Mientras la furgoneta se dirigía hacia la comisaría ya muy entrada la noche, Gus se sintió más tranquilo de lo que había estado en días anteriores. En cuanto a una confrontación física, quizás jamás le sucediera y, caso de suceder, probablemente se las apañaría bien. Ahora se encontraba mucho mejor. Esperaba que Vidrie estuviera despierta. Tenía tantas cosas que contarle.
– Vas a aprender muchas cosas por aquí, Gus-dijo Kilvinsky-. Un día aquí equivale a diez días en una zona blanca. Aquí es más que nada la intensidad, no tanto el elevado índice de delitos. Serás un veterano al cabo de un año. Son miles de pequeñas cosas. Como el hecho de que no pueda usarse un teléfono público. Los depósitos de monedas de todos los teléfonos públicos de aquí están embutidos de tal manera que no te devuelven las monedas. Entonces, viene un ladrón al cabo de unos días y quita el relleno con un trozo de alambre y se lleva los tres dólares que se han recogido. Y otras cosas. Las bicicletas de los chicos. Todas son robadas o tienen piezas robadas, por consiguiente, no le preguntes a un chico por su bicicleta si no quieres pasarte la noche escribiendo informes sobre bicicletas. Pequeñas cosas, sabes, como la Noche Vieja que aquí se parece a la batalla de Midway. Parece como que toda esta gente tuviera armas. La Noche Vieja te aterrorizará cuando veas cuánta gente lleva armas y te imagines lo que pueda llegar a suceder si esta presión de los Derechos Civiles se convierte en una rebelión armada. Pero el tiempo pasa rápido aquí porque esta gente nos tienen constantemente ocupados y para mí eso es importante. Me falta poco para recibir la pensión y me interesa el tiempo.
– No me arrepiento de estar aquí -dijo Gus.
– Todo sucederá aquí. Cosas importantes. Esta cuestión de los Derechos Civiles y los Musulmanes Negros y todo lo demás no son más que el principio. La autoridad se está poniendo en entredicho y los negros se encuentran en la vanguardia, pero no son más que una pequeña parte de todo ello. El trabajo se te hará imposible en los próximos cinco años o mucho me equivoco.
Kilvinsky esquivó la rueda de un automóvil que se encontraba en medio de una calle residencial pero tropezó con otra que se encontraba al otro lado de la calle y que no vio hasta que estuvo encima. La agotada camioneta azul saltó dolorosamente sobre su eje y el coro de risas fue interrumpido por una explosión de maldiciones.
– ¡Maldita sea! ¡Ten cuidado, Kilvinsky! No estás conduciendo un camión de ganado -dijo Alice.
– Es el gran mito -le dijo Kilvinsky a Gus sin hacer caso de las voces de atrás-, el mito de que lo que vaya a suceder romperá la autoridad civil. Me pregunto si un par de centuriones debieron sentarse como tu y como yo una cálida y seca noche hablando del mito del Cristianismo que les estaba derrrotando. Estarían asustados me figuro pero el nuevo mito estaba cargado de "nos", por consiguiente era una clase de autoridad que sustituía a otra. La civilización no estaba en peligro. Pero hoy en día los "nos" se están muriendo o están siendo asesinados en nombre de la libertad y nosotros los policías no podemos salvarlos. Cuando las gentes se acostumbren a la muerte de un "no", los otros "nos" morirán con mucha mayor facilidad. En general, mueren primero todas las leyes contra el vicio porque la gente se siente arrastrada por el vicio. Entonces las fechorías y algunos delitos corrientes ya no pueden castigarse convenientemente y llega el momento en que prevalece la libertad. Más tarde, las gentes liberadas, no tienen más remedio que organizar un ejército por su cuenta con el fin de restablecer el orden porque comprenden que la libertad es aterradora y desagradable y que sólo puede permitirse a pequeñas dosis -Kilvinsky se echó a reír con afectación, con una risa que terminó al meterse en la boca la estropeada boquilla y dedicarse a masticarla tranquilamente durante varios segundos-. Ya te advertí que los viejos policías éramos un tostón muy grande, ¿verdad, Gus?
