El reducido aparcamiento estaba rebosante de uniformes azules en el momento en que la guardia nocturna relevaba a la guardia diurna, a las tres cuarenta y cinco de la tarde.
El sol calentaba mucho todavía y se podía prescindir de la corbata hasta más tarde, hacia el anochecer. Gus pensó en los gruesos uniformes azules de lana. Le sudaban los brazos y la lana era áspera.
– No estoy acostumbrado a vestir prendas tan pesadas haciendo calor -le dijo sonriendo a Kilvinsky mientras se secaba la frente con un pañuelo.
– Ya te acostumbrarás -dijo Kilvinsky acomodándose cuidadosamente en el asiento de vinilo calentado por el sol y soltando el resorte del asiento para deslizarlo hacia atrás y conseguir más espacio para sus largas piernas.
Gus colocó la lista de coches robados en un sujetador especial y escribió 3-A-99 en su cuaderno de notas para no olvidarse de quiénes eran ellos. Pensó que era extraño. Ahora era el 3-A-99. Notó que el corazón le latía apresuradamente y comprendió que estaba más excitado de lo normal. Esperó que sólo se tratara de eso: excitación. Todavía no había nada que temer.
– El agente pasajero se encarga de la radio, Gus.
– Muy bien.
– Al principio, no oirás nuestras llamadas. Esta radio te parecerá un revoltijo incoherente de conversaciones, Al cabo de cosa de una semana, empezarás a reconocer las llamadas dirigidas a nosotros.
– Claro -dijo Gus sonriendo.
– Muy bien, muchacho -dijo Kilvinsky riendo -. ¿Un poco emocionado?
– Sí.
– Estupendo. Así es como debe ser.
Al abandonar el aparcamiento, Kilvinsky giró hacia el Oeste en dirección a Jefferson y Gus bajó el visor y miró el sol parpadeando. El coche-radio olía débilmente a vómito.
– ¿Quieres que demos una vuelta por la zona? -le preguntó Kilvinsky.
– Claro.
– Casi todos los habitantes de aquí son negros. Hay algunos blancos. Y algunos mexicanos. Muchos delitos cuando hay muchos negros. Nosotros trabajamos la Noventa y Nueve. Nuestra zona es toda negra. Junto a Newton. Los nuestros son negros de la zona Este. Cuando tienen un poco de dinero, se trasladan al Oeste de Figueroa y Vermont y a veces al Oeste de la avenida Oeste. Entonces se llaman a si mismos negros de la zona Oeste y esperan que se les trate de otra manera. Yo trato a todos por igual, blancos y negros. Soy educado con todo el mundo pero no soy cortés con nadie. Creo que la cortesía implica servilismo. Los policías no tienen por qué mostrarse serviles ni excusarse con nadie por hacer su trabajo. Es una lección de filosofía que me gusta darles a todos los novatos con quienes me tropiezo. A los antiguos como yo nos gusta escucharnos hablar a nosotros mismos. Te acostumbrarás a los filósofos de los coches-radio.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás en el Departamento? -preguntó Gus contemplando las tres barras de la manga de Kilvinsky, que significaban quince años de servicio por lo menos. Su rostro sin embargo era joven, a no ser por el cabello plateado y las gafas. Gus supuso que estaría en buena forma. Poseía un cuerpo que parecía fuerte.
– En diciembre próximo hará veinte años -dijo Kilvinsky.
– ¿Te retirarás?
– No lo tengo decidido.
Avanzaron en silencio durante algunos minutos y Gus observó la ciudad y advirtió que no sabía nada acerca de los negros. Le gustaban los nombres de las iglesias. En una esquina vio un edificio de madera de un solo piso, pintado de blanco y con un rótulo escrito a mano que decía: "Iglesia del León de Judá y del Reino de Cristo' y en la misma manzana se encontraba también la "Sagrada Iglesia Baptista Defensora" y, al cabo de poco rato vio la "Iglesia Misionera Baptista de la Cordial Bienvenida" y siguió leyendo los rótulos de las iglesias y pensó que ojalá pudiera recordarlos para decírselo a Vickic cuando llegara a casa por la noche. Las iglesias le parecieron maravillosas.
