Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– ¿Estás dispuesto a trabajar con la furgoneta?

– ¿Con qué?

– Le he preguntado al sargento si podíamos sacar la furgoneta esta noche para hacer una redada de prostitutas y me ha dicho que si el ambiente estaba calmado, de acuerdo, y hace media hora que no escucho ninguna llamada de radio en la División de Universidad, por consiguiente, vayamos a por la furgoneta. Creo que te resultará instructivo.

– No parece que haya muchas prostitutas por aquí -dijo Gus-. Había aquellas dos en Vernon y Broadway y la que me has señalado en la Cincuenta y Ocho, pero…

– Espera a ver la Avenida Oeste.

Al llegar a la comisaría, Kilvinsky le indicó una furgoneta azul estacionada en el aparcamiento de la comisaría a uno de cuyos lados podía leerse en letras blancas "Departamento de Policía de Los Ángeles". La parte de atrás no tenía ventanilla y había dos bancos adosados a ambos lados de la furgoneta. Una pesada plancha de acero separaba a los pasajeros de la parte delantera del vehículo.

– Vamos a decirle al jefe que salimos con la furgoneta -dijo Kilvinsky y al cabo de unos quince minutos de demora en el transcurso de los cuales Kilvinsky se dedicó a bromear con Candy, la policía del escritorio, se acomodaron en la furgoneta que bajó rugiendo por el Boulevard Jcffcrson como un rinoceronte azul. Gus pensó que iba a molestarle mucho ir sentado en el banco de madera de la parte de atrás.

Kilvinsky giró al Norte hacia la avenida Oeste y no habían pasado todavía dos manzanas cuando Gus se sorprendió a sí mismo contando a las vagabundas y ondulantes mujeres llamativamente vestidas que paseaban por las aceras siguiendo el tráfico de tal manera que los coches pudieran aproximarse al bordillo. Los bares y restaurantes de la Oeste y de las cercanías estaban atestados de gente y había una formidable flota de Cadillacs descapotables en el aparcamiento de la "Casbah del Punto Azul de McAfee".

– La alcahuetería es muy rentable-dijo Kilvinsky señalándole los Cadillacs -. Hay demasiado dinero en el negocio de mujeres. Sospecho que por eso no está legalizado en muchos países. Demasiados beneficios y sin control alguno. Los alcahuetes llegarían muy pronto a dominar la economía.

– ¡Dios mío, pues aquí parece legal! -dijo Gus observando las pintorescas figuras de ambos lados de la Oeste asomadas a las ventanillas de coches aparcados, de pie en grupos o bien sentadas en las vallas bajas de delante de las residencias. Gus observó que las prostitutas miraban preocupadas la furgoneta azul mientras ésta se dirigía rugiendo hacia el Boulevard Adams.

– Creo que es mejor pasar por la Oeste una vez para que vean que la furgoneta ha salido. Si se quedan en la calle las recogeremos. Por aquí anda en juego un montón de dinero, ¿eh?

– Ya lo creo -dijo Gus observando a una prostituta increíblemente rolliza, de pie en una esquina de la Veintisiete. Le asombró comprobar lo bonitas que eran algunas de ellas y vio que todas llevaban bolso.

– Llevan bolso -dijo Gus.

– Sí -dijo Kilvinsky sonriendo -. Simplemente de adorno. Altos y afilados tacones, bolso, faldas cortas o bien pantalones ajustados. Es el uniforme del día. Pero no te preocupes, no llevan nada en el bolso. Todas las mujeres de esta zona llevan el dinero en el sujetador.

Al llegar al Boulevard Washington, Kilvinsky dio la vuelta.

– Había veintiocho prostitutas en la avenida -dijo Gus-. ¡Y creo que me olvidé de contar unas cuantas al principio!

– La gente de aquí tendría que terminar con esto -dijo Kilvinsky encendiendo un cigarrillo e introduciéndolo en una boquilla de plástico-. Los jueces las retienen algún tiempo y después les permiten salir. Conozco a una prostituta con setenta y tres detenciones. El tiempo más prolongado de encierro que ha cumplido han sido seis meses en dos ocasiones distintas. Por otra parte, esta furgoneta de prostitutas es completamente ilegal.

