– ¿Y eso por qué?
– Pues no lo sé, madame. Debe de ser porque así da la impresión de que aquí no hace tanto calor.
Sarah Bernhardt no veía el momento de volver al camerino y quitarse los pesados ropajes de su personaje. A los cuarenta y dos años, parecía una muchacha, y su energía era casi de adolescente, pero el trópico es el trópico. No tuvo tiempo de ver cumplido este deseo, porque a la puerta del camerino ya estaba esperándola para servirle de séquito Pedro de Alcántara Joáo Carlos Leopoldo Salvador Bibiano Francisco Xavier de Paula Leocádio Miguel Gabriel Rafael Gonzaga, emperador del Brasil con el nombre de Pedro II. El soberano, que la había visto en uno de sus viajes a Europa, era uno de los más fervorosos partidarios de la presencia de Sarah Bernhardt en Río. Había llegado de Petrópolis especialmente para el estreno.
– Vive l’empereur! -se oyó de lejos en cuanto Su Majestad hizo acto de presencia, y no se habría podido jurar que en este grito no hubiese un cínico toque de zumba. Don Pedro, oyéndolo, se ruborizó de gusto: era la primera vez que le aclamaban en francés.
– Et vive la reine du talent! – replicó.
Los sicofantes que le rodeaban hicieron comentarios entre sí, fingiendo hablar bajo, como para que don Pedro no los oyese:
– ¡Qué ingenio!, ¡menuda réplica!
Se sentaron en los muebles nuevos que decoraban la salita del camerino. Todos iban impecablemente vestidos, con sus uniformes y trajes de gala. Se habría podido pensar que estuviesen en algún salón de París de no ser por los redondeles de sudor que aparecían en torno a todos los sobacos. Sarah pidió champán a su secretario, Maurice Grau, situándose al otro lado del biombo, donde, ayudada por su doncella, se dedicó a quitarse kilos de faldas y enaguas empapadas.
– Espero que a Vuestra Majestad le haya gustado el espectáculo.
– ¿Y cómo podía no gustarme?, lo único que siento es que nuestros teatros no estén todavía a la altura de los teatros europeos.
– Oh, vous savez…, un teatro no es más que eso: un teatro. Lo que importa es lo que se le pone encima [1]…
– Pues, en ese caso, hemos tenido aquí hoy el mejor teatro de todos, el más bello y más luminoso del mundo -respondió, galante, el emperador-, por más que lamente de veras la ausencia de una gran amiga mía, y probablemente, también, una de sus mayores admiradoras, la baronesa de Avaré, Maria Luisa Catarina de Albuquerque. Habla francés, como nosotros, y de niña hizo teatro en el colegio. Las monjas decían de ella que tenía mucho talento. En una función de navidad que organizaron las carmelitas, hizo llorar a los padres de las alumnas interpretando el papel de un ángel de Dios.
– ¿Y qué es lo que impidió a una espectadora tan remarcable asistir al espectáculo? -preguntó Sarah Bernhardt, suavizando con un sorbito de champán el cinismo que encerraba su pregunta.
– Pues, figúrese, que la señora baronesa poseía un violín rarísimo, un Stradivarius. Y hace unos días se lo robaron, y desde entonces doña Luisa está muy desazonada. No hay dulce de calabaza ni bailongo de esclavos que la saque de su profunda melancolía. Y los negros van por ahí diciendo que su señora tiene banzo.
Sarah sonrió, sin entender:
– ¿Banzo?, qu’est-ce que c’est?
– Es como llaman los esclavos a la melancolía, a la tristeza, madame. Es que sienten la falta de la madre Africa. Imagínese, señora, que algunos llegan incluso a morir de saudades. Bueno, saudades es una palabra intraducible, pero viene a querer decir algo así como avoir le cafard.
– ¿Y qué dice la policía de ese asunto?
– Por desgracia, la baronesa Maria Luisa no es partidaria de mezclar a las autoridades en este asunto. El violín se lo regalé yo, y, a pesar de que nuestra amistad es puramente platónica, la emperatriz no vería con buenos ojos que los periódicos lo sacasen a relucir.
– Pues, mire, a lo mejor puedo yo echar una mano a Vuestra Majestad y a su baronesa. Verá, señor emperador, soy muy amiga del más grande detective del mundo: Sherlock Holmes. Es seguro que Vuestra Majestad ha oído hablar de Sherlock Holmes -dijo Sarah.
– He de confesar mi ignorancia, madame. Es la primera vez que oigo ese nombre.
– Por eso precisamente no me canso de repetir a su amigo, el doctor Watson, que lo que debe hacer es sacudirse la pereza y ponerse de una vez a escribir las fantásticas aventuras de Holmes; espero que acabe por seguir mi consejo. Sherlock Holmes es el primer detective del mundo. Remarque usted que en una ocasión encontró las joyas que había perdido una cantora rusa con sólo echar un golpe de ojo a la ropa que ésta había llevado en un banquete ofrecido al emperador.
