Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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Brunetti creía comprenderlo, pero no lo dijo.

– Por eso quiero hablar con ella -rememoró la escena: Griffoni se hallaba junto a la barandilla cuando él la miró, por lo que debía de ver a los que estaban abajo, en el rellano, desde otro ángulo.

– ¿Qué vio usted exactamente? -preguntó.

– Le vi sacar la pistola, dársela a ella y levantar la mano para golpearla.

– ¿Pudo oír algo?

– No; estaba muy lejos, y los otros dos subían la escalera hacia nosotros. No vi que él dijera nada, y ella estaba de espaldas a mí. ¿Usted oyó algo?

Él, que no había oído nada, respondió:

– No -y añadió-: Pero tuvo que haber una razón para que él hiciera lo que hizo.

– Y para que ella hiciera lo que hizo -agregó Griffoni.

– Sí, desde luego -él dio las gracias a la comisaria por el número y cortó.

Franca Marinello contestó a la segunda señal. Pareció sorprenderla que Brunetti la llamara.

– ¿Tengo que volver a la questura? -preguntó.

– No, signora, pero me gustaría ir a su casa, para hablar con usted.

– Ya -se hizo una larga pausa, y ella dijo, sin dar explicaciones-:Me parece mejor que hablemos en otro sitio.

Brunetti pensó en el marido.

– Como prefiera.

– Podríamos encontrarnos dentro unos veinte minutos -propuso ella-. ¿Le parece bien en Campo Santa Margherita?

– Por supuesto -dijo Brunetti, sorprendido por lo modesto del barrio-. ¿Dónde?

– Hay una gelateria frente a la farmacia.

– Causin -apuntó él.

– ¿Veinte minutos?

– De acuerdo.

Cuando él llegó, ella ya estaba, en una mesa del fondo. Se levantó al verlo entrar y, una vez más, a él le chocó el contraste de su aspecto. Del cuello para abajo, era una mujer de treinta y tantos años, vestida con sencillez. Jeans negros ajustados, botas caras, suéter de cachemir amarillo pálido y pañuelo al cuello, de seda estampada. Pero, al levantar la mirada por encima del pañuelo, le parecía estar viendo la cara que suele estar reservada a las maduras esposas de los políticos norteamericanos: la piel muy tirante, la boca muy ancha y los ojos retocados por expertos cirujanos.

Él le estrechó la mano y, una vez más, sintió la firmeza del apretón.

Se sentaron, se acercó una camarera y a él no se le ocurrió qué pedir.

– Yo tomaré una manzanilla -dijo ella.

De pronto a él ésta le pareció la única elección posible y movió la cabeza de arriba abajo. La camarera se alejó hacia la barra.

Sin saber cómo empezar, él preguntó:

– ¿Viene aquí a menudo? -se sintió incómodo por haber recurrido a una pregunta tan estúpida.

– En verano sí. Vivimos cerca. Me gustan los helados -dijo ella. Miró por la amplia ventana-. Y me encanta este campo. Es tan…, no sé la palabra…, tan vital. Siempre está animado -se volvió hacia él-. Supongo que hace años esto era así, un lugar en el que vivía gente corriente.

– ¿Se refiere al campo o a Venecia en sí? -preguntó Brunetti.

Con gesto pensativo, ella respondió:

– A los dos, seguramente. Maurizio habla de cómo era antes la ciudad, pero yo nunca la vi así. Será porque la veía con ojos de forastera y por poco tiempo.

– Quizá poco tiempo para Venecia -concedió Brunetti. Y, juzgando que ya habían intercambiado suficientes banalidades, dijo-: Al fin he leído a Ovidio.

– Ah -respondió ella. Y añadió-: No creo que las cosas hubieran sido diferentes aunque lo hubiera leído antes.

Él se preguntó qué diferencia habría podido suponer eso, pero no pidió aclaración. Sólo dijo:

– ¿Querría hablarme de ello?

Los interrumpió la vuelta de la camarera. Traía una bandeja grande con una tetera y una jarrita de miel, además de las tazas y platos. Lo puso todo en la mesa diciendo:

– He recordado que toma la infusión con miel, signora.

