Había montones de otras chicas, camareras y oficinistas, algunas vulgares, pero estaba Esther, que era la chica más bonita que jamás había conocido. Esther que había llamado a la policía para quejarse de los mirones que la molestaban constantemente; sin embargo, su apartamento se encontraba situado en la planta baja y ella se vestía con las cortinas descorridas porque "le encantaba la brisa fresca". Pareció sorprenderse seriamente cuando Serge le aconsejó que por la noche corriera las cortinas o bien se trasladara a un apartamento alto. Todo había empezado con mucho apasionamiento por parte de ambos, pero ella era extraordinaria, con sus labios húmedos y cara y manos. Sus ojos también estaban húmedos y su torso en buena parte también, especialmente su exuberante busto. Una fina capa de sudor en modo alguno desagradable la cubría en el transcurso del acto amoroso de tal manera que dormir con Esther era como un baño de vapor, sólo que no resultaba tan terapéutico porque aunque una noche entera con Esther le dejaba agotado, no se sentía limpio por dentro tal como le sucedía cuando abandonaba las salas de vapor de la academia de la policía. Tal vez fuera porque Esther no le abría los poros. Su calor no era purgador.
Su estilo de amar había empezado de una manera extraña y después algunas de sus grotescas improvisaciones empezaron a molestarle levemente. Un impúdico sábado se emborrachó en el apartamento de ella y ella también se emborrachó a pesar de que sólo había bebido la cuarta parte de lo que él se bebió. Hizo frecuentes viajes al dormitorio y él no le preguntó la razón. Después, aquella misma noche, cuando se estaba disponiendo a tomarla y ella parecía estar dispuesta, se dirigieron tambaleándose hacia la cama y de repente las cosas que 1c estaba murmurando a través de la niebla de la borrachera empezaron a resultarle coherentes. No era la sarta habitual de obscenidades y escuchó perplejo lo que le estaba sugiriendo. Después no fue pasión sino frenesí lo que vio en sus húmedos ojos; la vio acercarse medio desnuda al armario y extraer varios pertrechos, algunos de los cuales los entendió y otros no. Le dijo que la pareja de la casa de al lado, Phil y Nora, que a él le había parecido una pareja simpática, estaba preparada a pasar una "noche fabulosamente excitante". Cuando él quisiera, vendrían y empezaría todo.
AI abandonar el apartamento de Esther momentos más tarde, ésta empezó a gritarle una sarta de grotescos insultos que le hicieron estremecerse de náusea.
Algunas noches más tarde, su compañero Harry Edmonds le preguntó por qué estaba tan abatido y a pesar de que él le contestó que todo iba bien, comprendió que se sentía desgraciado porque en Hollywood la vida era superficial y complicada. La más simple llamada de rutina resultaba imposible allí. Los informes de robos se convertían con frecuencia en sesiones terapéuticas con neuróticos desgraciados que tenían que ser sometidos a duras sesiones de psicoanálisis para poder determinar el auténtico valor de un reloj de pulsera o de un abrigo de pieles robado por un ladrón de Hollywood, que la mayoría de las veces resultaba ser tan neurótico como su víctima.
A las nueve y diez de aquella noche, Serge y Edmonds recibieron una llamada indicándoles que acudieran a un apartamento de Wilcox, no lejos de la comisaría de Hollywood.
– Es una casa bastante divertida -dijo Edmonds, un joven policía con las patillas demasiado largas y unos bigotes que a Serge le parecían ridículos en él.
– ¿Has recibido llamadas de aquí otras veces? -preguntó Serge.
– Sí, la encargada es una mujer. Una lesbiana creo. Por lo que se ve, sólo alquila los apartamentos a mujeres. Siempre hay peleas aquí. Generalmente, entre la encargada y algún amigo de alguna inquilina. Si las chicas quieren dar fiestas de mujeres, jamás se opone.
Serge, con el cuaderno de notas de veinte por veintiocho centímetros, llamó a la puerta de la administración con la linterna.