– Desde luego, hace calor -dijo Gus secándose la frente con el dorso de la mano.
– No tienes por qué llevar la tapadera estando en el coche, ¿sabes? -le dijo Kilvinsky -. Sólo cuando salgas.
– Ah -dijo Gus, quitándose inmediatamente el gorro-. Me había olvidado de que lo llevaba puesto.
Kilvinsky sonrió y canturreó en voz baja mientras recorría las calles para que Gus pudiera verlas y Gus advertía con qué deliberada lentitud conducía. Se acordaría de eso, Kilvinsky recorría las calles a cincuenta quilómetros por hora.
– Creo que ya me acostumbraré a este uniforme grueso -dijo Gus, subiéndose las mangas que cubrían sus sudorosos brazos.
– Al jefe Parker no le gustan las mangas cortas -dijo Kilvinsky.
– ¿Y por qué no?
– No le gustan los brazos vellosos ni los tatuajes. Las mangas largas son más dignas.
– Habló en nuestra clase de graduación -dijo Gus recordando la elocuencia del jefe y su perfecto inglés que tanto había impresionado a Vickie, sentada orgullosamente aquel día entre el auditorio.
– Pertenece a una clase en vías de extinción -dijo Kilvinsky.
– Me han dicho que es severo.
– Es calvinista. ¿Sabes qué es eso?
– ¿Un puritano?
– El afirma que es católico romano pero yo digo que es calvinista. No llega a ningún compromiso en cuestiones de principio. Le desprecia mucha gente.
– ¿De veras? -dijo Gus mientras leía los rótulos de los escaparates.
– Reconoce el mal nada más verlo. Sabe descubrir la debilidad de la gente. Es un enamorado del orden y de la autoridad de la ley. A veces es implacable -dijo Kilvinsky.
– Parece como si le admiraras.
– Le estimo muchísimo. Cuando él se vaya, nada será igual.
"Qué hombre tan extraño es Kilvinky", pensó Gus. Hablaba con aire ausente y, de no haber sido por su sonrisa de muchacho, Gus no se hubiera encontrado a gusto con él. Gus observó entonces a un joven negro que cruzaba el Boulevard Jefferson y estudió sus sinuosos movimientos de hombro, el balanceo de sus brazos con los codos doblados y sus grandes y elásticas zancadas y, al comentar Kilvinsky "Anda muy bien", Gus comprendió cuán profunda era su ignorancia acerca de los negros y deseó ansiosamente aprender algo de todas las personas. Si pudiera aprender y crecer un poco, sabría algo acerca de la gente cuando llevara algunos años en aquel trabajo. Pensó en los poderosos músculos de los largos brazos morenos del joven negro que se encontraba ahora a varias manzanas de distancia. Se preguntó cómo se comportaría si ambos se encontraran cara a cara en una confrontación policíaca con un sospechoso, estando él sin compañero y sin poder usar la porra y el joven negro no se dejara intimidar por su reluciente placa dorada y su traje azul. Se maldijo a sí mismo de nuevo por aquel temor subrepticio y se prometió dominarlo, pero siempre se hacía aquella promesa y, sin embargo, el miedo volvía o, mejor dicho, la perspectiva del miedo, el nervioso gruñido de su estómago, las manos pegajosas, la boca seca, pero era suficiente, suficiente para permitirle suponer que cuando llegara el momento no se comportaría como un policía.
¿Y qué sucedería si un hombre de la talla de Kilvinsky se negara a dejarse arrestar?, pensó Gus. ¿Cómo podría manejarle? Había cosas que hubiera deseado preguntar pero se avergonzaba de preguntárselas a Kilvinsky. Cosas que es posible que preguntara a un hombre de más baja estatura cuando ya le conociera, si es que llegaba a conocerle realmente. Nunca había tenido muchos amigos y en este momento dudaba que pudiera encontrar a alguno entre aquellos hombres uniformados que le hacían sentirse como un niño pequeño. Tal vez todo había sido un error, pensó. Tal vez jamás podría ser como ellos. Parecían tan fuertes y seguros de sí mismos. Habían visto cosas. Pero tal vez fueran sólo fanfarronadas. Tal vez se tratara de eso.
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