– ¿Qué hacemos con ellas? ¿Dónde las llevamos? Me lo estaba preguntado.

– A dar un paseo, nada más. Las recogemos y les damos una vuelta durante cosa de una hora y las llevamos a la comisaría y comprobamos si disponen de permiso de salida y después las soltamos. Cualquier día de estos nos impedirán hacerlo pero, de momento, da resultado. A las chicas les molesta que las recoja la furgoneta. Vamos a coger a estas dos.

Gus al principio no vio a ninguna pero después observó un movimiento en la sombra junto a la cabina telefónica de la esquina de la calle Veintiuno y a dos muchachas con trajes azules que se dirigían hacia el Oeste por la Veintiuna. Hicieron caso omiso del "Buenas noches, señoras" de Kilvinsky hasta que ambos policías se apearon del vehículo y mantuvieron abierta la portezuela posterior de la furgoneta.

– Mierda, Kilvinsky, siempre me coges a mí -dijo la más joven de las dos, una muchacha amarilla con peluca rojiza que a Cus le pareció que quizá era más joven aún que él.

– ¿Quién es el nene? -preguntó la otra señalando a Gus y pareciendo resignarse a subir a la parte posterior del vehículo.

Se arremangó el ajustado traje de raso azul hasta las caderas para poder subir.

– Échame una mano, nene -le dijo a Gus pero sin extender la mano-. Agárrame por el trasero y empuja.

Kilvinsky masticó la boquilla y observó a Gus con aire divertido y Gus contempló las firmes posaderas sin bragas de la mujer que parecían un oscuro melón con una raja cortada. La tomó por la cintura y la levantó mientras ella gritaba y se reía y Kilvinsky reía entre dientes al tiempo que cerraba la doble portezuela y ambos subían a la parte delantera.

La próxima mujer la recogieron en Adams, pero ya no había muchas porque todas sabían que la camioneta había salido; no obstante recogieron a otras tres en la Veintisiete, una de las cuales maldijo a Kilvinsky porque la noche anterior había habido otro que también la había recogido y ahora le tocaba otra vez, dijo.

Una vez en la furgoneta, las prostitutas empezaron a charlar y reír alegremente. A Gus le pareció que algunas de ellas se alegraban de haber sido rescatadas de las calles y Kilvinsky le aseguró que era cierto cuando Gus se lo preguntó porque su trabajo era muy peligroso y difícil, con tantos ladrones y sádicos como andaban sueltos siguiendo a las prostitutas. Los rufianes no las protegían gran cosa, exceptuando la protección que les dispensaban contra otros rufianes que trataban constantemente de aumentar sus cuadras.

El policía alto que había estado hablando con Lafitte en el cuarto de los armarios estaba de pie con su compañero en la Veintiocho al lado de la portezuela abierta de su coche-radio hablando con dos prostitutas. El alto les señaló el bordillo.

– Tengo dos para ti, Andy -dijo el policía alto.

– Sí, tendrían que hacerte sargento por eso, demonio de ojos azules -dijo una mujer de piel parda que lucía un peinado natural y un severo traje negro de falda corta.

– No le gustas, Bethel -le dijo Kilvinsky al policía alto.

– No sabe cómo se habla a una mujer -dijo la chica -. A nadie le gusta este cochino demonio.

– Yo no veo a ninguna mujer -dijo Bethel-, no son más que dos prostitutas.

– La prostituta es tu mujer, bastardo -le gritó la chica doblando la cintura e inclinándose hacia adelante -. Ella se acuesta a cambio de cacahuetes. Yo gano doscientos dólares al día por acostarme con vosotros, miserables cerdos irlandeses. Tu mujer es la verdadera prostituta.

– Entra en la furgoneta, perra -dijo Bethel, empujando a la mujer por la acera; Gus la sostuvo para evitar que cayera.

– Ya os arreglaremos las cuentas algún día, blancos -dijo la chica sollozando-. ¡Demonio! Nunca siento nada con vosotros, demonios de ojos azules, ¿te enteras? ¡No siento nada. Vosotros, cochinos irlandeses, nunca me hacéis sentir nada con vuestras miserables agujas. No vas a conseguir nada empujándome, ¿lo oyes?

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