Jó Soares - El Xangó De Baker Street

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El Xangó De Baker Street: краткое содержание, описание и аннотация

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La inoportuna desaparición de un Stradivarius, regalo del emperador Pedro II a su amante, y varias orejas cortadas, con sus respectivos cadáveres, deciden al célebre detective Sherlock Holmes y a su inseparable doctor Watson a desplazarse a Brasil, por recomendación de su no menos famosa amiga la actriz Sarah Bernhardt, que triunfa en la capital americana. Pero lo que en un principio parecía un discreto problema imperial termina convirtiéndose en una historia llena de peligros. En esta sorprendente novela de Jô Soares, su rigurosa investigación histórica y su desbordada imaginación se dan cita para acercarnos, mediante la delirante comicidad de sus diálogos, a las modas y costumbres de la capital brasileña del siglo pasado y para revelarnos las peripecias que Holmes vivió en Río de Janeiro y que Conan Doyle omitió por motivos que quedarán bastante claros a los ojos del lector.

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– Baños de mar, amigo mío. Para la gota, nada como largos baños de mar. El efecto curativo del yodo está fuera de toda duda -decía el doctor Ribamar en la mesa de la confitería de Paschoal, bebiendo su armagnac junto al marqués.

Y el noble respondía, ya medio ebrio:

– Por eso me cae tan bien usted, doctor. Imagínese que cierto médico de la corte, Vilella, ya sabe quién digo, el que le cuida la erisipela a don Pedro, me dijo que en mi caso lo perjudicial es el alcohol.

– Bobadas, lo que le pasa a Vilella es que es de la escuela francesa. Mi tratamiento es mucho más moderno -sentenciaba Ribamar, con gran alivio del marqués.

– ¡Estupendo! De modo que, hale, unas copitas y vámonos de putas.

Y seguían de tumbo en tumbo hasta altas horas de la madrugada. Al marqués de Salles le encantaba ir de picos pardos, y, a pesar de ser muy rico, tenía la costumbre, que a él le divertía mucho, de irse sin pagar después de saciados sus deseos. En algunos de esos sitios ya le tenían fichado, hasta el punto de que, en cuanto aparecía por la calle del Sabáo, las chicas se gritaban por las celosías:

– ¡Cuidado con éste, que viene de gorra!

Júlio Augusto estaba echado en la playa desde hacía más de una hora. Comenzaba a sentir sueño y dudaba si volver a casa para cuidarse la resaca o tirarse otra vez al agua. Se veía a lo lejos a dos remeros tardíos del Club de Regatas de Cajú que hendían las aguas del Guanabara en dirección a la playa de los Cavalos. Estaban entrenándose para las próximas regatas de Paquetá. Mientras dirimía para sí su dilema, Salles oyó voces lejanas de gente que hablaba francés. Se volvió y cuál no fue su sorpresa al ver a Sarah Bernhardt en traje largo de baño. La actriz iba conversando acaloradamente con Maurice Grau. Era evidente que la francesa no conocía las costumbres de la tierra, porque en Brasil no era nada corriente ver a señoras bien en traje de baño a tales horas. A las siete de la mañana las playas solían estar bastante desiertas. A pesar de su estupor, Salles les hizo seña de que se aproximasen. Grau llevaba un traje de baño atrevido, con cuerpo de manga muy corta y pantalones negros hasta la altura de la rodilla; Sarah, por su parte, vestía pantalones de paño muy holgados y blusón azul de cuello ancho de marinero, y calzaba alpargatas atadas en torno a los tobillos, como sandalias romanas. Se tocaba con un sombrero sujeto bajo la barbilla con un pañolón de seda. Los dos siguieron discutiendo sin prestar atención al marqués:

– Non, c’est ridicule! -gritaba Sarah, exasperada.

– Écoutez, le mal est déjá fait. Maintenant il faut y aller -trataba de convencerla el secretario.

– Bonjour, madame Bernhardt. Monsieur Grau, comment ça va? -dijo el marqués, levantándose-. No sé si se acuerdan de mí. Soy Júlio Augusto Pereira, marqués de Salles. Estuvimos juntos en una cena en el Gran Hotel. Fue después de La dama de las camelias.

– Ah, oui, le marquis de Salles, bonjour, monsieur -dijo la Divina, visiblemente contrariada.

– ¿Me permite que le pregunte, madame, a qué deben nuestras playas el privilegio y el honor de su visita matinal?

– Pues a mí mal humor, monsieur, a mi mal humor. Mi médico particular tiene la costumbre de decir que lo mejor para vencer la neurastenia es el aire marino.

– Entonces he de agradecer a su irritación este placer tan inesperado. ¡Es increíble, la divina Sarah, nada menos, en las playas de Río! ¡Si se me ocurriera recoger en botellas las arenas holladas por tan magnífica presencia, tendría más éxito en París con ellas que un peregrino con frascos de agua de Lourdes! -gorjeó, lisonjero, el marqués.

