Fredric Brown - El Caso De La Señora Murphy

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ESTABA TENDIDO en mi cama esa noche con una costilla rota y un trombón roto. La costilla sanaría, pero no el trombón, según decidí.
A ambos los había roto la noche anterior, bajando las escaleras, en camino a una reunión de aficionados: unos cuantos tipos a quienes había conocido y a los que les gustaba juntarse una noche cada dos semanas para producir ruido. La punta del pie tropezó en una rotura de la alfombra de la escalera, agujero que no estaba allí antes, a unos cuantos peldaños de la parte inferior, y me eché en clavado hacia un aterrizaje de tres puntos, el primero de los cuales había sido el extremo de la caja del trombón. Me había cortado la respiración por un momento y me había dolido, pero no mucho peor que cuando uno se lastima un dedo o se golpea el tobillo contra algo. La señora Bardy, la patrona, oyó la caída y llegó corriendo desde su apartamento al fondo del primer piso; llegó y comenzó a ocuparse de mí, como una gallina de sus polluelos, aun antes de que me levantara. Mi primer pensamiento no fue para mí ni para el trombón (yo no me lastimo con facilidad y la caja debía haber protegido al instrumento), sino para el tapete. Alguien pudo haberse roto el cuello a causa de él.

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A cien metros de distancia encontré un espacio bastante amplio, y en él un Cadillac estacionado, el mismo de color crema de Steck, en el que había llegado a la casa de Dolan unas noches antes.

No había ni siquiera advertido la marca del coche del asesinato, aunque para matarme con él había escogido uno con cinturones en los asientos. El plan había sido sencillo. Había estado aguardando allí, en ese callejón lateral, sin luces. Mi coche sí tenía luces; con facilidad me hubiera podido ver desde lejos y precisar el momento en que su propio coche golpeara al mío en el centro de la carrocería, echarme fuera del camino y precipitarme pendiente abajo, para después irse a su propio coche y largarse al diablo.

Continué rodando hasta hallar un lugar en donde pudiera dar vuelta y regresar. Probablemente estaba más cerca de la Carretera 41, mas no conocía la región y podía perderme; pero sí sabía que podía volverme por donde llegué.

Claro que pude haber ido a la estación de policía más cercana, en Winnetka, a informar lo que había sucedido; ¿para qué? No iba a perjudicar a Steck que lo encontraran hasta el día siguiente. Informar el caso me amarraría con un gran número de preguntas y lanzaría al aire el asunto Dolan… y, además, me estaba invadiendo un terrible «pálpito» respecto a por qué George Steck me había tratado de matar. Aquel pálpito abría casi tantas nuevas preguntas como contestaba otras antiguas. Todavía no percibía todo el cuadro. Todavía no sabía por qué Mike había tratado de robarme una pistola, que era lo que había iniciado todo el negocio, a lo menos desde el punto de vista de los Hunter.

Ya había cruzado Evanston cuando se me pasaron los temblores y comencé a pensar con mayor o menor calma respecto a lo que debía hacer. Tendría que decirlo a Dolan, por supuesto. Y sería conveniente ir a recoger al tío Am de su tarea. No tenía la respuesta completa, pero fuera la que fuese, parecía muy seguro que Elsie, la sirvienta, no tenía ninguna parte en ello. Así que no devolvería el Pontiac aún, y decidí enderezar rumbo a la oficina en lugar de a casa. Me he dado cuenta de que logro mis mejores reflexiones en la oficina, en la noche, cuando nadie anda por ahí y no hay cosa que distraiga.

Entré en la oficina, encendí la luz y me senté en el sillón frente a mi escritorio. Como si estuviera previsto, repicó el teléfono, y aunque no lo sabría sino hasta dentro de media hora, el caso Dolan estaba concluido.

Era una voz suave, voz del Sur, voz agradable, con un ligero indicio de burla bien merecida. La respuesta a mi frase de «Esta hablando Ed Hunter», fue:

– ¿Es el señor Hunter que representa a una escuela de secretarias para señoritas?

No acierta uno con una réplica porque no se está cara a cara; se aguarda unos cuantos segundos antes de decir algo, si le lanzan una curva como ésa cuando ni siquiera se sabe que se está bateando. La voz solamente podía ser la del padre de Elsie Aykers, porque era la única persona a quien le había dicho que representaba una escuela de secretarias, y no le había dado ningún nombre.

– Señor Aykers – le dije -, supongo que usted y su hija han comparado notas y descripciones. Lo lamento; la estaba investigando. Si le ha contado lo que ocurrió en la casa Dolan, comprenderá por qué el señor Dolan deseaba…

– Comprendo, señor Hunter. No estoy disgustado. Elsie no tomó esas llaves, ni las dio, ni las vendió a nadie. Se las robaron.

