Jó Soares - El Xangó De Baker Street

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La inoportuna desaparición de un Stradivarius, regalo del emperador Pedro II a su amante, y varias orejas cortadas, con sus respectivos cadáveres, deciden al célebre detective Sherlock Holmes y a su inseparable doctor Watson a desplazarse a Brasil, por recomendación de su no menos famosa amiga la actriz Sarah Bernhardt, que triunfa en la capital americana. Pero lo que en un principio parecía un discreto problema imperial termina convirtiéndose en una historia llena de peligros. En esta sorprendente novela de Jô Soares, su rigurosa investigación histórica y su desbordada imaginación se dan cita para acercarnos, mediante la delirante comicidad de sus diálogos, a las modas y costumbres de la capital brasileña del siglo pasado y para revelarnos las peripecias que Holmes vivió en Río de Janeiro y que Conan Doyle omitió por motivos que quedarán bastante claros a los ojos del lector.

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– Sí, bueno, hale…, acércate, Maria Luisa, que no estoy para bromas. ¿Lees la prensa?

– Claro que la leo, y encontré divertidísima la caricatura que te hizo Agostini en la Ilustrada. Sólo la barba me pareció un poco larga.

– No, si no me refiero a eso, me refiero a la nota que publicó ayer Múcio Prado sobre el robo del violín.

– ¿El violín? Bueno, para mí eso es agua pasada. Ya estuve bastante fastidiada por causa del robo. Pero, en fin, aunque te roben los anillos, siempre te quedan los dedos…

A don Pedro le sorprendía siempre la facilidad con que cambiaba de humor la baronesa. El Stradivarius no había sido para ella más que un juguete. Un juguete caro, sin duda, pero juguete al fin. Además, es fácil pensar sólo en los dedos cuando los anillos son de regalo.

– De todas formas, pienso que será divertido recibir en la corte a un detective inglés. La semana pasada, sin ir más allá, asistí en el Instituto a una nueva representación de Los dos o El inglés maquinista, de Martins Pena, y me divertí mucho con la imitación que hacía de los ingleses el popularísimo Brandáo. Me reí como una loca viéndole calarse el sombrero hasta las orejas y abrir los ojos de par en par -dijo Maria Luisa, cortando un trozo más de tarta.

– Es una pena que te tomes este asunto tan a la ligera. La emperatriz está furiosa. Sin contar con que ahora ya todo el mundo sabe que el violín te lo regalé yo.

– ¿Y cómo lo saben?

– ¿A quién si no a mí se le ocurriría hacer una locura así?

– Amigo mío, me parece que te tomas las cosas demasiado a la tremenda. Después de todo, yo podría perfectamente haber comprado un Stradivarius con el dinero que me dejó mi marido. ¿No has oído nunca una coplilla que corre por la corte?; dice así: «Maria Luisa, baronesa,/es joven y bien dotada./Es viudita, con certeza,/rica y bella y deseada».

Se le acercó de pronto, plato en mano:

– ¿Qué?, ¿un poco de tarta de fubá?, está recién hecha.

Por segunda vez en el mismo día, don Pedro dio media vuelta y salió sin despedirse. Era impresionante la dignidad que sabía dar a tan difícil momento, sobre todo teniendo en cuenta lo muchísimo que le gustaba la tarta de fubá.

5

Sara Bernhardt ya llevaba casi quince días en Brasil. Y hoy estrenaba Frou-Frou, obra de Meilhac y Halévy, en el papel de Gilberte. Don Pedro ocupaba el palco imperial y el teatro estaba de gala. A su llegada, dos horas antes, la actriz había sido recibida por ardientes estudiantes que le tiraban flores y le gritaban apasionadamente en un francés elemental, aprendido con las putas extranjeras en los burdeles de Río: Vive madame Bernhardt!; Vous etes une artiste supimpe!; Vous etes bonne á bésse!; Allons enfants de la patrie!; Sarah Bernhardt est arrivée!

A la entrada del teatro, y poco antes del espectáculo, aún se veía a las mujeres de Bahía con sus bandejas gritando a los transeúntes: «¡A las buenas gachitas de azúcar!, ¡ay qué buenas!, ¡y bien calentitas!, ¡al buen dulce de coco!, ¡a las buenas yemas de coco!». Otros vendedores ofrecían golosinas más audaces: «¡Empanadillas de camarón!, ¡y el que no encuentre el camarón se la come gratis!». Los que tenían tenderete anunciaban grano reventón de maíz verde, dulce de guayaba, de sésamo, de coco, de banana y otras delicias.

El teatro estaba lleno. Desde el patio de butacas hasta la parte más alta del gallinero, brasileños de todas las clases querían ver a la actriz francesa recién llegada a nuestras tierras. Para muchos, que no entendían una palabra de lo que se decía en escena, se trataba de un espectáculo de circo, y Sarah les parecía un fenómeno tan misterioso como si un tigre tocase la flauta o un elefante hiciese equilibrios en la cuerda floja. La obra duró casi tres horas por las interrupciones de espectadores exaltados:

– ¡Animo, madame!

