello color paja se le estaba cayendo mucho. Supuso que al llegar a los treinta sería calvo, pero qué más daba, pensó tristemente. Observó también que el uniforme estaba empezando a brillar lo cual era señal de veteranía pero también observó que empezaba a estar raído por el cuello y las bocamangas. Temía tener que comprarse otro porque resultaban tremendamente caros. Los confeccionistas de uniformes mantenían el mismo precio elevado por todo Los Ángeles y no había más remedio que pagarlo.
Rantlee parecía de mejor humor cuando enfilaron de nuevo la Carretera del Puerto para reanudar su ronda.
– ¿Te has enterado de los tiroteos de la calle Newton?
– No -dijo Gus.
– Un policía está en dificultades por haber disparado contra un sujeto que trabaja en una tienda de licores de la Olympic. El oficial se acerca a la tienda respondiendo a la llamada de alarma y justo cuando se dispone a atisbar por la ventana para ver si es cierto o se trata de una falsa alarma, el propietario sale corriendo y empieza a gritar y a señalar hacia una calleja al otro lado de la calle. Un oficial corre hacia la calleja mientras el otro rodea la manzana y se aposta en un lugar en el que supone que aparecerá cualquiera que se halle oculto detrás y al cabo de pocos minutos escucha unos pasos corriendo y se oculta detrás de la esquina de un edificio de apartamentos con el arma preparada; al cabo de unos segundos sale un individuo por la otra esquina con una Mauser en la mano y el oficial le grita alto, el individuo gira y el oficial naturalmente dispara cinco tiros.
Rantlee se apretó el puño cerrado contra el pecho para indicar el lugar en que se habían alojado las balas.
– ¿Y qué tiene de malo este tiroteo?'-preguntó Gus.
– El individuo era empleado de la tienda y estaba persiguiendo al sospechoso con el arma de su jefe.
– El oficial no podía saberlo. No veo que haya ninguna dificultad. Es una desgracia, pero…
– El individuo era negro y algunos periódicos negros están escribiendo artículos de tipo sensacionalista; ya sabes que los pobres inocentes son asesinados diariamente por tropas de asalto que ocupan Los Angeles central Sur. Y que el propietario judío del ghetto envía a sus lacayos negros a hacer los trabajos que él no se atreve a hacer. Es extraño que los judíos soporten a los negros que les odian tanto.
– Creo que se habrán olvidado de lo mucho que han sufrido ellos personalmente -dijo Gus.
– Puede ser -dijo Rantlee -. Pero creo que es porque ganan mucho dinero con estos pobres negros ignorantes, alquilándoles tiendas y casas. Desde luego que no viven entre ellos. Dios mío, ahora me he convertido en enemigo de los judíos. Te lo digo, Plebesly, me trasladaré al valle o a Los Ángeles Oeste o a cualquier otro sitio. Estos negros me están volviendo loco.
Acababan de llegar a su zona cuando Gus le recordó la llamada correspondiente a la riña familiar de la Calle Mayor.
– Oh no -dijo Rantlee refunfuñando -. Otra vez a la maldita zona Este.
Y Gus observó que Rantlee, que no era un conductor especialmente lento, se dirigía al lugar de la llamada a paso de caracol. Al cabo de pocos minutos aparcaron frente a una casa antigua de dos plantas, alta, estrecha y gris. Parecía que la habitaban cuatro familias y supieron a qué puerta llamar por los gritos que se escuchaban desde la calle. Rantlee dio tres puntapiés a la parte baja de la puerta para que pudieran escucharles desde dentro a través del barullo de voces.
Una gruesa mujer de hombros cuadrados de unos cuarenta y tantos años les abrió la puerta. Llevaba en brazos a un regordete niño negro y en la otra mano sostenía una escudilla con una grisácea comida para niños y una cuchara. El rostro del niño aparecía cuajado de papilla y sus braguitas eran tan grises como las paredes de la casa.
– Entren, oficiales -dijo ella con un movimiento de cabeza-. Yo soy la que ha llamado.
– Sí, asquerosa perra, llama a la ley -dijo un hombre de ojos acuosos que lucía una sucia camiseta -. Pero, ya que están aquí, diles cómo te gastas en bebida el talón de la asistencia benéfica y cómo tengo que mantener yo a estos chicos y tres de ellos ni siquiera son míos. Díselo.
– Bueno, bueno -dijo Rantlee levantando las manos para imponer silencio y Gus observó que los cuatro chiquillos sentados en un combado sofá contemplaban el aparato de televisión sin prestar atención alguna a la pelea ni a la llegada de los oficiales.
– Menudo marido eres tú -le espetó ella -. Miren, cuando está borracho, se me echa encima y empieza a pegarme, tanto si están los niños como si no. Así es él.
– Esto es una maldita mentira -dijo el hombre y Gus comprendió que ambos estaban medio bebidos. El hombre debía tener unos cincuenta años y tenía unos hombros muy macizos y unos bíceps profundamente surcados de venas.
– Le voy a decir cómo están las cosas -le dijo a Rantlee-. Usted es un hombre y yo soy un hombre y trabajo todos los días.
Rantlee se volvió hacia Gus y le guiñó el ojo y Gus se preguntó a cuántos negros habría escuchado empezar a hablar con la observación de "Usted es un hombre y yo soy un hombre", temerosos de que la ley de los blancos no pudiera creerlo realmente. Sabían que a los policías podía impresionarles favorablemente el hecho de que trabajaran y no vivieran de la beneficencia. Se preguntó a cuántos negros habría escuchado decir "trabajo todos los días" a los representantes blancos de la ley y hacían bien', pensó Gus, porque había visto el resultado que daba, había visto que un policía podía desistir de imponer una multa de tráfico a un negro con casco de obrero o un hato con la comida o un limpiador de suelos o cualquier otra herramienta de trabajo. Gus había advertido que los policías esperaban tan poco de los negros que un simple empleo y unos niños limpios eran prueba irrefutable de que aquel era un hombre honrado en contraposición con los que llevaban a sus hijos sucios y que serían probablemente el enemigo.
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