– Sí. Continúe.
– Poco después de que llegáramos, Bárbaro tuvo una mala racha y, cuando empezó a alborotar, el encargado de seguridad y su ayudante intervinieron para llevarlo a la salida -Patta volvió a mover la cabeza afirmativamente, convencido de la necesidad de ocultar posibles problemas de la vista del público-. Él estaba en compañía de una mujer, y ella los siguió -Brunetti cerró los ojos, como si reconstruyera la escena, y continuó-: Lo llevaron hasta el pie del primer tramo de la escalera, y supongo que debieron de pensar que ya había pasado el peligro, porque le soltaron los brazos y esperaron un momento para ver si se había calmado. Entonces los empleados de seguridad del Casino empezaron a subir la escalera para volver a las salas de juego -miró a Patta, porque sabía que a su superior le gustaba que lo mirasen cuando le hablaban-. Entonces, por algún motivo que no se me alcanza, Bárbaro sacó una pistola y nos apuntó, no sé si a nosotros o a los de seguridad -esto era verdad: él no sabía a quién apuntaba Bárbaro-. Para entonces Griffoni y yo ya habíamos sacado las armas y, al vernos, él debió de pensarlo mejor y dio la pistola a la signora Marinello -le pareció buena señal que Patta no demostrara extrañeza al oírle referirse a ella tan ceremoniosamente-. Entonces -prosiguió-, en sólo cuestión de segundos, él se volvió y levantó el brazo como si fuera a golpearla. No a abofetearla, sino a darle un puñetazo. Tenía el puño cerrado, yo lo vi -daba la impresión de que Patta estaba oyendo un relato que ya conocía-. Entonces ella le disparó. Él cayó al suelo, y ella volvió a dispararle -Patta no hizo pregunta alguna a este respecto, pero Brunetti añadió-: No sé por qué hizo tal cosa.
– ¿Eso es todo?
– Todo lo que yo vi, señor.
– ¿Ella dijo algo? -preguntó Patta, y Brunetti fue a responder, pero Patta especificó-: Me refiero a cuando habló con ella en el Casino. Sobre por qué lo hizo.
– No, señor -respondió Brunetti sin faltar a la verdad.
Patta echó el sillón hacia atrás y cruzó las piernas, dejando al descubierto un calcetín más negro que la noche y más terso que la mejilla de una niña.
– Tenemos que proceder con tiento, Brunetti, supongo que se hará cargo.
– Desde luego.
– He hablado con Griffoni, y corrobora lo que usted me ha contado, o usted corrobora lo que me ha contado ella. Me ha dicho lo mismo que usted, que él le entregó la pistola y luego fue a darle un puñetazo.
Brunetti asintió.
– Hoy he hablado con el marido -dijo Patta, y Brunetti disimuló el asombro con un ligero carraspeo-. Hace años que nos conocemos -explicó el vicequestore -. Del Lions Club.
– Ah, claro -dijo Brunetti poniendo en su voz la admiración que la entidad suscita en el vulgo-. ¿Qué le ha dicho él?
– Que su esposa sintió pánico al ver que Bárbaro iba a golpearla -entonces, en tono confidencial, como otorgando a Brunetti las prerrogativas de socio por un día del club de viejos camaradas, Patta agregó-: Ya puede usted imaginar lo que habría sido de su cara si él llega a golpearla. Podría habérsela roto.
Brunetti sintió una convulsión en el estómago al oír estas palabras, pero enseguida comprendió que Patta hablaba en serio y en sentido literal. Tras un momento de reflexión admitió que, probablemente, su jefe estaba en lo cierto.
– Y, cuando él cayó al suelo, ella le vio mover la mano hacia su pierna. Me ha dicho el marido que eso la impulsó a volver a disparar -y entonces, encarándose con Brunetti-: ¿Usted lo vio?
– No, señor. Yo la miraba a ella y, de todos modos, tampoco hubiera podido apreciarlo con mi ángulo de visión -esto no tenía sentido, pero Patta deseaba creer lo que le habían contado, y Brunetti no veía motivo alguno para impedírselo.
