Serge agarró al muchacho por el cuello, le dobló la cabeza y le empujó al asiento posterior, deslizándose a su lado y obligándole a desplazarse a la derecha del vehículo.
– Ahora ya estás con tus amigos, pinche jura -dijo el chico y Serge apretó el hierro hasta que el chico sollozó -. Asqueroso policía.
– Cállate la boca -dijo Serge.
– ¡Chinga tu madre! -dijo el chico.
– Debiera haberte matado.
– ¡Tu madre!
Y entonces Serge advirtió que estaba estrujando los asideros de goma dura de la Smith & Wesson. Estaba apretando la protección del gatillo y recordó qué había sentido al descubrir al muchacho, a la negra sombra que había estado a punto de terminar con él a los veinticuatro años, cuando tenía toda la vida por delante, por motivos que ni él ni este pequeño voto podían entender. No sabía que fuera capaz de una cólera tan aterradora. Pero haber estado a punto de ser asesinado. Era absolutamente absurdo.
– Tu madre -repitió el chico y la furia volvió a apoderarse de Serge, En español no era lo mismo, pensó. Era mucho más sucio, mucho más insoportable, que aquel animal se atreviera a mencionarla otra vez…
– No te gusta esto, ¿verdad, gringo ? -dijo el muchacho dejando al descubierto sus blancos dientes en la oscuridad -. ¿Entiendes un poco de español, eh? No te gusta que hable de tu ma…
Y Serge le estaba asfixiando, abajo, abajo, casi hasta el suelo, contemplando el blanco de sus hinchados y aterrorizados ojos, gritando en silencio, y Serge, entre la irresistible furia de su cólera, tanteó los pequeños huesos de la parte delantera de la garganta que, si se quebraban… Entonces Gonsálvez le estaba sosteniendo y echándole hacia atrás. Permaneció tendido de espaldas en la calle, y Gonsálvez, arrodillado a su lado, jadeaba y murmuraba incoherentemente en español e inglés, dándole palmadas en el hombro pero agarrándole fuertemente por un brazo.
– Tranquilo, tranquilo, tranquilo -decía Gonsálvez -. ¡Hombre, Jesucristo! Sergio, no es nada, hombre. Ya estás bien ahora. Tranquilízate, hombre. Hijo la…
Serge se volvió de espaldas al coche radio y se recostó contra el mismo. Jamás había llorado, pensó, jamás, ni siquiera cuando ella murió. Y ahora tampoco lloraba al aceptar el cigarrillo que Gonsálvez le había encendido.
– Nadie lo ha visto, Sergio -dijo Gonsálvez mientras Serge chupaba con aire ausente el cigarrillo, lleno de una desesperada enfermedad que ahora no deseaba analizar, esperando poder controlarse porque estaba más asustado que nunca y sabía vagamente que temía sobre todo las cosas que llevaba dentro.
– Menos mal que esta gente de los porches se había ido -dijo Gonsálvez -. Nadie lo ha visto.
– Te demandaré, asqueroso -dijo una áspera y sollozante voz desde el interior del coche -. Ya te cogeré.
Gonsálvez apretó con más fuerza el brazo de Serge.
– No escuches a este cabrón. Creo que tendrá magulladuras en el cuello. Si las tiene, se las hiciste al detenerle en el patio. Luchó contigo y tú le agarraste por el cuello en el transcurso de la pelea, ¿de acuerdo?
Serge asintió sin preocuparse de nada como no fuera del placer que le estaba proporcionando el cigarrillo al respirar el humo y exhalar una nube a través de la nariz y dar otra intensa chupada.
Al encontrarse sentado en la sala del equipo de investigadores a las dos de la madrugada, Serge apreció a Milton como jamás lo había hecho. Comprendió ahora qué poco conocía al rumoroso y viejo policía de rostro enrojecido que, tras conversar en un susurro con Gonsálvez, se encargó del joven prisionero, informó verbalmente al sargento y a los investigadores y dejó a Serge sentado en la sala de los investigadores, fumando y tomando parte en la redacción de los informes. Los investigadores de la guardia de noche y los oficiales encargados de la vigilancia de menores hicieron horas extraordinarias interrogando a sospechosos y testigos. Cuatro coches radio se encargaron de vigilar las calles, patios, aceras y cloacas del camino seguido durante la persecución desde el lugar en que ésta había comenzado hasta la oscura calzada en la que Serge practicó la detención. Pero eran ya las dos de la madrugada y el arma del muchacho no se había encontrado.
