Jó Soares - El Xangó De Baker Street

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El Xangó De Baker Street: краткое содержание, описание и аннотация

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La inoportuna desaparición de un Stradivarius, regalo del emperador Pedro II a su amante, y varias orejas cortadas, con sus respectivos cadáveres, deciden al célebre detective Sherlock Holmes y a su inseparable doctor Watson a desplazarse a Brasil, por recomendación de su no menos famosa amiga la actriz Sarah Bernhardt, que triunfa en la capital americana. Pero lo que en un principio parecía un discreto problema imperial termina convirtiéndose en una historia llena de peligros. En esta sorprendente novela de Jô Soares, su rigurosa investigación histórica y su desbordada imaginación se dan cita para acercarnos, mediante la delirante comicidad de sus diálogos, a las modas y costumbres de la capital brasileña del siglo pasado y para revelarnos las peripecias que Holmes vivió en Río de Janeiro y que Conan Doyle omitió por motivos que quedarán bastante claros a los ojos del lector.

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Para el comisario Mello Pimenta, aquella calle sería siempre la calle de Bobadela. Bien conocía él desde niño la estrecha vía, y le daba igual que luego la hubiesen cambiado de nombre. «¿De modo que ahora se llama de la Vieja Guardia?», pensaba, melancólico. El cambio había sido culpa de la Guardia Militar, instalada allí para mantener el orden entre los aguadores que frecuentaban la fuente de la Carioca. Mello Pimenta cruzó la calle, pasó por delante del convento de San Antonio y siguió por la plazuela de la Carioca, hasta llegar a la fuente. Estaba agotado. Había pasado la noche y parte de la mañana tratando de resolver un problema de esclavos huidos al refugio de Gávea. El, en secreto, era convencido abolicionista, pero no tuvo más remedio que atender las quejas del propietario, que estaba muy recomendado por el señor jefe de la policía. El sol del mediodía apenas le molestaba, aunque le fastidiaba mucho que el cadáver de la muchacha aún no hubiese sido recogido y llevado al depósito. Un cordón de policías, «mata-cachorros» se les llamaba, impedía a la rala multitud de curiosos apretujarse en torno a la joven muerta. «Parecen moscones», pensó, sintiendo que su irritación crecía por momentos. Cruzó el cordón y se acercó al doctor Saraiva, que ya estaba allí. El forense tenía los ojos hinchados e inyectados en sangre, culpa, probablemente, del exceso de alcohol. Saraiva era competente, aunque en más de una ocasión había estado a punto de perder el empleo por su apego al aguardiente de melaza. El aguardiente le soltaba la lengua, y los periodistas le sacaban entonces cuanta información querían, por secreta que fuese. Mello Pimenta fue al grano, sin decirle siquiera buenos días:

– ¡A ver profesor!, ¿qué me puede decir?

– Pues nada bueno, nada bueno… -respondió Saraiva, rascándose la cabeza con la mano ensangrentada y dejándose un mechón rojo más en la cabellera blanca-. Esto me recuerda mucho el caso de la prostituta de la calle del Regente.

– ¿Qué es lo que se lo recuerda?, ¿una puta más asesinada?

– No, no. Por los papeles que he encontrado en el cadáver, esta vez se trata de una hija de familia. Llevaba una carta de presentación en la que se decía que era camarera de palacio. Se llamaba Francisca Meireles y era sobrina del pintor del mismo apellido, Vítor, amigo del emperador, de la Academia Imperial de Bellas Artes.

– ¡Lo único que nos faltaba! ¿Y qué es lo que le recuerda el otro asesinato?

– Pues, primero: que también le faltan las dos orejas; y, luego, la violencia de los tajos. El asesino la despedazó como a un lechoncito -a Saraiva le encantaban estas analogías culinarias-, y, además, se percibe la misma precisión en el uso del cuchillo.

Pimenta se dio cuenta de que la víctima apretaba algo con la mano izquierda. El brazo salía del depósito, como si la muerta hubiese hecho un último esfuerzo para que lo que tenía así cogido no se le mojase. El policía trató de separar los deditos, ya rígidos, pero en vano.

– Con su permiso -intervino Saraiva, acercándose. Cogió la mano sin vida y la golpeó con fuerza contra la piedra de la fuente, como si de una nuez se tratase. Los dedos, rotos, se abrieron, dejando ver una tarjeta apretujada. El médico cogió entre el pulgar y el índice la cartulina con la dedicatoria de la actriz y se la tendió a Pimenta con mucha afectación.

Este la leyó con interés.

– Sarah Bernhardt -dijo-, ¿no es la francesa esa que actúa ahora en el San Pedro?

