Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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– ¿Y durante estos dos últimos años? -preguntó Brunetti.

– ¿A qué se refiere? -dijo ella ásperamente.

– ¿No ha sospechado?

– ¿Qué? ¿Que Antonio era mi…, cómo lo llamo? ¿Mi amante?

– No es la palabra más apropiada -dijo Brunetti-. ¿No ha sospechado?

– Confío en que no -dijo ella rápidamente-. Pero no sé lo que sabe ni si se permite pensar en eso. Él sabía que yo veía a Antonio y creo… creo que temía preguntar. Y yo no podía decirle nada -se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos-. Es un tópico, ¿no? Marido viejo y esposa joven. Naturalmente, ella se buscará un amante.

– «Y, así, por ambas partes la simple verdad se oculta» -dijo Brunetti, sorprendiéndose a sí mismo.

– ¿Cómo? -preguntó ella.

– Perdone, es una frase que a veces cita mi mujer -respondió Brunetti, sin más explicaciones, sin saber él mismo por qué le había venido a la cabeza-. ¿Podría hablarme de lo sucedido anoche?

– En realidad, poco hay que decir -respondió ella, otra vez con cansancio-. Antonio me dijo que me reuniera allí con él, y yo, habituada a obedecerle, fui.

– ¿Y su marido?

– Supongo que él se ha acostumbrado, lo mismo que yo. Le dije que salía y no me hizo preguntas.

– Pero usted no ha llegado a su casa hasta esta mañana.

– Por desgracia, Maurizio también se ha acostumbrado a esto -su voz era lúgubre.

– Ah -fue lo único que supo decir Brunetti. Y-: ¿Qué pasó?

Ella apoyó los codos en la mesa y puso la barbilla sobre las manos.

– ¿Por qué había de decirle eso, comisario?

– Porque, antes o después, tendrá que decírselo a alguien y yo soy una buena opción -dijo él, convencido de ambas cosas.

A él le pareció que su mirada se suavizaba cuando ella dijo:

– Sabía que alguien a quien le guste Cicerón ha de ser buena persona.

– No lo soy-dijo él, convencido también de esto-. Pero siento curiosidad y, si puedo, me gustaría poder ayudarla, dentro de lo que permite la ley.

– Cicerón se pasó la vida mintiendo, ¿no?

La primera reacción de Brunetti fue la de sentirse insultado, pero enseguida comprendió que lo que acababa de oír era una pregunta, no una comparación.

– ¿Se refiere a los casos legales?

– Sí. Amañaba las pruebas, sobornaba a todos los testigos a los que podía hacer llegar dinero, tergiversaba la verdad y, probablemente, recurría a todas las triquiñuelas que siempre han utilizado los abogados -parecía satisfecha con la lista.

– Pero no en su vida privada -dijo Brunetti-. Quizá fuera vanidoso y débil, pero en el fondo era un hombre honrado, o eso creo. Y valiente.

Ella estudiaba la expresión de Brunetti, mientras sopesaba lo que él decía.

– Lo primero que dije a Antonio fue que usted era policía y que iba a arrestarlo. Él siempre iba armado. Yo ya lo conocía lo suficiente… -empezó y calló un momento, como si escuchara un eco, antes de decir-:… para saber que sacaría la pistola. Pero entonces lo vio, los vio a ustedes dos que le apuntaban, y yo le dije que sería inútil resistirse, que los abogados de su familia lo sacarían de cualquier atolladero -ella apretó los labios, y a Brunetti le chocó lo poco atractivo que era el gesto-. Él me creyó, o estaba tan confuso que no sabía qué hacer y, cuando le pedí la pistola, me la dio.

Sonó un golpe en la puerta de la calle y los dos se volvieron hacia allí, pero sólo era una madre que trataba de salir con un cochecito. De una mesa cercana se levantó una mujer y sostuvo la puerta abierta para que la otra pudiera salir.

Brunetti se volvió hacia Franca Marinello.

– ¿Qué le dijo entonces?

– Le he dicho que ya lo conocía bien, ¿recuerda?

– Sí.

