Joseph Wambaugh - Los nuevos centuriones

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En Los nuevos centuriones Joseph Wambaugh nos presenta los cinco años de complejo aprendizaje de tres policías de Los Ángeles durante la década de los sesenta. En este tiempo, investigan robos y persiguen a prostitutas, sofocan guerras entre bandas y apaciguan riñas familiares. Pero también descubren que, a pesar de coincidir en una base autoritaria, sus puntos de vista divergen en la necesidad de cada uno de rozar el mal y el desorden. Con un ritmo vertiginoso, en esta historia de casos urgentes y frustraciones cada semana implica nuevos peligros y nuevas rutinas, largas horas de trabajo de oficina o la violenta y repentina erupción de disturbios raciales. Tanto en el vehículo de patrulla nocturna, como en el escuadrón de suplentes, cada hombre tiene que aprender -y pronto- la esencia de las calles y la esencia de las gentes. Para escribir Los nuevos centuriones, su primera novela, Wambaugh partió de sus propias experiencias como policía de Los Ángeles. Algunos de sus antiguos compañeros se sintieron incómodos con la imagen inquietante de agentes de moral ambigua que reflejaba, pero eso no impidió que el debut literario de Wambaugh causara sensación entre la crítica y se convirtiera en un éxito de ventas. "Me lo zampé de un tirón. Es un tratado implacable del trabajo policial visto como un periplo inquietante y de moral ambigua." – JAMES ELLROY

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– Llevamos dos meses de atraso en el pago del alquiler -dijo -. Jamás nos habíamos atrasado exceptuando una vez hace tres años. Esta señora es muy exigente.

– Ella dice que llevan ustedes más de dos meses de atraso -dijo Roy.

– Mire -dijo el hombre dirigiéndose hacia el armario de la cocina y regresando con varias hojas de papel. Aquí está el recibo del mes pasado y el del anterior, hasta el mes de enero cuando nos trasladamos aquí desde Arkansas.

– ¿Son de Arkansas? -dijo Whitey-. ¿De qué parte? Yo también soy de Arkansas.

– Espera un momento, Whitey -dijo Roy volviéndose hacia el hombre -. ¿Por qué dice la señora Carson que están ustedes atrasados en el pago del alquiler? Dice que nunca le pagan a tiempo y que ya les ha dicho que necesita el dinero y, además, dice que sus niños le estropean la casa. ¿Por qué dice eso?

– Oficial -dijo el hombre-, la señora Carson es muy exigente. Es propietaria de casi toda esta acera de Avalon desde la calle Cuarenta y Nueve hasta la esquina.

– ¿Le han estropeado sus hijos la casa? -preguntó Roy más débilmente.

– Mire mi casa, oficial -dijo la esposa -. ¿Parece que somos de la clase de personas que permiten que los niños estropeen una casa? Una vez, James le rompió la ventana del sótano con una piedra pero ella nos lo añadió al precio del alquiler y nosotros pagamos.

– ¿Les gusta California? -preguntó Whitey.

– Nos gusta mucho -dijo el hombre sonriendo-. En cuanto ahorremos un poco tenemos intención de comprar una pequeña casa y alejarnos de la señora Carson.

– Bien, tenemos que marcharnos -dijo Whitey -. Siento que tenga tantas dificultades con la propietaria. Les deseo buena suerte en California y, escuchen, si alguna vez hacen alguna comida típica de Arkansas y les sobra un poco, llámenme a la comisaría de la calle Newton, ¿lo harán?

– No faltaba más -dijo la mujer -. ¿Por quién hay que preguntar?

– Diga simplemente por el viejo Whitey. Y también pueden decirle al sargento que Whitey les hizo un buen servicio. De vez en cuando necesitamos que nos den alguna que otra palmada en la espalda.

– Gracias, oficial -dijo el hombre -. Es un consuelo encontrar policías tan amables por aquí.

– Adiós, chicos -les gritó a las seis radiantes caras pardas que ahora estaban contemplando con admiración a los policías. Todos les saludaron con la mano mientras Roy seguía a la gruesa y satisfecha figura azul por el estrecho pasadizo en dirección al coche.

Mientras Whitey encendía un cigarrillo, Roy le preguntó:

– ¿Cómo supiste que la señora mentía? Probablemente habrías recibido llamadas suyas en otras ocasiones, ¿verdad?

– Nunca -dijo Whitey-. Malditos puros. No sé si los puros de buena calidad tiran mejor que los baratos.

– Bueno, ¿pues cómo lo supiste entonces? Debes haber imaginado que estaba mintiendo.

– Yo no he dicho que mintiera. Ni lo digo ahora. Siempre hay dos caras de la moneda. La experiencia ya te lo enseñará. Tienes que escuchar al primer individuo como si te estuviera leyendo el Evangelio y después hacer lo mismo con el segundo. Tienes que tener paciencia, usar sentido común, así es cómo resulta fácil este trabajo.

