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Jó Soares: El Xangó De Baker Street

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La inoportuna desaparición de un Stradivarius, regalo del emperador Pedro II a su amante, y varias orejas cortadas, con sus respectivos cadáveres, deciden al célebre detective Sherlock Holmes y a su inseparable doctor Watson a desplazarse a Brasil, por recomendación de su no menos famosa amiga la actriz Sarah Bernhardt, que triunfa en la capital americana. Pero lo que en un principio parecía un discreto problema imperial termina convirtiéndose en una historia llena de peligros. En esta sorprendente novela de Jô Soares, su rigurosa investigación histórica y su desbordada imaginación se dan cita para acercarnos, mediante la delirante comicidad de sus diálogos, a las modas y costumbres de la capital brasileña del siglo pasado y para revelarnos las peripecias que Holmes vivió en Río de Janeiro y que Conan Doyle omitió por motivos que quedarán bastante claros a los ojos del lector.

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Jó Soares El Xangó De Baker Street Traducción de Jesús Pardo Título original - фото 1

Jó Soares

El Xangó De Baker Street

Traducción de Jesús Pardo

Título original: O xangó de Baker Street

Dedico este libro a mis amigos Rubem Fonseca, Fernando Moráis y Hilton Marques, que tuvieron la paciencia y la solicitud de leerlo antes.

Y a Flávia, que lo leyó antes que ellos, por encima de mi hombro.

Agradezco a Àngela Marques da Costa y a Lilia Schwarcz su valiosa colaboración en mis investigaciones.

Y también a Ricardo y Paulo Santoro, Affonso Romano de Sant’Anna, Edinha Diniz, Antonio Houaiss, Massimo Ferrari, Joào Lara Mesquita, José Bonifácio de Oliveira Sobrinho, Eliana Caruso, Walter de Logum-edé, Israel Klabim, Max Nunes, Júlio Medaglia y Maria Emilia Bender.

Sin olvidar, a la gente del DEDOC: Juraci, Duncan, Luís Arturo, Pepe, Bizuca, Zulmira, Eliseu, Ferráo y Jorgel Miguel, que tanto me ayudaron en mis consultas de madrugada.

Todos estamos más o menos locos. Charles Baudelaire

El humor no es un estado espiritual, sino una visión del mundo.

Ludwig Wittgenstein

1

A las tres de la madrugada aún se veía a algunos esclavos negros que salían con cubas llenas de basura y excrementos de las casas de putas de la calle del Regente. Lo amontonaban todo en un lugar cercano, creando así un vertedero más de los que adornaban el paisaje urbano de Río de Janeiro en aquel mes de mayo de 1886. Algunos de estos esclavos se esforzaban por levantar su montículo más que los otros, e hincaban banderitas en la cima cuando se veía que allí ya no cabían más desechos. Luego la lluvia iría empujando todo aquello hacia el mar, lavando las calles e infectando la ciudad. Pasados los temporales, los ricos y la nobleza fingirían, tapándose la nariz con pañuelos perfumados, que los precarios sumideros de la City Improvements corrían parejos con el envidiable alcantarillado de París.

En la esquina de la calle del Regente con la del Hospicio, una figura pálida, vestida enteramente de negro, sombrero de ala ancha calado hasta los ojos, acecha, inmóvil, la salida de los últimos clientes. A pesar del calor que hace, lleva una capa que le llega hasta los pies. Bajo la capa, que resalta su delgadez, se delinea el relieve de un bulto que bien podría ser un paquete o un pistolón. De la tercera casa de putas sale una muchacha, niña casi, muy turbada por el vino. Lleva falda bordada y abierta por un lado hasta el muslo, y sus senos están desnudos, pues la blusa amarilla, tenue y barata, no pudo resistir los ataques voraces de sus clientes más ebrios. Completamente ebria también ella, apenas nota sus tetas desnudas. Busca una esquina menos inmunda para vomitar y ríe de este remilgo: «Si es para vomitar, ¿por qué no buscar un sitio más sucio?». En el fondo es pura superstición. Aunque sea vomitona, suya es, y no le gusta ver el fruto de sus bascas entre heces ajenas. Se mete por una callejuela oscura y se pone a disputar a unas enormes ratas el dudoso honor de ocupar su territorio. Se apoya contra el muro trasero de uno de los burdeles y, con la boca apuntando al pie del edificio, se pone a esperar la basca. Como si todo ello no fuese otra cosa que una escena cumplidamente ensayada de Grand Guignol, el hombre de negro se arroja sobre ella puñal en mano y le abre el pescuezo con quirúrgica precisión. De la garganta desgarrada brota una cascada de sangre mezclada con la primera oleada de vómito que ya le subía garganta arriba. El otro se arrodilla pausadamente junto a la joven puta y le corta con su faca las dos orejas, que guarda con gran cuidado en el bolsillo de su levita. Luego, al levantarse, revela, por fin, el bulto que ocultaba la capa. No era ni un paquete ni un pistolón, sino un violín. Le arranca una cuerda, el mi, y, levantándole la falda a la muchacha, deja el hilo arrancado de la clavija entre los pelos ensortijados del pubis del cadáver. Satisfecho, se va muy tranquilo por la calle del Regente tocando uno de los veinticuatro capricci de Paganini con las tres cuerdas que le quedan a su instrumento.

