Serge asintió con la cabeza en dirección a Milton para dar a entender que comprendía lo que su compañero le estaba diciendo. Se terminó el café y encendió otro cigarrillo en el momento en que uno de los investigadores penetró en la sala portando una linterna y un bloc de notas amarillo. El investigador se quitó la americana y cruzó la estancia en dirección a Serge y Milton.
– Vamos a encerrar a estos cuatro lechuguinos -dijo el detective, un joven sargento de cabello rizado cuyo nombre Serge no podía recordar -. Tres de ellos tienen diecisiete años y van a ir a la calle Georgia pero les aseguro que saldrán el lunes. No tenemos pruebas.
– ¿Cuántos años tiene el que disparó contra mi compañero? -preguntó Milton.
– ¿Primitivo Chávez? Es mayor de edad. Dieciocho años. Irá a la Prisión Central pero tendremos que soltarle al cabo de cuarenta y ocho horas si no podemos encontrar el arma.
– ¿Y el proyectil? -preguntó Serge.
– Por donde estaba usted y por donde se encontraban estos chicos en el Chevy, me imagino que la trayectoria del proyectil tendría que ser de cuarenta y cinco grados por lo menos fuera de la ventanilla del coche. Le hubiera alcanzado en la cara de haberse apuntado bien pero puesto que no fue así, creo que debió ir a parar aproximadamente entre la casa en la que ustedes estuvieron y la de al lado, al Oeste. Está separada de la otra por una parcela de terreno. En otras palabras, creo que el maldito proyectil no habrá dado en ningún sitio y que se encontrará ahora seguramente por la carretera cerca del Hospital General. Lo siento, muchachos, quisiera poder agarrar a estos sujetos tanto como ustedes. Suponemos que uno de ellos, el llamado Jesús Martínez, está mezclado en un asesinato entre bandas que tuvo lugar en Highland Park donde un muchacho fue muerto. Pero tampoco hemos podido demostrarlo.
– ¿Y qué me dice del test de la parafina, Sam? -dijo Milton -. ¿No puede demostrar si un individuo ha disparado un arma?
– No sirve de nada, Milton -dijo el investigador -. Sólo en las películas. Un individuo puede presentar nitrato en las manos por otras mil causas. El test de la parafina no sirve de nada.
– Quizá un testigo o quizá mañana aparezca el arma -dijo Milton.
– Quizás -contestó el investigador con tono de duda -Me alegro de no ser un oficial de menores. Sólo nos llaman cuando estos sinvergüenzas empiezan a dispararse unos a otros. Me molestaría tener que tratar con ellos cada día por robos corrientes y hurtos y cosas parecidas. Prefiero la investigación de adultos. Por lo menos, las pasan un poco moradas cuando demuestro su culpabilidad.
– ¿Qué clase de antecedentes tienen? -preguntó Milton.
– Más o menos los que usted se imagina: muchos robos, montones de coches robados, hurtos, drogas y alguna que otra violación. Chávez había sido enviado a un campamento reformatorio en otra ocasión. Los demás jamás habían sido enviados a ningún reformatorio. Éste es el primer delito que Chávez comete como mayor de edad. Cumplió los dieciocho años el mes pasado. Por lo menos, probará a qué sabe la cárcel para hombres durante unos días.
– Esto no le servirá más que de tema de conversación cuando regrese a su barrio -dijo Milton.
– Creo que sí -dijo el investigador suspirando -. Será más respetado si cabe por haber conseguido escaparse del castigo tras disparar a Durán. Yo he procurado aprender algo de todos estos pequeños componentes de bandas que ustedes suelen traer. ¿Quieren saber una cosa? Síganme.
El investigador les acompañó hasta una puerta cerrada con llave que, al abrirse, reveló un pequeño armario lleno de equipos de sonido y grabación. El investigador puso en marcha la grabadora y Serge reconoció la insolente y fina voz de Primitivo Chávez.
– No he disparado a nadie, hombre. ¿Por qué tendría que haberlo hecho?
– ¿Y por qué no? -dijo la voz del investigador.
– Ésta ya es una pregunta mejor.