– ¿A mí?
– No, majestad, a Napoleón III…
– La verdad es que yo no conozco a ningún detective -respondió don Pedro, pasando por alto el pequeño equívoco-, aunque a veces me distrae leer novelas de ésas de misterio. No sé si madame conoce la prosa de Edgar Allan Poe; este Poe ha creado a un personaje interesantísimo, un detective que se llama Auguste Dupin, que aparece en «Los crímenes de la calle Morgue», y luego en otras historias como «El misterio de Marie Rogét» y «La carta robada». A mí Dupin me impresionó mucho, porque, sin otra ayuda que sus deducciones, consigue hasta adivinar lo que piensa la gente.
– Pues yo tengo la seguridad de que ese personaje de ficción no le llega a los tobillos a Holmes, y creo que le encantaría conocer Brasil, y que no hesitaría en aceptar una invitación de Vuestra Majestad. Ya vería cómo encontraba enseguida el violín de su amiga -concluyó Sarah Bernhardt, saliendo, impresionante, de detrás del biombo con un magnífico vestido blanco-, Y ahora, si Vuestra Majestad me lo permite, me espera un souper en el Gran Hotel. Estoy afamada. Nunca como nada antes del espectáculo, y no sabe las ganas que tengo de probar, por fin, la cocina brasileña, de la que tanto ruido se oye partout.
Diciendo esto, la actriz ofreció la mano al emperador, que la besó con respeto. Todos salieron del camerino fascinados con el encanto de la Divina. Don Pedro apuntó discretamente en su agenda el nombre del detective.
El Gran Hotel estaba en el barrio del Catete, en la calle del Marqués de Abrantes. Situado en la cima de una pequeña colina cubierta de jardines y bosquecillos, gozaba del frescor de las brisas del mar, que se divisaba en la lejanía. Era un hotel famoso por sus espaciosas habitaciones y la excelencia de su servicio. Los tranvías subían y bajaban por delante de su entrada, dándole cierto tono romántico. El enorme comedor estaba exquisitamente decorado. Manteles de encaje traídos de Ceará, enormes candeleros en el centro de las mesas, platos de Limoges, cristales de Baccarat, pesados cubiertos de Christofle de plata sobredorada. Alrededor de la mesa esperaban de pie varios periodistas y algunos miembros ilustres de la bohemia literaria de la ciudad. Allí estaban el periodista Pardal Mallet, redactor de la Gazeta de Noticias, y el divertido Guimaráes Passos, poeta y archivero de la mayordomía de la casa imperial, uno de los funcionarios públicos mejor retribuidos del imperio. Passos solía decir que, aunque funcionario público, su verdadero oficio era el de poeta. Defensor interesado del imperio, Passos se pasaba las noches en claro por los bares nocturnos de la ciudad discutiendo acaloradamente con sus amigos republicanos. También estaban allí Múcio Prado, redactor y cronista social del Jornal do Commercio, Belmiro de Almeida, fundador del Rataplan, periódico de reciente aparición, Eduardo Joaquim Correa, del diario de humor O Mequetrefe, Angelo Agosdni, de la Revista Ilustrada, que no se cansaba de publicar comentarios y artículos con la caricatura del emperador, y, finalmente, el elegantísimo millonario Alberto Fazelli, que era hijo de inmigrantes italianos y se creía irresistible. Considerado el pollo pera más codiciado de la ciudad, Albertinho había tomado la decisión de morir viejo y soltero, y, a ser posible, en París. Sus amigos le tomaban el pelo, diciéndole que mucho mejor sería vivir en París y morir en Río. Junto con los periodistas estaban el joven librero Miguel Solera de Lara, dueño de la librería El Rincón de Afrodita, uno de los lugares más frecuentados por los intelectuales de la ciudad, el marqués de Salles, con profundas ojeras y siempre vestido de negro, una especie de enfant gaté de la corte, lector asiduo de su casi tocayo el marqués de Sade, y el famoso sastre Salomáo Calif, que vestía a media población elegante, amén de a los terratenientes de Sao Paulo, que iban a la capital a sacar partido de sus mágicas tijeras. Estaban con todos ellos el dueño del hotel, Aurélio Vidal, y sus amigos, que ocupaban la mayor parte del comedor. Era curioso que no se hubiese invitado a ningún actor ni se viera allí a una sola mujer, exceptuando, naturalmente, a las esclavas negras, que, como los demás criados, iban a servir la cena. Las ventanas estaban abiertas, mostrando espléndidas vistas de la bahía. En aquella estación bastaban cuatro negros con paipáis para refrescar el ambiente. De pronto entró corriendo uno de los negritos encargados de llevar las maletas:
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