– ¿Más café? -preguntó Milton colocando una taza de oscuro café sobre la mesa junto a la que Serge permanecía sentado escribiendo el informe acerca del disparo que posteriormente se añadiría al informe de la detención.
– ¿Todavía no han encontrado el arma? -preguntó Serge.
Milton sacudió la cabeza tomando un sorbo de su propia taza.
– Tal como yo lo veo, el chico que perseguiste llevaba el arma consigo y la arrojó por aquellos patios. ¿Te imaginas los miles de sitios en que puede ir a ocultarse un arma entre estos pequeños patios llenos de hojarasca? Y probablemente habrá estado en varios patios saltando vallas. Es posible que la haya arrojado al tejado de alguna de las casas. Es posible que la haya enterrado bajo la hierba. Es posible que la haya arrojado lejos de sí a la otra calle. También es posible que se librara de ella durante la persecución. Los hombres no pueden registrar palmo a palmo todos los sitios, todos los emparrados de hierba, todos los tejados de todas las casas y todos los coches aparcados a lo largo de la ruta por la que él puede haberla arrojado.
– Parece que no crees que vayan a encontrarla, ¿verdad?
– Tendrías que estar preparado para esta posibilidad -dijo Milton encogiéndose de hombros -. Sin el arma, no hay caso. Estos pequeños astutos se muestran muy coherentes en sus relatos. No había arma, afirman.
– Tú viste el fogonazo de la boca -dijo Serge.
– Claro que sí. Pero tenemos que demostrar que se trataba de un arma de fuego.
– ¿Y qué me dices del chico que se llama Ignacio? Él lo ha visto.
– No ha visto nada. Por lo menos, dice que no ha visto nada. Afirma que corría hacia la casa cuando escuchó un fuerte chasquido. Que parecía una explosión del tubo de escape, dice.
– Y su madre. Estaba en el porche.
– Dice que no ha visto nada. No quiere complicarse en estas guerras de bandas. Puedes comprender su situación.
– Yo sólo puedo comprender que este pequeño asesino tiene que ser apartado de las calles.
– Ya sé lo que sientes, muchacho -dijo Milton apoyando la mano sobre el hombro de Serge y acercándose una silla -. Y escucha, este muchacho no ha mencionado nada de lo que ha sucedido después, ya sabes a qué me refiero. Por lo menos, hasta ahora no. He visto unas señales que tiene en el cuello, pero es de piel morena. No se notan mucho.
Serge contempló la oscuridad de la taza e ingirió un trago ¿el amargo y caliente café.
– Una vez un individuo me arrojó un cuchillo -dijo Milton tranquilamente-. No hace mucho tiempo. Casi me abre este montón de intestinos -Milton se dio unas palmadas sobre el abombado vientre-. Tenía un cuchillo afilado de veinte centímetros y quería darme. Algo me hizo mover. Yo no lo vi venir. Estaba interrogando al sujeto porque le había sorprendido en posesión de drogas. Algo me hizo mover. Quizá lo oí, no sé. Al no acertar, retrocedí, caí y extraje el arma en el momento en que se disponía a intentarlo de nuevo. Dejó caer el cuchillo y sonrió como diciendo "Esta vez ganas tú, polizonte". Guardé el arma, saqué la porra y le rompí un par de costillas y tuvieron que aplicarle trece puntos en la cabeza. Sé que le hubiera matado si mi compañero no me hubiera detenido. Jamás había hecho algo parecido antes ni lo hice después. Pero por aquel entonces estaba atravesando dificultades de tipo personal, un divorcio y todo eso, y aquel bastardo intentó vencerme y yo me desahogué, nada más. Jamás lamenté lo que le hice, ¿comprendes? Me molestó lo que me hice a mí mismo. Quiero decir que me arrastró a la selva y me convirtió también en un animal y eso es lo que me molestaba. Pero pensé en ello durante algunos días y al final llegué a la conclusión de que me había comportado como un sujeto normal y no como un policía. Un policía no debe asustarse, ni sobresaltarse ni encolerizarse si algún bastardo intenta convertirle en una canoa con un cuchillo. Hice lo que cualquier sujeto hubiera hecho. Pero ello no significa que no hubiera podido hacerlo de otra manera de haberse repetido la situación. Y te diré una cosa, sólo le dieron ciento veinte días por casi asesinarme y no le preocupó pero creo que aprendió algo de lo que yo le hice y que es posible que lo pensara dos veces antes de arrojarle el cuchillo a otro policía. Estamos en un trabajo brutal, muchacho. No pienses demasiado las cosas. Y si te enteras de algo acerca de ti mismo que mejor hubiera sido que no supieras, bien, pasa de largo y todo saldrá bien.
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