– El señor Dolan no podía estar seguro de eso, y por ello me contrató para que investigara. No solamente a su hija, sino a todos los que estaban allí.

– ¿A todos? – me preguntó -. Señor Hunter, mi Elsie y yo, como usted dice, comparamos notas. Y puede ser que podamos contar al señor Dolan algo que tenga valor para él.

– El señor Dolan es un hombre generoso – respondí -. Estoy seguro de que si Elsie sabe algo que él desee saber, hará algo.

– ¿Qué tan generoso cree que pueda ser?

– Me parece… – y me detuve a pensar. Si el resto de la respuesta era acerca de algo que Elsie sabía, Dolan sí sería generoso. Veamos lo que le estaba costando. Solamente Hunter & Hunter, con gastos, etcétera, representaba ya más de mil dólares y no parecía que aquello le preocupara -. Me parece que hasta le podría pagar un curso en una escuela de secretarias si está realmente interesada en eso. ¿Están ustedes en la casa?

– Esperaba que me dijera eso mismo. Sí, a Elsie le agradaría aprender a trabajar en una oficina. No, no estamos en casa. Elsie y yo nos encontramos en el Loop. Podríamos ir a su oficina muy pronto. Hemos estado telefoneando a su casa y a la oficina.

Le pedí que fueran, y, mientras esperaba, me preguntaba si cuando llegaran bajaría a llamar al tío Am para que asistiera a la conferencia; vendría tras ellos y con una terrible curiosidad cuando viera a dónde iban. Decidí no hacerlo; esto podía ser la solución del caso, aunque también pudiera ser algo que convirtiera la vigilancia de Elsie en más importante que antes.

Muy pronto los oí en el corredor y abrí la puerta antes de que llegaran a ella. Diez minutos más tarde sabía cuál era la solución del caso, y me sentí como el mismo infierno. Una cosita bien sencilla había visto Elsie. Una cosa mortal según se demostró.

Con una voz que no se oía como la más les di las gracias, y les aseguré que, aunque Dolan no ofreciera nada, yo personalmente me aseguraría de que hubiera algún dinero para ellos, de lo que a nosotros nos correspondía. Me importaba un comino, en ese momento, si lo tomaban todo.

Caminé con ellos escaleras abajo hasta el coche del señor Aykers.

Mientras tanto, había divisado en dónde estaba estacionado el tío Am, y antes de que pudiera irse tras ellos, me acerqué al Buick y lo detuve.

– El caso terminado – le informé, y la voz se oía como muerta -. Vamos arriba y llamaremos a Dolan. Me parece que será mejor tenerlo aquí, decírselo en la oficina, y no en su casa.

Caminamos escaleras arriba y yo le dije:

– Ángela. Steck.

– ¿Me quieres decir, los que hablaban el martes en la tarde cuando Mike los escucho? Pero si Mike dijo que eran dos hombres.

– Espera hasta que llame a Dolan y le diga que venga par acá. – Telefoneé a Dolan, le informé que teníamos las respuestas y que preferíamos dárselas en nuestra oficina y no en su casa, a lo que me contestó que iría al momento.

Entonces lancé un suspiro profundo y empecé:

– Ángela dijo la verdad cuando me confesó que había estado atraída por Steck cuando llegó a trabajar para Dolan, y que su padre se opuso y ni siquiera le permitía salir con nadie que estuviera metido con los fulleros, para no hablar de que se casara con él. Mintió cuando añadió que había terminado todo. El asunto continuó bajo cuerda. Ellos…

– ¡Ed, cómo puedes saber eso!

– Es indiscutible que para ellos hay un motivo conjunto: el hecho de que no se pueden casar en tanto Dolan esté vivo. Además de un tercio, digamos, de medio millón para Ángela. Y un ascenso en la administración para George Steck, si piensa que estaba en línea recta. Qué tan seriamente habían proyectado matar a Dolan, qué tan cerca habían estado de hacerlo si Mike no hubiese volado el globo, eso sí que no lo sé. Por lo menos hablaron acerca de ello. Fuera del cuarto de Mike, en la tarde del último martes.

– Muchacho, Mike dijo que escuchó a dos hombres.

– La versión de Elsie explica eso. El martes en la tarde, como a las dos, subió a su cuarto a cambiar vestido, y al regresar por las escaleras de atrás… cuando llega al segundo piso desde el descansillo se alcanza a ver todo lo largo del corredor.

»Vio a dos personas de pie, hablando frente a la puerta del cuarto de Mike. Ellas no la vieron, supongo. Eran George Steck y Ángela Dolan.

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