Patricia Wentworth - El Estanque En Silencio

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Ninguna ley impide que una famosa actriz, con mucho dinero y algún que otro remordimiento, quiera sentirse acompañada en su vejez, tras retirarse de la escena. Pero el sentido común debiera de impedir que, a cambio de no estar solo, una vieja rica reuniera en una solitaria mansión rural a un conjunto de parientes parásitos dispuestos a quedarse en exclusiva con su herencia. Porque así pasa lo que pasa: se empieza con envidias, rivalidades y rencores y se termina por encontrar cadáveres flotando en el estanque de la finca.

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Los ojos azules de Mary Lenton le miraban con firmeza.

– John, no lo sé. Ella se ha sentido muy desgraciada. Cambié a las niñas a otra habitación porque Jenny dijo que lloraba por la noche. Y se cierra la puerta con llave…

– ¿Desde cuándo?

– Desde que saqué a las niñas.

– ¡No permitiré eso en mi casa!-gritó, con una rabia endurecida en su voz-, ¡Esto es algo muy peligroso! ¡No existe ninguna razón…, ninguna razón, en absoluto!

Pero en la mente de ambos apareció una razón bastante sencilla. Si una joven estaba saliendo por la noche, no querría correr ningún riesgo de que se encontrara la habitación vacía mientras ella no estaba.

– Tendré que hablar con ella -dijo el vicario.

– ¡No, John…, no!

Lenton le lanzó una mirada tan dura como Mary no había visto jamás.

– ¡Esto no puede ser encubierto!

Las lágrimas aparecieron en los ojos de Mary.

– John, deja que yo la vea primero. No es una mujer fuerte y ha sido terriblemente desgraciada. Puede que las cosas no sean tan malas como tú piensas. Déjame verla primero.

Hubo un momento de suspense. Después, John admitió con voz dura:

– Muy bien, pero tiene que ser ahora mismo.

– Se habrá ido a la cama.

– ¿A las nueve y media? -preguntó, mirando su reloj.

– A menudo se acuesta a las ocho y media…, sabes que lo hace.

– No estará dormida, y si lo está, despiértala. ¡No quiero que este asunto se pase por alto! Puedes verla tú primero si insistes en que sea así, pero la responsabilidad es mía en último término, y ni puedo ni quiero cedérsela a nadie más.

Mary Lenton había estado casada durante ocho años y sabía cuándo se encontraba ante una barrera inamovible. En este caso, se trataba de la conciencia de John. Se estremecía sólo de pensar que algún día pudiera interponerse entre ambos. La suya era menos inflexible. Era capaz de hablar con voz firme, pero escuchaba, y siempre lo haría, las peticiones de ayuda hechas con amabilidad. En teoría, Mary podía condenar al pecador, pero en la práctica le resultaba demasiado fácil perdonar.

Subió las escaleras hacia el piso de arriba, con el corazón encogido y llamó a la puerta de la habitación de Ellie. No hubo respuesta y volvió a llamar. Después de una tercera llamada trató de abrir la puerta.

Estaba cerrada con llave.

26

La vicaría era una casa antigua. Había viejas enredaderas en las paredes, y viejos árboles frutales que extendían sus ramas para captar el sol. Cuando Ellie quería salir de la casa por la noche, no tenía necesidad de arriesgarse a bajar las escaleras o de encontrarse con una puerta cerrada con llave. Sólo tenía que cerrar la suya y bajar por las escalonadas ramas de un peral. Había sido fácil…, demasiado fácil para el corazón y la conciencia que ahora la atormentaban. Al principio existió el destello de un amor romántico. Ella misma se había puesto en guardia ante su resplandor, y no pedía más que poder acercar las manos a la llama. Y entonces, él había empezado a darse cuenta de su presencia, a mirarla, a tocarla, a besarla, y la llama había terminado por convertirse en este tormento. Se había producido una lucha en su conciencia, la acrecentada visión de Edna como la esposa no deseada que le retenía en contra de su voluntad y, al final, el hecho manifiesto de que él se retiraba. No podía dejar a Edna, porque si lo hacía, Adriana Ford suprimiría el dinero que le entregaba. Y no la dejaría porque mucho más de lo que pudiera amar nunca a una mujer amaba aquella forma de vida fácil que ahora llevaba. Poco a poco, él fue surgiendo de la neblina de su propia fantasía de joven enamorada, para terminar por presentársele tal y como era. El tomó aquello que se le ofrecía mientras fue fácil y seguro pero si dejaba de ser fácil y seguro, llegaba el momento de decir adiós.