– ¿Ha avisado usted? -le preguntó a una mujer delgada vestida con jersey que sostenía una toalla manchada de sangre en una mano y un cigarrillo en la otra.
– Entre -dijo ella -. La chica con la que quiere hablar está aquí dentro.
Serge y Edmonds siguieron a la mujer a través de un cuarto de estar de vistosos colores verde oro y azul hasta la cocina. Serge pensó que el jersey negro y los ajustados pantalones le sentaban muy bien. Aunque llevaba el cabello corto, lo lucía con mechas plateadas y muy bien peinado. Supuso que debía tener unos treinta y cinco años y se preguntó si sería verdad lo que Edmonds le había dicho de que era lesbiana, Pero nada de Hollywood podía ya sorprenderle, pensó.
La temblorosa morena se encontraba junto a la mesa de la cocina sosteniéndose otra toalla, llena de hielo, contra la mejilla izquierda. Tenía el ojo derecho hinchado y cerrado y el labio inferior se le estaba volviendo azul si bien no presentaba un corte muy grave. Serge supuso que la sangre debía proceder de la nariz aunque ésta no sangraba ahora y no parecía que estuviera rota. No debía ser una nariz muy bonita en condiciones normales, pensó, y le miró las piernas cruzadas que estaban bien formadas pero ambas rodillas aparecían arañadas. Una media rota le colgaba de la pierna izquierda y le había caído sobre el zapato pero ella estaba demasiado triste para preocuparse por ello.
– Se lo ha hecho su amigo -dijo la encargada que les señaló dos sillas de hierro con tapizado de cuero que rodeaban una mesa ovalada.
Serge abrió el cuaderno de notas pasando los informes de hurtos y robos y arrancó un impreso de informe de delitos.
– ¿Riña de amantes? -preguntó.
La morena tragó saliva y se secó los ojos llenos de lágrimas con la toalla manchada de sangre.
Serge encendió un cigarrillo, se reclinó en la silla y esperó a que ella se serenara comprendiendo vagamente que era posible que no fuera un melodrama completo dado que las lesiones eran reales y probablemente bastante dolorosas.
– ¿Cómo se llama? -le preguntó finalmente al advertir que ya eran las diez y su restaurante favorito prefería que comieran antes de las diez y media cuando los clientes de pago ocupaban casi todo el espacio del mostrador.
– Lola St. John -dijo ella sollozando.
– Es la segunda vez que este bastardo te pega, ¿verdad, cariño? -le preguntó la encargada -. Dale a los oficiales el mismo nombre que usabas cuando te hicieron el último informe.
– Rachel Sebastian -dijo ella frotándose suavemente el labio magullado y examinando la toalla.
Serge borró el Lola St. John y escribió el otro nombre encima.
– ¿Le denunció la última vez que la golpeó?
– Le hice arrestar.
– ¿Y después retiró las acusaciones y se negó a encausarle?
– Le quiero -dijo ella rozándose el labio con la rosada punta de la lengua.
Una joya exquisita se formó en el ángulo de cada ojo mezclándose con el maquillaje.
– Antes de que nos metamos en líos, ¿va usted a demandarle esta vez?
– Esta vez ya estoy harta. Lo haré. Lo juro por todo lo que es santo.
Serge le echó una mirada a Edmonds y empezó a rellenar las casillas del impreso de delitos.
– ¿Cuántos años tiene usted?
– Veintiocho.
Ya era la tercera mentira. ¿O la cuarta quizás? Cuando terminara el informe, contaría las mentiras.
– ¿Profesión?
– Actriz.
– ¿Qué otra cosa hace usted? Entre actuación y actuación, quiero decir.
– A veces hago de encargada de noche y recepcionista en el restaurante Fredcrick's, de Culver City.
Serge lo conocía. Escribió "frecuentadora de coches" en el espacio dedicado a la ocupación de la víctima.
La encargada se levantó y cruzó la cocina dirigiéndose a la nevera. Llenó una toalla limpia con cubitos de hielo y se acercó a la maltrecha mujer.
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