– ¿Te parece que nos acerquemos a un teléfono que funcione como es debido? Tengo que hacer una llamada al despacho por una cosa -dijo Whitey Duncan y Roy suspiró girando con el coche-radio por Adams hacia Hooper, donde tenía idea que había una caja telefónica.
– Ve a la Veintitrés Hooper -le dijo Duncan-. Es una de las pocas cajas telefónicas que funciona en esta cochina zona. Nada funciona. La gente no funciona, las cabinas telefónicas no funcionan, no funciona nada.
"Y algunos policías tampoco funcionan", pensó Roy y se preguntó cómo era posible que le hubieran emparejado con Duncan seis noches seguidas. De acuerdo, agosto es una época en que el programa de coches queda reducido como consecuencia de las vacaciones pero Roy pensó que se trataba de una excusa endeble y que se trataba de un error imperdonable emparejar a un oficial novato con un compañero como Duncan. Tras su segunda noche con Whitey, le había sugerido sutilmente al sargento Coffin que le gustaría trabajar con un oficial más joven y agresivo pero Coffin le interrumpió bruscamente como si un oficial nuevo no tuviera derecho a solicitar un determinado coche o compañero. Roy pensó que se le había castigado por hablar emparejándole cinco días con Duncan.
– Vuelvo en seguida, muchacho -dijo Whitey dejando el gorro en el coche mientras se dirigía hacia el teléfono; sacó la llave del llavero que colgaba de su Sam Browne y abrió la caja que se encontraba pegada a un poste fuera del alcance de la vista de Roy. Roy sólo podía ver un poco de cabello blanco, un redondo estómago azul y un reluciente zapato negro asomando de la línea vertical del poste.
A Roy le habían dicho que Whitey había sido policía de a pie en la División Central durante casi veinte años y que no podía acostumbrarse a trabajar en un coche-radio. Probablemente por eso insistía en llamar a la comisaría a cada dos por tres para hablar con su amigo Sam Tucker, el oficial del despacho.
Al cabo de poco rato, Whitey regresó de nuevo al coche y se acomodó en el mismo encendiendo el tercer puro de la noche.
– Desde luego parece que te gusta utilizar esta caja telefónica -le dijo Roy con una sonrisa forzada procurando disimular el enfado que le causaba trabajar con un compañero aburrido e inútil como Whitey siendo él un novato deseoso de aprender.
– Tenía que llamar. Que en el despacho sepan donde estamos.
– La radio se lo puede decir, Whitey. Hoy en día, los policías llevan radio en el coche.
– Yo no estoy acostumbrado a eso -dijo Whitey-: Me gusta llamar por teléfono. Además, me gusta hablar con mi antiguo compañero Sam Tucker. Es un buen hombre el viejo Sammy.
– ¿Y cómo le las arreglas para hablar siempre desde el mismo teléfono?
– La costumbre, muchacho. Cuando tengas la edad del viejo Whitey, empezarás a hacer todas las cosas igual.
Era cierto, pensó Roy. A no ser que se produjera una llamada urgente, comían exactamente a las diez en punto todas las noches en uno de los tres restaurantes de tres al cuarto que le servían a Whitey comida gratis. Después pasaban quince minutos en la comisaría porque Whitey tenía ue mover los intestinos. Después, vuelta otra vez a la guaría que se interrumpía con dos o tres paradas en determinadas licorerías que regalaban cigarrillos y, desde luego, los mensajes repetidos a Saín Tucker desde la caja telefónica de la Veintitrés y Ilooper.
– ¿Qué te parece si nos damos una vuelta por el mercado de frutas y verduras? -dijo Whitey -. Creo que no te he llevado por allí todavía, ¿verdad?
– Lo que tú digas -dijo Roy suspirando.
Whitey dirigió a Roy a través de unas bulliciosas y estrechas calles bloqueadas por una gran cantidad de camiones y de obreros del mercado que entraban en aquel momento a trabajar.
Читать дальше