Los espectadores del patio de butacas, que aplaudían emocionados, sabían que estaban viviendo un momento clave en la historia del teatro brasileño. Meses hacía que la ciudad entera estaba preparada para recibirla, y se había reformado el Teatro Imperial de San Pedro de Alcántara, en la plaza de la Constitución del barrio del Rossio, para esperar su llegada. El camerino había sido decorado por madame Rosenvald, de la Casa de las Orquídeas, sita en la calle del Oidor, y ampliado según instrucciones del secretario de la actriz llegadas por carta antes que ésta. Ahora había allí nuevas poltronas, un sofá y un recamier de terciopelo verde capitoné. Un biombo separaba la parte del camerino donde la actriz recibiría a sus visitas de la salita donde se mudaría. Y en el escenario, la deslumbrante, la única, la eterna Sarah Bernhardt agradecía ahora en francés los aplausos brasileños. El estreno, el día antes, de Fedora, de Victorien Sardou, había sido un grandísimo éxito, pero esta noche La dama de las camelias no transcurrió sin incidentes. El primer actor, Philippe Garnier, en el papel de Armand Duval, había cometido la imprudencia de aparecer ante los espectadores con el rostro lampiño, sin el lustroso bigote tan característico hasta entonces del amante de Margarita Gautier. Desde los palcos más altos, algunos estudiantes trataron de armar escándalo, tirando colillas encendidas a los elegantes que ocupaban el patio de butacas, y el autor Artur Azevedo se levantó de la suya lanzándose a una vehemente defensa del espectáculo y diciendo que la Bernhardt «representaba a la mismísima Francia». La conocía de París, y era él quien le había dado el título de «Divina». Al final del espectáculo, cuatro niños de librea aparecieron en escena con ramos de flores por encargo del emperador. Cogidas en los jardines del palacio imperial, eran de excelente gusto, exceptuando, quizás, las desmesuradas hortensias que componían el ramo llegado de Petrópolis. Los jóvenes románticos que ocupaban las primeras filas de butacas lanzaron sobre la Divina una lluvia de camelias, símbolo de la abolición del esclavismo, cultivadas en el refugio de esclavos de Leblon, y al tiempo alusión poco sutil al papel más sonado de la mejor actriz del mundo.

– C’est pardonnable et c’est charmant… -dijo sotto voce la Bernhardt a sus colegas en el escenario, y éstos contenían la risa mientras trataban de esquivar la granizada de flores. El telón del San Pedro bajó por vigesimotercera vez.

– Ça suffit -añadió Sarah-, porque, si no, vamos a estar aquí más tiempo agradeciendo aplausos del que pasamos preparando la obra. Alexandre no nos perdonaría una cosa así -concluyó, aludiendo al autor del texto, Alejandro Dumas hijo.

Sarah y su compañía habían llegado pocos días antes a Río en el Cotopaxi, el jueves veintisiete de mayo de 1886. A pesar de ser uno de los meses más agradables del año, la actriz se quejó enseguida del calor, aunque se quedó encantada con el recibimiento que se le dispensó en el muelle, y más todavía cuando los estudiantes desengancharon los caballos de su coche e hicieron cuestión de honor el ocupar sus puestos, tirando del vehículo por todo el muelle. Después, camino del hotel, pidió al cochero que levantase la capota, porque quería observar mejor el paisaje y a la gente que se apretujaba a lo largo de las calles para ver siquiera un pedacito de la gran francesa; pero intervino el intérprete brasileño que iba con ella:

– No, madame, en Brasil no es de buen tono ir en coche con la capota levantada.

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