Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Debe ser la casa gris -dijo Milton -. Aquélla. La del balcón. Dios mío, estas maderas están podridas. No pisaría yo este balcón.

– Con lo que pesas, yo no pisaría ni el puente de la calle Primera -dijo Serge.

– Malditos novatos, ya no respetáis a los compañeros mayores -dijo Milton mientras Serge aparcaba el coche-radio.

La casa se encontraba situada en la esquina de una calleja y al norte de ésta había un edificio comercial sin ventanas por su pared Sur. El constructor del edificio había cometido el error de recubrirlo con una suave capa de pintura amarilla. Serge suponía que aquella pared no debía haber permanecido inmaculada ni dos días tras su terminación. Era un barrio de bandas, un barrio de bandas mexicanas, y los componentes de las bandas mexicanas estaban obsesionados con la idea de dejar su huella impresa en el mundo. Serge se detuvo un momento, dando una última chupada al cigarrillo mientras Milton recogía el cuaderno de notas y la linterna. Serge leyó las palabras que aparecían escritas en la pared con pintura negra y roja procedente de las latas aerosol que todos los componentes de las bandas llevaban en el coche para el caso de que encontraran una ganga como aquella cremosa e irresistible pared amarilla vacía. Había un corazón dibujado en rojo de unos noventa centímetros de diámetro en el que aparecían los nombres de "Rubén e Isabel" seguidos de las palabras "mi vida" y había una declaración de un Vagabundo que decía "El VVimpy de los Vagabundos" y otra que decía "Rubén de los Vagabundos", pero Rubén no quería ser superado por Wimpy y la leyenda que figuraba debajo de su nombre decía "de los Vagabundos y del mundo" y Serge sonrió tristemente al pensar en Rubén que afirmaba que el mundo era propiedad suya porque aún era la hora de que Serge se hubiera tropezado con un componente de alguna banda que alguna vez hubiera salido del condado de Los Ángeles. Había otros nombres de Jóvenes Vagabundos y de Pequeños Vagabundos, por docenas, y declaraciones de amor y de ferocidad y afirmaciones de que aquel era el territorio de los Vagabundos. Y, naturalmente, en lo alto de la pared aparecía el inevitable "con safos"; el decisivo conjuro de la banda imposible de encontrar en ningún diccionario español, que declaraba que nada de lo escrito en aquella pared podía ser alterado o saqueado por ninguna cosa posteriormente escrita por el enemigo.

Mientras leía, Serge sintió crecer en sí mismo el desagrado pero interrumpió sus pensamientos un resonar de cláxons y una caravana de coches bajando por la calle State decorada con hileras de claveles de papel rosas y blancos anunciando una boda mexicana. Los hombres de los coches lucían smokings blancos y las mujeres trajes de gasa azul. La novia iba naturalmente de blanco y el blanco velo que llevaba cayó hacia atrás al besar ella a su nuevo marido, que Serge supuso no tendría más allá de dieciocho años. El coche que seguía directamente al de los novios hizo sonar el claxon más fuerte que los demás para señalar así su aprobación al prolongado beso.

– Dentro de unos meses nos llamarán para que intervengamos en sus riñas familiares -dijo Serge aplastando el cigarrillo sobre la acera.

– ¿Crees que él tardará tanto en aburrirla? -preguntó Milton.

– No, probablemente no -dijo Serge mientras se dirigían hacia la casa.

– Por eso le dije yo al lugarteniente que, si quería emparejarme con un novato, me diera a este mestizo de Sergio Durán -dijo Milton dándole a Serge unas palmadas en el hombro -. Es posible que te falte experiencia, Sergio, muchacho, pero eres tan cínico como un policía con veinte años de servicio en el Departamento.

