– Es posible que algún día seamos colegas, Roy -dijo el profesor estrechando ardientemente la seca mano de Roy entre las suyas más húmedas y blandas-. No pierdas el contacto conmigo, Roy.
Y lo había dicho sinceramente. Deseaba hablar con alguien tan sensato como el profesor acerca de las cosas que había aprendido hasta entonces. Hablaba con Dorothv, desde luego. Pero ella estaba tan absorta en los misterios cíel parto que dudaba mucho que le escuchara cuando él regresaba a casa con las historias de las extrañas situaciones con que había tropezado en su labor de policía explicándole qué significaban éstas para un partidario del conductívismo.
Mientras esperaba a Whitey, Roy bajó el espejo del coche para examinar su placa y sus botones de latón. Era alto y delgado pero sus hombros eran lo suficientemente anchos como para que la camisa azul hecha a medida le sentara bien. Su Sam Browne relucía y sus zapatos presentaban un aspecto impecable sin aquel fanático brillo de salivazo que algunos de los demás empleaban. Conservaba el brillo de la placa con un paño especial y un producto de joyería. Pensó que cuando el cabello le creciera, no volvería a cortárselo tanto otra vez. Había escuchado decir que el cabello ondulado crece a veces más rizado que antes.
– Eres guapísimo -dijo Whitey abriendo la portezuela y dejándose caer en el asiento sonriéndole a Roy burlonamente.
– Me he echado un poco de ceniza de cigarrillo sobre la camisa -dijo Roy colocando el espejo en su anterior posición-. Me la estaba sacudiendo.
– Vamos a hacer un poco de trabajo de policías -dijo Whitey frotándose las manos.
– ¿Y para qué molestarnos? Sólo nos faltan tres horas para terminar la guardia -dijo Roy-. ¿Qué demonios te ha dicho Tucker que te has puesto tan contento?
– Nada. Pero estoy contento. Es una bonita noche de verano. Tengo ganas de trabajar. Vamos a coger a un ladrón. ¿Alguien te ha enseñado a patrullar en busca de ladrones?
– Trece-A-Cuarenta y Tres, Trece-A-Cuarenta y Tres -dijo la locutora y Whitey levantó el volumen -, vean a la mujer, disputa propietario-inquilino, cuarenta y nueve, treinta y nueve, Avalon Sur.
– Trece-A-Cuarenta y Tres, entendido -dijo Whitey hacia el micrófono de mano; y después, vuelto hacia Roy-: Bueno, en lugar de atrapar a los cacos, vamos a pacificar a unos nativos.
Roy aparcó frente a la casa de Avalon que era fácil de encontrar por la luz del porche y por la frágil negra que se encontraba de pie en el mismo observando la calle. Debía tener unos setenta años y sonrió tímidamente cuando Roy y Whitey subieron los diez peldaños.
– Ya está aquí, señor PO-licía -dijo abriendo la estropeada puerta -. ¿Quieren pasar, por favor?
Roy se quitó el gorro al entrar y le molestó que Whitey no se quitara el suyo. Parecía que todo lo que hacía Whitey le molestaba.
– ¿Quieren sentarse? -dijo ella sonriendo y Roy admiró la aseada casa que era antigua, limpia y ordenada como su dueña.
– No, gracias, señora -dijo Whitey -. ¿En qué podemos ayudarla?
– Hay esta gente que vive en la parte de atrás. No sé qué hacer. Espero que ustedes me ayuden. No pagan el alquiler a su debido tiempo. Y ahora ya llevan dos meses atrasados y yo necesito muchísimo este dinero. Sólo tengo la pequeña pensión de la seguridad social para vivir y necesito este alquiler.
– Comprendo su situación, señora, desde luego -dijo Whitey -. Yo tuve un dúplex una vez. Tenía unos inquilinos que no me pagaban el alquiler y me las hicieron pasar moradas. Los míos tenían cinco niños que lo estropeaban todo. ¿Los suyos tienen niños también?
– Sí. Seis. Y me lo estropean todo de mala manera.
– Mal asunto -dijo Whitey sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué puedo hacer, señor? ¿Puede usted ayudarme? I.es he pedido que me paguen.
