– ¿Y por qué no le pides ayuda al detective inglés que está al llegar?
– ¿A qué detective?
– Salió el otro día en la columna de Múcio Prado. Parece ser que nuestro amadísimo soberano ha invitado a un cierto señor Sherlock no sé cuantitos para que descubra quién es el que le robó un violín carísimo a la baronesa Maria Luisa. Es el último chisme de la ciudad. ¿No lo has leído tú? -le preguntó Esperidiana, que no se perdía un solo artículo de la sección del cronista del Jornal do Commercio. Le encantaba enterarse de los chismes y los líos de la aristocracia y amenizaba sus tardes vacías imaginándose que la invitaban a fiestas y saraos de la corte.
– ¿Un violín? -preguntó Pimenta, sacándose del bolsillo la cuerda de tripa-, ¿será esto una cuerda de violín?
– No lo sé. De viola, desde luego no -respondió Esperidiana, que había aprendido de niña a tocar en ese instrumento algunas modinhas de Caldas de Barbosa-. ¿Dónde la encontraste?
– En el lugar del crimen -se evadió Pimenta, que quería evitar a su esposa los detalles escabrosos de la historia-. Se encontró una junto a cada víctima.
Volvió a guardársela.
– Hale, come, que se te enfría.
Pensativo, el comisario Mello Pimenta echó más mantequilla a la tapioca, pensando al tiempo si no sería buena idea pedir ayuda al detective inglés.
El Aquitania estaba fondeado a la entrada del puerto de Recife, su primera parada en el Brasil. La ciudad de Recife había recibido este nombre por causa de los arrecifes que cercaban toda su costa y el puerto mismo. El inmenso vapor de cuatro chimeneas había anclado lejos de los corales, y los pocos pasajeros que desembarcaban tenían que descender, con miedo, en pequeñas cestas de mimbre. El mar estaba infestado de tiburones que merodeaban en torno al navío, a la caza de los restos de comida que los cocineros solían tirar por la borda. El calor seguía siendo fuerte a las cinco de la tarde. Sherlock Holmes y el doctor Watson estaban asomados a la amurada del barco en busca de algo de brisa marina.
– Esto parece la India -protestó Watson-, Sólo he sentido tanto calor en Bombay, cuando estuve por allí en el 78 como cirujano adjunto del quinto regimiento de infantería de Northumberland, en la segunda guerra afgana.
Holmes no le escuchaba. Estaba absorto, toda su atención concentrada en la actividad de los pescadores de tiburones, que rodeaban el Aquitania en sus pequeñas embarcaciones. Su sistema de pesca no era nada vulgar: llevaban en sus botes calderos de hierro en los que hervían enormes calabazas; en cuanto éstas abrasaban, las tiraban al mar. Los tiburones, como focas amaestradas, las cogían en sus fauces abiertas, engulléndolas sin masticarlas, y se sumergían. El calor insoportable de las calabazas hacía reventar las entrañas de estos enormes peces, que subían de nuevo a la superficie, donde quedaban flotando, y los pescadores, entonces, los recogían. Esta operación era muy monótona para ellos, se trataba de una técnica primitiva, pero eficaz, transmitida de padres a hijos a lo largo de generaciones. Los pescadores trabajaban en silencio, por respeto, quizás, a los despojos de los animales que mataban. Holmes los observaba, encantado:
– Mira, Watson, qué ingenioso y qué primitivo. Los tiburones son tan voraces que no tienen tiempo ni de notar que la presa que devoran es una trampa mortal.
– Nunca pensé que fuesen tan bestias los peces esos -observó Watson, desdeñoso, sacando el reloj-. Bueno, ya pasa de las cinco. Hora de tomar el té.
– Querido Watson, veo que no estás acostumbrado al trópico. Aquí, en vez de té, lo que hay que tomar es el agua de coco que los marineros acaban de subir a bordo. Se dice que es refrescante y deliciosa.
– Yo me quedo con el té. Ya escarmenté con la diarrea que me dio en Calcuta la vez que probé zumo de mango con leche.
– La verdad, Watson, a veces me espanta tu falta de capacidad para adaptarte a las circunstancias. Yo, aquí donde me ves, ya me siento indígena.
– Es posible. A mí me cuesta más tiempo. Ya sabes eso de que Londres no se hizo en un día.
– Fue Roma, Roma, no Londres, lo que no se hizo en un día -le corrigió Holmes.
