Desde la muerte de Félix se habían producido siete casos de represalia de bandas entre los Gavilanes y los Jóvenes Halcones pero, en una ocasión, un componente de los Vagabundos llamado Ramón García fue confundido con un Joven Halcón y los Vagabundos se declararon enemigos de Los Gavilanes. Después, los Rojos, que no apreciaban a los Jóvenes Halcones pero que odiaban a los Vagabundos, vieron en ello la oportunidad de unirse de una vez por todas con un aliado poderoso y destruir así a los odiados Vagabundos. La División de Hollenbeck se encontró sumergida en una guerra que producía por lo menos un incidente entre bandas cada noche, cosa que a Serge le hacía desear cada vez más trasladarse a la División de Hollywood.
Ya se había acostumbrado a Hollenbeck. Era una división pequeña y, al cabo de un año, ya estaba empezando a conocer a la gente. Resultaba útil conocer a los habituales y cuando se veía a alguien como Marcial Tapia -que era ladrón desde hacía veinte años -, cuando se le veía conduciendo una camioneta de reparto en la zona de los Llanos (siendo así que toda su vida había vivido en Lincoln Heights) y siendo los Llanos una zona de edificios comerciales, fábricas y tiendas que estaban cerradas los fines de semana, y era un domingo por la tarde, a las cinco, y todas las tiendas estaban cerradas, bien, entonces era mejor detener a Marcial Tapia y controlar el cargamento de la camioneta cubierta con tres toneles de hojarasca y desperdicios. Serge había hecho esto tres semanas antes y había encontrado tres aparatos portátiles de televisión por estrenar, una máquina calculadora y dos máquinas de escribir debajo de un montón de cascotes. Había sido felicitado por la detención de Tapia, siendo ésta la segunda felicitación que recibía desde que había empezado a trabajar como policía. Había redactado un magnífico informe de la detención detallando la causa probable de detención y registro, señalando que Tapia había cometido una infracción de tráfico que le había inducido a él a detener el vehículo habiendo entonces observado una antena que sobresalía del montón de desperdicios. Decía también que Tapia había aparecido insólitamente nervioso y evasivo al preguntarle él acerca de la comprometedora antena y que, siendo él un hombre razonable y prudente con un año de experiencia como oficial de policía, creyó que había algo oculto en la camioneta y así lo declaró ante el tribunal, lo cual era mentira. Había detenido a Tapia porque le reconoció y estaba al corriente de sus antecedentes y sospechó qué debía estar haciendo en la zona comercial de los Llanos un domingo por la tarde.
Le enfurecía tener que mentir, por lo menos al principio, pero pronto le resultó fácil al comprender que, si se atenía estrictamente a la verdad, perdería probablemente más de la mitad de las detenciones que implicaran motivo probable de detención y registro porque los tribunales no se mostraban razonables y prudentes en sus explicaciones de lo que era razonable y prudente. Por lo que Serge había decidido varios meses antes que jamás perdería otro caso que dependiera de una palabra, insinuación o interpretación de una acción por parte de un idealista vestido de negro que jamás hubiera realizado trabajo de policía. No es que quisiera proteger a las víctimas, sino que creía que si no se disfrutaba quitando a un sinvergüenza de la calle, aunque sólo fuera por poco tiempo, ello significaba que uno había elegido mal el oficio.
– ¿Por qué tan callado? -preguntó Milton apoyando el codo en el respaldo del asiento y chupando su apestoso puro con aire muy satisfecho tras haberse terminado un plato enorme de chile verde, arroz y fríjoles en un restaurante mexicano en el que Milton comía desde hacía dieciocho años. Podía comerse unos chiles tan picantes como los propios mexicanos tras llevar trabajando tanto tiempo en Hollenbeck y Raúl Muñoz, el propietario, retó a Milton sirviéndoles un chile especial "no para gustos gringos", Milton se había comido el chile con expresión tolerante diciendo que estaba sabroso pero no lo suficiente picante. Serge sin embargo se había visto obligado a beber tres sodas de fresa durante la comida y se había llenado el vaso de agua dos veces. Ello no había bastado para extinguir el fuego y, al final, tuvo que pedir un gran vaso de leche. Su estómago estaba recuperando a normalidad.