– ¡Cuidado, doña Sarah Bernhardt, que ya se lo contó todo a la otra mujer!

– ¡No, que es mentira, no crea usted una palabra, que leyó la carta cuando usted estaba ahí dentro!

Al final del primer acto muchos se levantaron creyendo la obra ya terminada. En cuanto se daban cuenta de su error, trataban de disimular yendo a comprar algún dulce o refresco en el vestíbulo y volviendo luego a sus asientos.

Cuando el telón cayó por última vez, más de la mitad del patio de butacas se apretujó ante la entrada de artistas para ver de cerca a aquel mito viviente. En medio del público había una frágil y dulce figura de mujer, de niña casi. Era una camarera del palacio imperial que había conseguido entrada para el espectáculo. Sarah abrió la puerta e hizo frente a la muchedumbre. Además de recibir una lluvia de flores, se oyeron gritos de Vive Sarah Bernhardt! Algunos, más audaces, se acercaban hasta tocar la ropa de la actriz. Maurice Grau tuvo que hacer uso de toda su experiencia para apartar a la muchedumbre sin caer antipático. Al pasar junto a la muchachita, su tierno y suave aspecto conmovió a la francesa, que le preguntó:

– Comment t’appelles-tu?

– Francisca -dijo la niña, sin acabar de creer que realmente estaba hablando con Sarah Bernhardt en persona. La actriz sacó una tarjeta de su bolso y con un lápiz de oro, regalo del duque de Estrasburgo, puso su nombre junto a la dedicatoria: «Pour Francisca, belle et jeune brésilienne qui m’a vue jouer Frou-Frou à Rio. Sarah Bernhardt». La besó en el rostro, le dio la tarjeta y se subió rápidamente a la calesa que la esperaba. Tan rápida fue que Maurice Grau hubo de correr para poder alcanzarla.

Francisca Meireles no acababa de creer en su suerte. Para ella era un verdadero milagro que Sarah Bernhardt en persona, a la que idolatraba desde sus días de interna en el colegio de monjas, llevase su amabilidad hasta el punto de firmarle un autógrafo. Guardó el valioso recuerdo en su bolso y siguió a pie por la calle de la Constitución. Iba a serle difícil encontrar coche de alquiler a tales horas. Los cocheros, todos ellos de levita, seguían ante la entrada del teatro, esperando propinas más sabrosas. Bueno, daba igual. La noche, después de todo, había sido perfecta. A Francisca, chica de muy buenas prendas, su tío, el pintor Vítor Meireles, le había conseguido del emperador un puesto de camarera en palacio; y el destino se le mostraba generoso: por ejemplo, ayudándola a encontrar entrada para la función de aquella noche. Abrió el bolso y sacó la tarjeta. Tenía miedo de que resultase no haber sido más que un sueño. Volvió a leer la dedicatoria, y luego, apretando bien su trofeo con la mano izquierda, como temerosa de que se diluyese en el aire ante sus ojos, siguió andando sumida en una de esas quimeras que tan comunes son en las jóvenes de su edad. Cruzó la calle de la Guardia Vieja en dirección a la fuente pública, vasta mole que semejaba a un templo, con sus veintinueve caños de bronce siempre muy pulidos y relucientes. Era allí donde el populacho del castillo de la cuesta de San Antonio iba a abastecerse de agua. A aquella hora, la plaza de la fuente estaba desierta, y la joven, todavía con la boca seca de emoción, se acercó a saciar su sed. Se inclinó hacia uno de los caños, y, justo en ese momento, sintió la cercanía de otra persona.

La pobre apenas tuvo tiempo de ver el largo puñal reluciendo a la luz de las farolas. Su pequeño rostro se vio envuelto inmediatamente en una capa y toda ella precipitada de bruces contra el parapeto. La hoja hizo una incisión perfecta en la parte inferior del vientre, subiendo lentamente hacia el esófago y hendiendo con pericia todo el abdomen. La muchacha no tuvo consciencia de lo que le ocurría. Sintió frío, mucho frío, y cayó en uno de los depósitos, tiñendo de rojo las aguas de la fuente. El agresor se inclinó sobre el cadáver, cortándole las orejas. Sin saber a ciencia cierta por qué, las husmeó antes de guardárselas. Finalmente, sacó el violín, que llevaba sujeto a la cintura y disimulado con la capa, y ejecutó el mismo macabro ritual de la vez anterior, sólo que con la cuerda de sol, enrollándola entre los pelos del pubis y alejándose en dirección a la iglesia de Santana, mientras con las dos cuerdas restantes del violín ejecutaba una czarda patética y melancólica.

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