– Bueno, ni Londres tampoco -se obstinó el doctor.
Los dos fueron por el combés hasta el salón. Holmes, animado por la idea de estar conociendo nuevas tierras; Watson, inquieto por la animación de su compañero.
La inmensa sala principal del Aquitania servía también para tomar el café matinal, y para almuerzos, cenas y bailes. Al cruzar el ecuador se había celebrado allí un colosal baile de disfraces por invitación de la oficialidad de a bordo. Holmes, el rey del disfraz, ganó el primer premio del concurso, con gran desesperación de Watson, a quien no gustaba nada ver a su amigo vestido de gitana. El detective estaba desconocido con los largos pendientes y la falda de seda roja, ofreciéndose a echarle la buenaventura a todo el mundo. El premio, que era una estatua de Neptuno, ya lo tenía guardado en la maleta. El doctor no quería ni verla, porque le recordaba tan penosa velada. Antes de la fiesta, en su camarote, Sherlock tomó gran cantidad de cocaína, costumbre por la que Watson le censuraba. Tanto le afectó la droga que, después del premio, terminó el sarao bailando con el capitán.
Por la tarde se servía el té en el mismo salón. Los dos se sentaron a una mesita, junto a una escotilla desde donde, al fondo, a la izquierda, se veían los perfiles de la ciudad de Olinda. Sherlock, que no tenía noticia de la colonización de Mauricio de Nassau, se hacía cruces de la arquitectura de Recife.
– Si no fuera por el clima, yo juraría que aún estamos en Europa -dijo, tomando un trago de agua de coco.
– Bueno, y por los esclavos medio desnudos que trabajan en los muelles -respondió Watson, contemplando a los negros entre sorbitos de té.
Cuando se disponían a levantarse, se les acercó un joven camarero con una bandeja de plata:
– Un telegrama para el señor Sherlock Holmes.
El detective abrió el sobre y leyó el mensaje, escrito en un inglés bastante elemental:
WELCOME MISTER SHERLOCK HOLMES PERIOD PLEASE HELP PERIOD TWO STRANGE MURDERS OF YOUNG WOMEN PERIOD ASSASSIN CUT OFF EARS AND LEAVES STRINGS PERIOD STRINGS MAYBE VIOLIN PERIOD HOPE SEE YOU IN RIO DE JANEIRO PERIOD
ATTENTIONNELLY COMMA
INSPECTOR PIMENTA
– Curioso, muy curioso -murmuró Holmes, guardándose el telegrama en el bolsillo.
– ¿De qué se trata? ¿Noticias de Inglaterra?
– No, de Río de Janeiro. Un policía, que me pide ayuda. Se diría que el destino me lleva siempre al encuentro de crímenes de lo más escabroso -respondió Sherlock, sacando la pipa y poniéndose a llenarla-. Tengo la impresión de que el caso del Stradivarius robado va a quedar oscurecido por estos acontecimientos recientes.
A Watson le irritó el interés que mostraba su amigo por el telegrama:
– Yo pensaba que aprovecharías este viaje para olvidarte de todos esos complicados problemas policiales de Londres. A ti lo que te hace falta es reposo, Holmes. Después de todo, hasta Cristo, con ser Cristo, tuvo que descansar al sexto día.
– Fue Dios quien descansó, Watson, no Cristo; y fue al séptimo día, no al sexto… -informó Sherlock Holmes a su amigo, saliendo de la sala en dirección al combés.
Las ocho de la mañana. Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles, tras cambiarse de ropa en la Casa de Baños del Boqueiráo, calle de Luiz de Vasconcellos, estaba echado en la arena de la playa de la Saudade. Apenas tenía treinta y ocho años, pero ya sufría ataques de gota. El doctor Ribamar, que era su médico, le había recetado baños de mar como remedio infalible para el mal que le acosaba de vez en cuando. Como llevaba una vida desordenada y no solía levantarse a tales horas, el marqués, siempre que le tocaban inmersiones terapéuticas, alargaba un poco más la juerga de la noche antes y así iba derecho de ésta a la playa. Mejor hubiera hecho el médico en prescribir a Júlio Augusto una dieta seca, suprimiéndole los vinos y los coñacs que tanto le gustaban al noble bohemio, pero, como era compañero de sus juergas, le resultaba difícil sugerirle un régimen más estricto.
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