– Lo mismo me ha dicho Griffoni -subrayó Patta.
Un punto de malicia indujo a Brunetti a preguntar:
– ¿Qué han decidido usted y el marido, vicequestore?
Patta captó la pregunta sin oír las palabras exactas y respondió:
– Me parece que bien claro está lo ocurrido, ¿no?
– Sí, señor.
– Ella se sintió amenazada y se defendió del único modo que supo -explicó Patta, y Brunetti comprendió que lo mismo había dicho al questore -. En cuanto a ese Antonio Bárbaro, he pedido a la signorina Elettra que se informara sobre él y lo ha conseguido con asombrosa rapidez. Tenía antecedentes de violencia.
– Ah -se permitió exclamar Brunetti, y preguntó-: Por lo tanto, la posibilidad de presentar cargos…
Patta ahuyentó la idea como si fuera una mosca.
– No es necesario, desde luego -e, infundiendo patetismo en el tono, el vicequestore agregó-: Ya han sufrido bastante -seguramente, incluía al marido en el plural, y Brunetti pensó que tenía razón. Habían sufrido. Se puso en pie.
– Me alegro de que esto esté resuelto.
Patta obsequió a Brunetti con una de sus esporádicas sonrisas y Brunetti, como le ocurría cada vez que veía sonreír a su superior, se sorprendió de lo guapo que era.
– Así pues, ¿hará usted el informe, Brunetti.
– Por supuesto, señor -dijo el comisario, movido por un insólito deseo de obedecer al jefe-. Ahora mismo.
– Bien -dijo Patta acercándose unos papeles.
Una vez en su despacho, Brunetti recordó su deseo de poseer su propio ordenador, aunque en este momento su falta no le producía gran pesar. Escribió un relato, ni corto ni largo, de lo sucedido en el Casino dos noches antes. Se limitó a describir lo que había visto, atribuyendo a Franca Marinello una actitud pasiva, como la persona que había seguido a Bárbaro por la escalera y a la que él había entregado la pistola. Según el relato de Brunetti, ella no había adoptado una conducta activa hasta el momento en que Bárbaro le había levantado la mano, y aquí Brunetti describía su reacción. No consignó haberla visto hablar a Bárbaro ni mencionó que ella le preguntara por Ovidio, como tampoco hizo referencia a su cita en la gelateria.
Sonó el teléfono y Brunetti contestó.
– Aquí Bocchese -dijo el jefe del laboratorio.
– Sí -dijo Brunetti sin dejar de escribir.
– Acabo de recibir por mail los resultados de la autopsia del hombre muerto en el Casino.
– ¿Sí?
– Tenía en la sangre mucho alcohol y una sustancia aún no identificada. Podría ser éxtasis o cosa por el estilo. Pero algo había. Harán más pruebas.
– ¿Y ustedes? -preguntó Brunetti-. ¿Han encontrado algo?
– Me han enviado las balas y les he echado un vistazo. Los de Mestre ya me habían enviado las fotos de la bala que sacaron del lodo del depósito de Marghera. Si no concuerda, dimito y pongo una tienda de antigüedades.
– ¿Eso piensa hacer cuando se jubile? -preguntó Brunetti.
– No será necesario -respondió el técnico-. Conozco ya a tanta gente del ramo que no me haría falta la tienda. Así me ahorraría los impuestos.
– Desde luego.
– ¿Aún quiere que investigue el asunto aquel, qué era, del individuo de Tessera, que tenía camiones?
– Se lo agradeceré.
– Me llevará un par de días. Tendré que azuzarles para que me envíen las fotos de las balas.
– Insista, Bocchese. Ahí puede haber algo.
– De acuerdo, si usted lo dice. ¿Eso es todo?
Estaba el dentista, y su asesinato aún sin aclarar. Si la policía comprobaba que la pistola era el arma del crimen, podrían relacionar a Bárbaro con el dentista, ¿no?
– No, nada más -dijo Brunetti colgando el teléfono.
***
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