Sarah y Grau se miraron y, tras un instante, tanto ella como su secretario prorrumpieron en una carcajada.

– ¡Ah, caballero, iba a ser un brasileño el que me hiciera reír después de lo que se ha pasado en estos dos días! -se quejó Sarah Bernhardt.

– ¿Y puedo saber qué es lo que ha pasado? -preguntó el marqués, cuyas últimas cuarenta y ocho horas habían transcurrido en uno de los burdeles de la señora Barbada, en el Jardín Botánico.

– Pues imagínese, monsieur le marquis, que en el espectáculo de anteayer, cuando llegamos al cuarto acto de Adrienne Lecouvreur, Martha Noirmont, una actriz de segunda a quien empleo por caridad, tuvo la audacia de se moquer del público, recitando su rol mecánicamente, como endormida, y hasta tuvo el toupet de replicar a veces fuera de lugar. ¡Imperdonable!

– Sí, la verdad, me imagino lo que tiene que haber sido para usted.

– No, no puede hacerse idea, ni el mismo Eugéne se habría enfurecido más -dijo Grau, refiriéndose a Eugenio Scribe, autor de la obra-. Sarah se enfureció hasta el punto de darle un par de sopapos y romperle una sombrilla en la cabeza.

– Cierto que estoy desolada por la sombrilla -interrumpió Sarah Bernhardt.

– Lo malo -prosiguió el secretario- es que Martha tomó la cosa en serio, y ayer mismo presentó queja en una comisaría, y madame Bernhardt ha sido conminada a prestar declaración hoy por la tarde. ¿Cabe imaginar situación más desagradable?

– Pues no voy. Nada, se acabó. No voy.

– Sarah, sea usted razonable, tengo la certidumbre de que se trata de una simple formalidad. Hasta me han garantizado que nuestro abogado es uno de los mejores -adujo Maurice Grau.

– ¿Me quieren decir quién es? -intervino Salles.

– Un cierto monsieur Nabuco. Sizenando Nabuco -respondió Grau, enrollando la lengua-. Estaba en la representación y nos lo recomendó el empresario. ¿Lo conoce?

– Claro que sí. Madame no puede estar en mejores manos. Sizenando es hermano del diputado Joaquim Nabuco. Abolicionista, pero muy competente.

Sarah se puso a mirar el océano:

– Bueno, si deviene absolutamente necesario, veremos. Pero después del déjeuner. Ahora que estamos en la playa, bañémonos. Jamás he visto paisaje más bello. Me recuerda al poeta: Luxe, calme…

– …et volupté -completó el marqués, besando sensualmente a la Divina en la punta de los dedos.

Sorprendida, Sarah Bernhardt apartó la mano:

– Veo que el marqués conoce bien a Baudelaire.

– Siempre que leo L’invitation au voy age me digo que se refiere al Brasil.

– ¿Y cómo ha intimado tanto con nuestros poetas? -preguntó Maurice Grau, interesado en la cultura de Júlio Augusto.

– Mi padre era un apasionado de Francia. Estudió en la Eco- le polytechnique, en París -respondió Salles, disponiéndose a irse.

– Vamos, Maurice -dijo Sarah, empujando a su secretario hacia las olas.

Los dos se alejaron corriendo por la arena, que ya empezaba a calentar.

– Espero que les aproveche el baño. Cuidado con el sol, y con este mar, que a veces es traicionero. No se alejen mucho de la protección -remató el marqués, señalando la cuerda atada a una boya que distaba cosa de treinta o cuarenta metros de donde rompían las olas.

– Au revoir, monsieur le marquis!

– Au revoir, madame -dijo el depravado aristócrata, diciéndose que la francesa, a pesar de sus añitos, todavía tenía un buen revolcón.

Jamás se había visto tanto barullo en la comisaría del tercer distrito policial de Río de Janeiro, sita en la esquina de la calle del Lavradio. Ya eran más de las cuatro, y Sarah Bernhardt, la mayor actriz del mundo, estaba a punto de entrar en ella para responder a una citación.

Para el comisario Mello Pimenta, titular de esa comisaría, todo aquello era una solemnísima pesadez. Ya tenía él bastante con los problemas que le planteaba la investigación de los crímenes de la calle del Regente y la plazuela de la fuente pública. Vítor Meireles había usado su influencia cerca de la corte para apresurar los trámites, poniendo todos los recursos posibles a su disposición, por más que Pimenta estuviese convencido de que de poco iba a servir. Aún no había conseguido relacionar las pistas que coincidían en ambos asesinatos. Un gran tumulto que llegaba de fuera distrajo de pronto al policía.

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