"Ocuparse de una riña de alquileres no le hace a uno policía -pensó Roy -. El trabajo de la policía es algo más."

– ¿Estás dispuesto ahora a enseñarme cómo se atrapa a un ladrón? -le preguntó Roy consciente del tono satírico de su voz.

– De acuerdo, pero primero tengo que estar seguro de que sabes arreglártelas en una riña de propietario-inquilino. Primera cosa que ya has aprendido: no tomes partido. Segunda cuestión: una riña de propietario-inquilino o cualquier otra cosa podría incluir a un chiflado o algún tramposo que tuviera algo que no deseara que tú vieras, o a alguien que estuviera dispuesto a partirle la cara al primero que entrara por la puerta.

– ¿Entonces?

– Entonces hay que tener cuidado. Entra en todos los sitios como un policía, no como un agente de seguros. Guárdate la linterna en el bolsillo y no te quites el gorro. Si empiezas a meterte por estos sitios con la linterna en una mano y el gorro en la otra, es posible que te veas en la necesidad de disponer rápidamente de otra alguna noche y resultarías un cadáver muy fino con el sombrero en la mano.

– No creo que la señora fuera muy peligrosa.

– Yo una vez me encontré con una señora mayor que me clavó unas tijeras en la mano -dijo Whitey-. Haz lo que quieras, yo me limito a darte unos consejos. Oye, muchacho, déjame que llame. Llévame a mi caja telefónica, ¿quieres?

Roy observó enojado a Whitey junto a la caja telefónica. "Pequeño bastardo que se las da de protector", pensó. Roy comprendía que tenía mucho que aprender pero deseaba aprenderlo de un auténtico policía, no de un gordo y viejo charlatán que era una caricatura de un oficial de policía. Él incesante rumor de la radio de la policía disminuyó por unos momentos y Roy escuchó un sordo ruido de cristal.

Entonces el descubrimiento le dejó asombrado y sonrió. ¡Qué estúpido no haberlo adivinado antes! No pudo evitar sonreír cuando Whitey regresó al coche.

– Vamos a trabajar, chico -dijo Whitey al acomodarse.

– Desde luego, compañero -dijo Roy -. Pero primero, voy a llamar. Quiero dejar un recado en el despacho.

– ¡Espera un momento!-dijo Whitey-. Vayamos a la comisaría. Lo podrás dejar personalmente.

– No, si no es más que un momento, puedo usar esta caja -dijo Roy.

– ¡No! ¡Espera un momento! La caja está estropeada. Justo antes de colgar yo, ha empezado a zumbar. Casi me perfora el tímpano. ¡No funciona bien!

– Bueno, pero lo probaré -dijo Roy e hizo ademán de ir a apearse.

– ¡Espera, por favor! -dijo Whitey agarrando a Roy por el codo-. Vayamos allá inmediatamente. No me encuentro nada bien. Llévame a la comisaría ahora mismo y entonces podrás dejarle el recado a Sam.

– Pero, ¿cómo, Whitey? -dijo Roy sonriendo triunfalmente y, teniendo el rostro sudoroso de Whitey tan cerca, el olor a whisky resultaba abrumador -, siempre te tomas quince minutos para eso después de cenar. Me dijiste que los intestinos empezaban a hacerte ruido inmediatamente después de cenar. ¿Qué te pasa?

– Es la edad -dijo Whitey mirando tristemente al suelo mientras Roy ponía en marcha el motor y enfilaba la calzada -; cuando se tiene mi edad, no puede uno fiarse de nada, ni siquiera de los intestinos, mejor dicho, de los intestinos menos que de nada.

AGOSTO DE 1961

7 ¡Guerra!

Les dijeron los investigadores de la Patrulla de Bandas que la guerra había empezado en realidad seis semanas antes, cuando los Jóvenes Halcones habían atacado a un miembro de diecisiete años de los Gavilanes llamado Félix Orozco que había cometido el tremendo error final de quedarse sin gasolina en territorio de los Halcones en su Chevrolet de 1948 a rayas, que los Halcones sabían que pertenecía a un Gavilán. Félix había sido golpeado hasta morir con su propio hierro de neumáticos que él había utilizado para romperle la muñeca al primer Halcón que se le acercó con un afilado destornillador. La amiga de Félix Orozco, Connie Madrid, de trece años, no fue asesinada por los Halcones pero le quedó la cara desgarrada como consecuencia de un golpe que le asestaron con la antena del coche que había arrancado El Pablo, de los Jóvenes Halcones, quien, según creían los investigadores, era el responsable de haber golpeado a Félix Orozco con la flexible barra de acero mientras éste yacía, probablemente ya muerto como consecuencia de las innumerables patadas recibidas en la cabeza y la cara.

Connie había sido un testigo poco dispuesto a colaborar y ahora, tras dos aplazamientos de vistas en el tribunal de menores, el equipo de homicidios creía que ella negaría ante el tribunal haber visto nada.

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