Serge no corrigió a Milton que ya en otra ocasión se había referido a él como a su compañero mestizo. Jamás había afirmado que fuera medio mexicano pero la idea se había extendido y Serge se limitaba a asentir con su silencio cuando algún compañero curioso le preguntaba si era cierto que su madre era anglosajona cosa que justificaría el hecho de que no hablara español, de que fuera tan alto y con el cabello claro. Al principio le había molestado que alguien pensara que su madre era distinta de lo que había sido pero, maldita sea, era mejor así, se dijo a sí mismo. De otro modo, le hubieran fastidiado como a Rubén y otros policías chicanos con cientos de trabajos en los que fuera necesaria una labor de traducción. Y era cierto, era completamente cierto que ya no hablaba el idioma. Claro que entendía lo que la gente decía pero tenía que concentrarse mucho para entender una conversación y no merecía la pena. Y había olvidado las palabras. No podía contestar aunque entendiera un poco. Conque era mejor así. Incluso con un nombre como el de Sergio Durán, no podía esperarse de uno que hablara español si su madre no era mexicana.

– Espero que este maldito balcón no se derrumbe mientras nosotros estamos aquí -dijo Milton arrojando el resto de su húmedo puro a la calle mientras llamaban a la puerta.

Abrieron la puerta dos niños que no articularon palabra.

– ¿Está en casa mamá? -preguntó Milton dándole al más bajo unas palmaditas debajo de la barbilla.

– Nuestro padre también es policía -dijo el más alto, que estaba muy delgado e iba muy sucio.

Sus ojos eran tan negros como su cabello y evidentemente le excitaba la idea de tener a unos policías en casa.

– ¿De veras? -preguntó Serge, preguntándose si sería verdad -. ¿Quieres decir que es guardia de alguna clase?

– Es un policía -dijo el niño asintiendo con orgullo-. Es un capitán de policía, lo juro.

– ¿Donde? -fe pregunto Serge -. Aquí en Los Ángeles no, ¿verdad?

– En Juárez, México -contestó el niño-. De allí venimos.

Milton se rió entre dientes y, al volverse, Serge enrojeció al ver que Milton se estaba riendo de él, no del chico.

Se trataba de algo que todavía no había conseguido dominar por completo, la capacidad de desafiar mentalmente cualquier cosa, cualquier cosa que la gente le dijera por ser generalmente errónea, exagerada, racionalizada o completamente falsa.

– Ve a buscar a mamá -dijo Milton y el niño más bajo obedeció inmediatamente. El más alto se quedó mirando a Serge asombrado.

A Serge le recordaba a alguien, no podía recordar a quién. Los mismos ojos hundidos de opaca negrura, los brazos huesudos y una camisa sin botones que nunca había estado totalmente limpia. Un niño de sus lejanos tiempos o tal vez uno de los niños coreanos que limpiaban sus zapatos y barrían el cuartel. No, era uno de sus lejanos tiempos, un amigo de su infancia tenía los ojos así pero no podía recordar cuál. ¿Y por qué tenía que esforzarse? El fallo de su memoria era ulterior prueba de que la cuerda había sido cortada irremediablemente y que la operación había sido un éxito.

El niño miró el reluciente cinturón negro Sam Browne, el llavero con la enorme llave de latón que abría las cajas telefónicas de la policía y el silbato cromado que Serge se había comprado en sustitución del de plástico que el Departamento suministraba. Mientras Serge miraba hacia lo alto de la escalera donde una mujer estaba contestando al niño que habían mandado, advirtió un ligero roce en el llavero. Cuando bajó los ojos, el niño seguía mirándole pero las manos las tenía a los costados.

– Toma, niño -dijo Milton quitando el silbato del llavero -. Sácalo fuera y sopla hasta cansarte. Pero devuélvemelo cuando nos vayamos, ¿entiendes?

El niño sonrió y tomó el silbato de Milton. Antes de que saliera de la casa, el agudo sonido del silbato atravesó la noche de verano.

– Dios mío, hará que se quejen todos los vecinos -dijo Serge dirigiéndose hacia la puerta para llamar al niño.

– Déjale -dijo Milton agarrando a Serge por el brazo.

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