– Sería mejor que dijeras la verdad, Primo. La verdad siempre le hace a uno sentirse mejor y despeja el camino para un comienzo mejor.
– ¿Un comienzo mejor? Me gustan mis comienzos. ¿Qué le parecería un pitillo?
La cinta corrió en silencio unos momentos y Serge escuchó el sonido de una cerilla al encenderse y después de nuevo la voz del investigador.
– Encontraremos el arma, Primo, es una cuestión de tiempo.
El muchacho se echó a reír con una risa despectiva y Serge advirtió que se aceleraban los latidos de su corazón al recordar qué había sentido mientras apretaba aquella delgada garganta.
– Nunca encontrarán un arma -dijo el muchacho -. Eso no me preocupa.
– La habrás escondido muy bien supongo -dijo el investigador -. Me imagino que serás inteligente.
– Yo no he dicho que tuviera un arma. He dicho simplemente que nunca encontrarán un arma.
– Lee esto -le ordenó de repente el investigador.
– ¿Qué es? -preguntó el muchacho recelosamente.
– Una revista de noticias. La he encontrado por aquí. Léeme eso.
– ¿Y para qué, hombre? ¿Qué clase de juego está jugando?
– Es un pequeño experimento. Lo hago con todos los componentes de bandas.
– ¿Quiere demostrar algo?
– Quizás.
– Bueno, pues demuéstrelo con otro.
– ¿Hasta cuándo fuiste a la escuela, Primo?
– Grado doce. La dejé al llegar al grado doce.
– ¿Sí? Entonces sabrás leer muy bien. Abre la revista y lee lo que quieras.
Serge escuchó el rumor de las páginas y después un momento de silencio seguido de un:
– Mira, hombre, no tengo tiempo que perder en juegos de niños. Vete a la chingada .
– No sabes leer, ¿verdad, Primo? Y te hicieron pasar el grado doce esperando que el hecho de estar en el grado doce te convertiría en un alumno de grado doce pero te pusieron las cosas difíciles al comprender que no podían dar el diploma a un analfabeta. Aquella buena gente te fastidió, ¿verdad, Primo?
– ¿De qué estás hablando, hombre? Prefiero hablar del disparo que dices que de esta mierda.
– ¿Hasta dónde has ido de lejos, Primo?
– ¿De lejos?
– Sí, de lejos. Tú vives en los proyectos de albergues del refugio de animales, ¿no es cierto?
– La Ciudad de los Perros, hombre. Puedes llamarla Ciudad de los Perros, no nos avergonzamos.
– Muy bien, Ciudad de los Perros. ¿Cuál es el sitio más alejado de la Ciudad de los Perros en el que has estado? ¿Has estado alguna vez en el Lincoln Heights?
– ¿Lincoln Heights? Pues claro que he estado allí.
– ¿Cuántas veces? ¿Tres?
– Tres, cuatro, no sé. Oye, ya me he hartado de esta conversación. No sé qué demonios quieres.
– Toma otro cigarrillo -dijo el investigador-. Y quédate unos cuantos para después.
– De acuerdo, a cambio de cigarrillos puedo aguantar esta mierda.
– Lincoln Heights debe estar como a unos tres quilómetros de la Ciudad de los Perros. ¿Has estado alguna vez más lejos?
La grabadora volvió a guardar silencio nuevamente y al final dijo el muchacho:
– He estado en El Sereno. ¿Está muy lejos eso?
– A cosa de un quilómetro y medio más lejos.
– Por consiguiente, he visto bastante.
– ¿Has visto alguna vez el mar?
– No.
– ¿Y un río o un lago?
– He visto un río, el maldito L.A. El río pasa justamente por la Ciudad de los Perros, ¿no?
– Sí, a veces hay algunos centímetros de agua en el canal.
– Y a quién le importa esta mierda. Tengo todo lo que quiero en la Ciudad de los Perros. No quiero ir a ningún otro sitio.
La cinta permaneció en silencio nuevamente y el chico dijo:
– Espera un momento. He estado más lejos. A ciento cincuenta quilómetros quizás.
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