¿Pero qué sucedería si la vida de alguien, quizás la vida de Kilvinsky, dependiera de su conquista del miedo que jamás había conseguido realizar? Aquellos cuatro años de matrimonio trabajando en un banco, no le habían preparado para enfrentarse con todo aquello. ¿Y por qué no había tenido el valor de hablar con Vickie de cosas así? Después pensó en las veces que había permanecido tendido a su lado en la oscuridad, especialmente después de hacerse el amor, y había pensado en aquellas cosas y había rezado para tener el valor de hablarle a Vickie, pero no lo había hecho y nadie sabía que él sabía que era un cobarde. ¿Pero qué más hubiera dado que fuera un cobarde si se hubiera quedado en el banco, que era el sitio que le correspondía? ¿Por qué sabía luchar bien y era hábil en los ejercicios físicos pero perdía el valor y se achicaba cuando el otro hombre dejaba de intervenir en el juego? Una vez, en el transcurso de la clase de adiestramiento físico, estaba luchando con Walmsley y le aplicó un retorcimiento de muñeca muy fuerte, tal como el oficial Randolph les había enseñado. Walmsley se enfadó y al mirarle Gus a los ojos, el temor se apoderó de él, las fuerzas le abandonaron y Walmsley le venció con toda facilidad. Lo hizo con mala idea y Gus no ofreció resistencia a pesar de constarle que era más fuerte y dos veces más ágil que Walmsley. Pero eso formaba parte del ser cobarde, esta incapacidad de controlar el propio cuerpo de uno. ¿Es el odio lo que temo? ¿Es eso? ¿Un rostro lleno de odio?
– Vamos, abuelita, suelta el embrague -dijo Kilvinsky mientras una conductora que se encontraba delante de ellos avanzaba lentamente hacia un lado obligándoles a detenerse en lugar de encender la luz amarilla.
– Uno-siete-tres, calle Cincuenta y Cuatro Oeste -dijo Kilvinsky golpeando con la mano el cuaderno de apuntes que se encontraba entre ambos.
– ¿Cómo? -preguntó Gus.
– Hemos recibido una llamada. Uno-siete-tres, calle Cincuenta y Cuatro Oeste. Escríbelo.
– Perdona. Todavía no entiendo la radio.
– Confirma la recepción de la llamada -dijo Kilvinsky.
– Tres-A-Noventa y Nueve, entendido -dijo Gus hacia el micrófono de mano.
– Pronto empezarás a reconocer nuestras llamadas entre todo este barullo -dijo Kilvinsky -. Lleva un poco de tiempo pero lo conseguirás.
– ¿Qué clase de llamada es?
– Llamada por causa desconocida. Ello significa que la persona que ha avisado no está segura de lo que sucede, o significa que no se ha explicado bien o que no se la ha entendido bien o cualquier otra cosa. No me gustan estas llamadas. No sabes con qué vas a encontrarte hasta que llegas.
Gus observó nerviosamente los escaparates de las tiendas. Vio a dos negros, con brillante cabellera encrespada y pintorescos atuendos de una sola pieza, aparcar un Cadillac rojo descapotable frente a un escaparate que decía "Salón de Proceso Gran Rojo" y abajo, en letras amarillas, Gus leyó: "Proceso, proceso hágaselo usted mismo, Quo Vadis y otros estilos".
– ¿Cómo se llaman los peinados de estos dos hombres? -preguntó Gus.
– ¿Estos dos rufianes? Este estilo se llama simplemente proceso, hay quienes lo llaman marcel. Los viejos policías lo llaman a veces cabello chamuscado pero en los informes policiales la mayoría de nosotros utilizamos la palabra "proceso". Les cuesta un montón de dinero conservar bien unos buenos procesos como estos pero los rufianes tienen muchísimo dinero. Y un proceso es tan importante para ellos como un Cadillac. Ningún rufián que se estime podría prescindir de ninguna de estas cosas.
Gus pensó que ojalá se pusiera el sol porque entonces quizás refrescara un poco. Observó una luna creciente y una estrella por encima del blanco edificio de estudio de dos pisos que se encontraba en la esquina. Dos hombres con el cabello muy corto y con trajes negros y corbata marrón permanecían de pie ante las espaciosas puertas con las manos a la espalda y contemplaban el vehículo de la policía mientras éste avanzaba en dirección Sur.