– Pues le dije que pensaba que era gay, que follaba como un marica y que si se acostaba conmigo era porque no parezco una mujer -esperó la respuesta de Brunetti, pero, en vista de que no llegaba, prosiguió-: No era verdad, desde luego. Pero yo lo conocía y sabía lo que haría -le cambió la voz, de la que hacía rato había desaparecido toda emoción, y dijo con una ecuanimidad casi académica-: Antonio no sabía reaccionar a la oposición más que con la violencia. Yo sabía lo que iba a hacer. Y le disparé -calló pero, como Brunetti no decía nada, agregó-: Cuando lo vi en el suelo, pensé que quizá no lo había matado, y le disparé a la cara -la suya estaba inmóvil mientras ella lo decía.

– Ya veo -dijo Brunetti finalmente.

– Y volvería a hacerlo, comisario. Volvería a hacerlo -él iba a preguntar por qué, pero sabía que ella ya era incapaz de dejar de explicarse-. Ya le he dicho que tenía gustos malsanos.

Y éstas fueron sus últimas palabras.

Capítulo 29

– En fin -dijo Paola-, yo le daría una medalla -Brunetti se había acostado temprano, diciendo que estaba cansado, sin explicar por qué. Paola se fue a la cama horas después y se durmió enseguida, pero se despertó a las tres, al lado de un Brunetti insomne e inmóvil que recorría con el pensamiento todos los hechos de la víspera, repasando sus conversaciones con la contessa, con Griffoni y, finalmente, con Franca Marinello.

Él tardó algún tiempo en contárselo todo. A intervalos, acompañaban su relato las campanadas que sonaban en distintos puntos de la ciudad, a las que ninguno de los dos prestaba atención. Mientras él explicaba, teorizaba y trataba de imaginar, su pensamiento volvía una y otra vez a aquella expresión que a ella le había costado encontrar: «gustos malsanos».

– Oh, Dios -dijo Paola al oírla-. No sé qué puede significar. Y me parece que prefiero no saberlo.

– ¿Puede una mujer prestarse a algo así durante dos años? -preguntó él y, mientras lo decía, comprendió que no había elegido bien sus palabras.

Ella, en lugar de responder, encendió la lámpara de la mesita de noche y se volvió hacia él.

– ¿Qué ocurre?

– Nada -dijo Paola-. Sólo quería verle la cara a la persona capaz de hacer semejante pregunta.

– ¿Qué pregunta? -inquirió Brunetti, indignado.

– La de si una mujer puede «prestarse» a eso durante dos años.

– ¿Qué tiene de malo? Me refiero a la pregunta.

Ella deslizó el cuerpo hacia abajo y se subió la ropa de la cama por encima del hombro.

– En primer lugar, da por sentado que existe una mentalidad femenina, que todas las mujeres reaccionarían del mismo modo en esas circunstancias -se incorporó bruscamente apoyándose en el codo y prosiguió-: Piensa en el miedo, Guido; piensa en lo que ella habrá tenido que soportar durante dos años. Ese hombre era un asesino, y ella sabía lo que les había hecho al dentista y a su mujer.

– ¿Crees que pensó que tenía que sacrificarse para mantener intactas las ilusiones que su marido se hacía sobre sí mismo? -dijo él, sintiéndose virtuoso por preguntar tal cosa y satisfecho con la elección de sus palabras. Trató de abstenerse de seguir por ahí, pero no pudo-: ¿Qué clase de feminista eres tú, que defiende algo semejante?

Ella abrió la boca para responder pero tardó en encontrar las palabras. Al fin dijo:

– Miren el pulpito del que procede el sermón.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– No se supone, Guido. Significa, sencillamente, que tú no eres el más indicado para erigirte en paladín del feminismo, y menos, en esta cuestión. Te reconozco muchos méritos y admito que, en otro momento y circunstancias, puedes ser paladín de lo que se te antoje, incluso del feminismo, pero ahora no, en este caso no.

– No sé de qué hablas -dijo él, aunque temía saberlo.

Ella apartó la ropa y se sentó en la cama, de cara a él.

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