– Exactamente, la mejor actriz del mundo. ¿Es que no ha ido usted todavía a verla?

– Ya me dirá cuándo, como si uno tuviese tiempo para todo. La última vez que puse el pie en el teatro fue para ver a Joáo Caetano en Antonio José -volvió a echar una ojeada a la tarjeta-. Está visto que esa chica estuvo en la función de anoche. No sé, la verdad, si esto nos va a servir de mucho -añadió, guardando la tarjeta en el bolsillo del chaleco.

Saraiva cogió al detective por el brazo y lo atrajo hacia sí:

– Pero esto sí que va a serle útil -dijo, sacando del bolsillo la cuerda de violín-. Mire, otra cuerda musical. Y entre los pelos del pubis. Y, probablemente, del mismo instrumento.

Como quien se quita una mota de carbón de la chaqueta, el forense cogió un pelo que aún estaba enrollado a la cuerda y se lo tendió al comisario:

– Un souvenir…

Pimenta lo miró con asco. No había prestado mucha atención a la cuerda del primer crimen, pero era evidente que esta repetición indicaba claramente que se trataba del mismo demente. Ahora lo urgente era averiguar a qué tipo de instrumento pertenecía la cuerda y descubrir qué tipo de patología cerebral podía inducir a alguien a coleccionar orejas. A lo mejor tales extravagancias resultaban ser otras tantas pistas dejadas por el desequilibrado. Porque ya no podía caber duda de que se trataba de la misma persona, y de que era un desequilibrado. Dos víctimas en menos de un mes. Pimenta esperaba que el monstruo no continuase por aquel camino. En todos sus años de policía nunca había visto nada parecido. Dos víctimas a manos del mismo asesino, ¡y tan distintas entre sí! La una, prostituta; la otra, camarera del palacio imperial. Se puso a pensar en posibles semejanzas: jóvenes las dos, muy jóvenes, y bonitas. No tenían orejas, pero eso carecía de importancia. Antes de caerles la desgracia de topar con aquel monstruo, tenían cuatro orejas, bueno, mejor dicho: dos cada una. Pimenta se dio cuenta de que ya no razonaba con coherencia. El sol y la fatiga comenzaban a embotarle las ideas. Lo que tenía que hacer era irse a casa, lavarse la cara y comer algo. Se despidió de Saraiva:

– Bueno, pues yo ya no tengo más que hacer aquí. Si descubre algo nuevo, ya sabe, me lo dice.

– También yo me voy enseguida. Estoy aquí esperando a los que vienen a llevarse el cadáver. Quiero comenzar la autopsia esta misma tarde, y cuanto antes mejor. Pero me temo que, así y todo, va a ser difícil dar con algo nuevo. Bueno, a menos que le interese saber qué comió la muchacha antes de ir al teatro… -rió, mostrando una vez más lo mucho que le gustaba esa clase de chistes.

Doña Esperidiana estaba habituada a las horas de su marido. Sabía que a los comisarios de policía les toca muchas veces pasar la noche en vela, y Mello Pimenta era un hombre dedicado a su trabajo. Tenía costumbre de bromear con ella sobre su nombre: «¿No te llamas Esperidiana?, pues espera a que vuelva». Ella no tenía celos, pues sabía que Pimenta era perseguidor de delincuentes, no de faldas. Esperidiana, a los treinta y dos años, era una mujer atractiva. No era lo que se dice una belleza clásica, pero poseía eso que los franceses llaman la beauté du diable. Muy blanca, de ojos grandes y pelo liso y negro, se había ganado en su infancia el apodo de «la Españolita», que no le gustaba nada. Mientras el comisario se afeitaba con una vieja navaja alemana, lo único que había heredado de su padre, Esperidiana puso la mesa de la cocina, sirviendo a continuación tapioca caliente con mantequilla y café, el plato preferido de su marido.

– ¡Cuidado, no te las cortes! -le gritó.

– ¿Qué?

– ¡Las orejas…!

Pimenta solía hablar de sus casos policiales con Esperidiana, y la tenía al corriente de los dos asesinatos. Acabó de apurarse la mandíbula, se lavó la cara en la jofaina de ágata y fue a donde lo esperaba su mujer. Se sentó, mientras Esperidiana le servía el café, bien cargado y espumoso.

– Ya sabes que no me gustan esos chistes -dijo Pimenta fingiéndose molesto-, hasta te pareces a Saraiva.

– Anda, tómate el café antes de que se te enfríe -respondió ella, sentándose al lado de su marido.

– El caso este de las chicas asesinadas está complicándose mucho. La verdad es que no sé por dónde empezar -se quejó el comisario.

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