– ¿Es una iglesia? -le preguntó Gus a Kilvinsky que no miró en ningún momento ni el edificio ni a los hombres.
– Es el templo musulmán. ¿Sabes algo de los musulmanes?
– He leído algo en los periódicos pero nada más.
– Forman parte de una secta fanática que se ha extendido recientemente por todo el país. Muchos de ellos son ex-estafadores. Todos odian a los policías.
– Parecen tan aseados -dijo Gus mirando por encima del hombro a los dos hombres cuyas caras estaban vueltas hacia el coche de la policía.
– Forman parte de lo que está sucediendo en el país – dijo Kilvinsky -. Nadie sabe todavía lo que está sucediendo exceptuando a algunas personas como el jefe. Puede que nos lleve diez años comprenderlo.
– ¿Qué está sucediendo? -preguntó Gus.
– Es una historia muy larga -dijo Kilvinsky-. Y no estoy muy seguro. Y, además, ya hemos llegado.
Gus se volvió y vio el uno-siete-tres en el buzón de correos de una verde casa de estuco con un patio delantero lleno de hojarasca.
Gus casi no vio al tembloroso viejo negro con ropa de trabajo color kaki acurrucado en una vieja silla de mimbre situada en el desvencijado porche de la casa.
– Me alegro de que hayan podido venir, oficiales -dijo poniéndose en pie, temblando y dirigiendo miradas furtivas al interior de la casa cuya puerta aparecía abierta de par en par.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Kilvinsky saltando los tres peldaños del porche, con el gorro meticulosamente colocado sobre su cabello plateado.
– Acababa de llegar cuando he visto a un hombre en la casa. No le conozco. Estaba sentado allí mirándome y me he asustado y he salido corriendo fuera y he ido a la casa del vecino y he usado su teléfono y mientras esperaba, me vuelvo, y allí estaba él sentado. Dios mío, creo que debe ser un loco. No dice nada, se queda sentado en la silla y se balancea.
Gus agarró involuntariamente la porra y jugueteó con el mango acanalado de la misma esperando que Kilvinsky decidiera qué hacer y se sintió cohibido cuando se tranquilizó al comprender la situación y ver a Kilvinsky guiñarle el ojo y decir:
– Espera aquí, compañero, en caso de que intente salir por la puerta de atrás. Por la parte de atrás hay una valla, por consiguiente tendrá que salir por delante.
Gus esperó con el viejo y al poco rato escuchó a Kilvinsky gritar:
"¡Muy bien, hijo de perra, sal de aquí y no vuelvas más!". Y después escuchó cerrarse de golpe la puerta de atrás. Entonces Kilvinsky abrió la persiana y dijo:
– Muy bien, señor, ya puede entrar. Se ha marchado.
Gus siguió al encorvado viejo que se quitó el arrugado gorro al franquear el umbral.
– Ya lo creo que se ha ido, oficiales -dijo el viejo pero sin dejar de temblar.
– Le he dicho que no volviera -dijo Kilvinsky-. No creo que vuelva usted a verle por estos alrededores.
– Que Dios les bendiga -dijo el anciano dirigiéndose hacia la puerta de atrás para cerrarla con llave.
¿Cuándo fue la última vez que bebió usted? -preguntó Kilvinsky.
– Hace un par de días -dijo el viejo dejando al descubierto, al sonreír, sus blancos dientes -. Tiene que llegarme el cheque cualquier día de éstos.
– Bien, prepárese una taza de té y procure dormir un poco. Mañana se encontrará mucho mejor.
– Gracias a todos -dijo el viejo mientras ambos se alejaban por la agrietada acera de hormigón hacia el coche. Kilvinsky no dijo nada mientras ponía el vehículo en marcha y Gus dijo finalmente:
– Estas borracheras deben ser el infierno, ¿verdad?
– Deben ser el infierno -dijo Kilvinsky asintiendo.
– Hay una cafetería un poco más abajo -dijo Kilvinsky-. Sirven un café tan malo que podría verterse en la batería cuando se para, pero es gratis y las rosquillas también.
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