– Qué demonio. ¿Nunca habías comido antes auténtica comida mexicana? -preguntó Milton mientras Serge conducía lentamente a través de la oscura noche de verano, disfrutando de la fresca brisa que hacía soportable la camisa de uniforme de lana azul y manga larga.
– Jamás había comido este tipo de chile verde -dijo Serge -; ¿crees que es oportuno encender un cigarrillo?
– Creo que si alguna vez volviera a casarme, me casaría con una mexicana que supiera hacer esta clase de chile verde que pica tanto -dijo Milton suspirando y echando el humo de cigarrillo fuera de la ventanilla.
Serge era el compañero de Milton durante este mes y, hasta ahora, le resultaba soportable aquel viejo policía obeso y tumultuoso. Creía que él le gustaba a Milton a pesar de que éste siempre le llamaba "maldito novato" y a veces le trataba como si sólo llevara quince días en el Departamento en lugar de quince meses. Pero una vez escuchó a Milton llamar maldito novato a Simón y Simón llevaba ocho años en el Departamento.
– Cuatro-A-Once -dijo la locutora de Comunicaciones -, en dieciocho-trece de Brooklyn, vean a la mujer, informe A.D.W.
Serge esperó a que Milton confirmara la recepción de la llamada, tal como le correspondía siendo el oficial pasajero, pero el viejo glotón estaba demasiado cómodo, con una gruesa pierna cruzada sobre la otra, una mano sobre el vientre y una mirada suplicante dirigida a Serge.
– Cuatro-A-Once, entendido -dijo Serge y Milton le dio las gracias con una inclinación de cabeza por haberle permitido no moverse.
– Creo que te pediré un perro policía -dijo Serge viendo en su reloj que eran las nueve cuarenta y cinco. Sólo faltaban tres horas para terminar. Había sido una noche rápida aunque sin demasiados acontecimientos para ser una noche de sábado.
– Por lo menos me buscarás el número -le dijo Serge a Milton que había cerrado los ojos y reclinado la cabeza contra la portezuela.
– De acuerdo, Sergio, muchacho, no me regañes -dijo Milton, pronunciando su nombre a la española con una suave g gutural entre dos sílabas, tal como debía ser.
Milton iluminó las fachadas de las casas con el reflector tratando de leer el número. A Serge no le gustaba que le llamaran Sergio, lo pronunciaran como lo pronunciaran. Era el nombre de su infancia y su infancia ocupaba un lugar tan lejano de su pasado que apenas podía recordarla. No había visto a su hermano Ángel ni a su hermana Aurora desde la comida del cumpleaños de Aurora en casa de Ángel cuando había traído regalos para Aurora y todos sus sobrinos y sobrinas. Aurora y Yolanda, la esposa de Angel, le habían reprendido por no visitarles con más frecuencia. Pero desde que había muerto su madre no tenía demasiados motivos para volver a Chino y comprendía que cuando el recuerdo de su madre empezara a esfumarse, no les haría probablemente más que un par de visitas al año. Pero hasta ahora, los recuerdos seguían siendo muy vivos, cosa que era muy difícil de entender porque jamás había pensado en ella con tanta frecuencia cuando vivía. En realidad, cuando la dejó a los dieciocho años para incorporarse al Cuerpo de Marina, decidió no volver de nuevo a casa y abandonar aquel triste vecindario para trasladarse quizás a Los Ángeles. Por aquel entonces no había considerado la posibilidad de convertirse en policía. Después pensó en cómo llamaba ella a sus hijos mi hijo, diciéndolo de una manera que sonaba mucho más íntima que su equivalente en inglés.
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