– Qué amable -dijo Marinello sonriendo con la voz. La camarera se alejó. Ella destapó la tetera, agitó la bolsita varias veces y tapó de nuevo-. Siempre que tomo esto me acuerdo de Peter Rabbit -dijo levantando la tetera-. Su madre se lo daba cuando estaba enfermo -hizo girar el líquido varias veces.

Brunetti había leído el cuento a sus hijos cuando eran pequeños y recordaba que así era, pero no dijo nada.

Ella vertió la manzanilla en su taza, le echó una cucharada de miel y acercó la jarrita a Brunetti que también se sirvió, mientras trataba de recordar si la señora Rabbit ponía miel en la manzanilla.

Él sabía que el té estaba demasiado caliente, y no lo tocó, optando por dejar a un lado a Ovidio.

– ¿Cómo lo conoció?

– ¿A quién? ¿Antonio?

– Sí.

Ella removió la infusión y puso la cucharilla en el plato. Entonces miró a Brunetti.

– Si le cuento eso, voy a tener que contárselo todo, ¿verdad?

– Me gustaría que lo hiciera -respondió Brunetti.

– Está bien -de nuevo removió la manzanilla. Levantó la mirada, volvió a mirar la taza y, finalmente, dijo-: Mi marido tiene relaciones comerciales con mucha gente.

Brunetti guardó silencio.

– Algunas de esas personas son…, en fin, son personas que… personas acerca de las que él preferiría que yo no supiera nada -lo miró para ver si él la seguía y continuó-: Hace varios años, inició una colaboración… -se interrumpió-. No; es una palabra muy cómoda, o muy vaga. Contrató a una empresa dirigida por personas que a él le constaba eran delincuentes, aunque lo que hacía él no era ilegal -tomó un sorbo de manzanilla, añadió miel y removió-. Supe después -prosiguió, y Brunetti tomó nota de que no decía cómo había sabido lo que fuera a decir a continuación- que aquello ocurrió durante una cena. Él había salido a cenar con el jefe de todos ellos para celebrar el contrato, el convenio o comoquiera que lo llamaran. Yo no quise acompañarle, y Maurizio les dijo que estaba enferma. Fue lo único que se le ocurrió, para que no se ofendieran. Pero ellos se dieron cuenta, y se ofendieron -le miró y dijo-: Usted debe de tener más experiencia que yo con esa gente y sabrá lo importante que es para ellos ser respetados -al ver que Brunetti asentía, dijo-: Supongo que, en parte, todo debió de empezar entonces, la noche en que Maurizio no me llevó consigo para presentarme a ellos -se encogió de hombros-. Ya no importa, imagino. Aunque a todos nos gusta saber el porqué de las cosas -y con una repentina transición-: Bébase la manzanilla. No querrá que se le enfríe, comisario -vaya, «comisario», se dijo Brunetti, y tomó un sorbo que le recordó su niñez, cuando tenía que guardar cama con un resfriado o la gripe-. Cuando les dijo que estaba enferma -prosiguió ella-, el que le había invitado preguntó qué tenía. Aquel día me habían hecho otra cura en la boca -lo miró como para ver si él entendía el significado de la frase, y él asintió-: Esto era parte de aquel otro asunto -bebió manzanilla-. Y Maurizio debió de notar que estaban resentidos, porque les dijo más de lo que debía; por lo menos, lo suficiente como para que ellos dedujeran lo sucedido. Debió de ser Antonio el que se interesó por eso -volvió a mirarlo y dijo con voz glacial-: Antonio podía ser encantador y comprensivo -Brunetti no dijo nada-. Así pues, Maurizio les contó, por lo menos, parte de lo ocurrido. Y entonces dijo algo… -ella se detuvo un momento y preguntó-: ¿Ha leído esa obra de teatro sobre Beckett y Enrique nosecuántos?

– Enrique Segundo.

– Entonces recordará el pasaje en el que el rey pregunta a sus nobles si no habrá entre ellos quien le libre de ese clérigo pesado, o algo así.

– Sí; lo recuerdo -el historiador que había en él deseaba puntualizar que, probablemente, la historia era apócrifa, pero no parecía momento oportuno.

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