– Ojalá pudiéramos hacer algo -dijo Whitey-, pero es una cuestión civil y nosotros sólo tratamos cuestiones criminales. Tiene que acudir al ministril del condado para que éste les envíe la orden de abandono de la casa y después tendrá usted que demandarles por permanencia ilegal. Así es como lo llaman y eso lleva tiempo y tendría usted que contratar los servicios de un abogado.
– No tengo dinero para un abogado, señor PO-licía -dijo la mujer tocando con su diminuta mano y en ademán suplicante el brazo de Whitey.
– Lo comprendo, señora -dijo Whitey -, puede estar segura. A propósito, ¿es pan de maíz lo que huelo?
– Sí, señor. ¿Le apetece un poco?
– ¿Cómo no? -dijo Whitey quitándose el gorro y acompañando a la mujer a la cocina-. Soy un muchacho criado en el campo. Crecí en Arkansas alimentándome de pan de maíz.
– ¿Quiere usted un poco? -dijo ella sonriendole a Roy.
– No, gracias -dijo éste.
– ¿Un poco de café? Está recién hecho.
– No, señora; gracias.
– No recuerdo cuando fue la última vez que comí pan de maíz tan bueno -dijo Whitey-. En cuanto termine, voy a hablar con sus inquilinos. ¿Están en la pequeña casita de la parte de atrás?
– Sí, señor. Allí están. Se lo agradeceré mucho y le diré a nuestro concejal que tenemos unas fuerzas de PO-licía estupendas. Ustedes siempre son buenos conmigo cualquiera que sea el motivo por el que Ies llame. ¿Es de la comisaría de la calle Newton, verdad?
– Sí, señora; dígale al concejal que ha quedado satisfecha de los servicios del viejo Whitey de la calle Newton. Hasta puede llamar a la comisaría y decírselo a mi sargento, si quiere.
– Pues claro que lo haré, señor Whitey. ¿Le apetece un poco más de pan de centeno?
– No, gracias -dijo Whitey secándose toda la cara con la servilleta de hilo que la mujer le entregó-. Hablaremos con ellos y apuesto a que le pagarán el alquiler inmediatamente.
– Muchas gracias -dijo la mujer mientras Roy seguía a Whitey iluminando con la linterna el estrecho pasadizo que conducía a la parte posterior del inmueble. La decepción de Roy se había esfumado ante la desesperada situación de aquella mujer y ante la pulcritud de su casita. Ojalá hubiera más iguales que ella en el ghetto.
– Es lástima que la gente se aproveche de una mujer tan buena como ésta -dijo Roy mientras se acercaban a la casa de atrás.
– ¿Y cómo sabes que lo han hecho? -le preguntó Whitey.
– ¿Qué quieres decir? Ya la has oído.
– He escuchado una parte de la riña propietario-inquilino -dijo Whitey -. Ahora tengo que escuchar la otra parte. No puede tomarse una decisión sin haber escuchado primero a ambas partes.
Esta vez Roy se mordió los labios para no hablar. La absurdidad de aquel hombre resultaba increíble. Hasta un niño hubiera podido comprender que la mujer tenía un justo motivo de queja y supo antes de que se abriera la puerta que la casa sería un sucia choza en la que unos miserables niños vivirían tristemente junto con sus padres muertos de cansancio.
Una mujer color café de unos treinta años abrió la puerta al llamar Whitey.
– La señora Carson ya me dijo que iba a llamar a la Po-licía -dijo con una cansada sonrisa -. Entren, oficiales.
Roy siguió a Whitey al interior de la casita que tenía un dormitorio al fondo, una pequeña cocina y un cuarto de estar con seis niños apiñados alrededor de un viejo aparato de televisión con el tubo muy gastado.
– Cariño -llamó ella y entró en la habitación procedente del fondo de la casa un hombre con unos estropeados pantalones kaki y una descolorida camisa azul de manga corta que revelaba unos poderosos brazos y unas manos estropeadas por el duro trabajo.
– No pensaba que llamara a la policía -dijo él dirigiéndoles una sonrisa cohibida a los oficiales mientras Roy se preguntaba cómo era posible mantener una casa tan limpia habiendo tantos niños pequeños.
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