Ese día, que había empezado con el funeral de la pobre Mabel Preston, Ellie Page quedó aturdida por el sufrimiento. No acudió al funeral. Mary Lenton se había ido.

– John ha dicho que sería amable por mi parte el acudir. La pobre era una extraña, y no hay parientes.

Pero Ellie tenía su clase como excusa y de algún modo…, de algún modo logró pasar el día. Aquella noche, cuando se encontraba en su habitación, cerró la puerta con llave y se sentó ante la ventana. Ahora lo hacía cada noche, porque al cabo de un rato su vista se acostumbraba a la oscuridad y podía ver la casa del guarda en Bourne Hall, e incluso más allá. Esmé Trent vivía en aquella casa.

Ellie había llegado a un punto en el que no podía irse a dormir hasta estar segura de que nadie bajaba por el camino de la Casa Ford y volvía hacia aquella casa del guarda. A veces, nadie aparecía. Entonces, hacia la medianoche caía rendida en la cama y se quedaba dormida, inquieta. Otras veces estaba todo demasiado oscuro como para estar segura de si venía alguien o no. Después confiaba y creía, y rezaba, sabiendo que no tenía ningún derecho a rezar, hundiéndose poco a poco en un estado que no era ni de vigilia, ni de sueño. Pero otras veces veía una sombra bajando por el camino y volviéndose al llegar al principal. Y sabía que era Geoffrey Ford. Y entonces, permanecía despierta hasta el amanecer. Esta noche, el tiempo de espera se vio acortado. Había permanecido allí sentada desde hacía no más de media hora cuando vio que alguien bajaba por el camino. Al principio, sólo observó una ligera agitación en la oscuridad. Algo se movió en ella, o se movió por sí misma, como se mueve o se mezcla el agua. Después, cuando abrió la ventana y se asomó al exterior, pudo ver una sombra andando y escuchar, lejano, el débil rumor de unos pasos. La noche estaba tranquila. Los pasos se acercaron. Quizá no fuera Geoffrey. Quizá no viniera esta noche. Se inclinó aún más, agarrándose a la barra central de la ventana. Los pasos se hicieron más lentos y doblaron al llegar a la confluencia con el camino.

Entonces, era Geoffrey. Porque Bourne Hall estaba vacía y nadie iba y venía entre la propiedad y el camino. La casa del guarda tenía una pequeña puerta de postigo que se abría a no más de una docena de pasos de los destrozados pilares de piedra de la entrada. La sombra pasó entre los pilares y terminó por perderse de vista. Pero su sentido del oído, aguzado al máximo, pudo escuchar el clic del pestillo al levantarse y un momento después el de la puerta al cerrarse tras de sí en la vivienda de Esmé Trent. Geoffrey no necesitó ni llamar con los nudillos, ni tocar el timbre. La puerta estaba preparada para su llegada, esperándole. Llegaba y se marchaba cuando quería.

Ellie retrocedió en su habitación y se quedó allí, agarrada todavía a la barra de la ventana. Ya había sucedido antes… muchas veces. Y nunca era fácil soportarlo. Al contrario, como la presión que se ejerce sobre una zona dolorida, cada vez que sucedía se le hacía más insoportable. Y esta noche llegó a un punto en el que ya no podía aguantar más, un punto en el que esta creciente agonía de sufrimiento tenía que encontrar una salida a través de la acción.

Llevaba puesta una falda oscura y un jersey de color claro. Cruzó la habitación, abrió un armario y sacó un chaquetón que hacía juego con la falda. Ni siquiera necesitó encender la luz para encontrarlo. En el armario, todo estaba en orden y podía coger con la mano lo que quería, en la oscuridad. Aquel simple movimiento y después el ponerse el chaquetón y abotonárselo hasta el cuello, le proporcionó un poco de alivio. Regresó a la ventana, se arrodilló en el alféizar y empezó a descender por las ramas del peral. Cuando tuviera que soltarse de la barra se podía agarrar a las ramas escalonadas del árbol. Era bastante fácil y lo había hecho muchas veces, al principio con una sensación de temblorosa aventura, después con una expectación medio temerosa y medio alegre, y al final con temor, y duda, y dolor.

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