Brunetti creía comprenderlo, pero no lo dijo.
– Por eso quiero hablar con ella -rememoró la escena: Griffoni se hallaba junto a la barandilla cuando él la miró, por lo que debía de ver a los que estaban abajo, en el rellano, desde otro ángulo.
– ¿Qué vio usted exactamente? -preguntó.
– Le vi sacar la pistola, dársela a ella y levantar la mano para golpearla.
– ¿Pudo oír algo?
– No; estaba muy lejos, y los otros dos subían la escalera hacia nosotros. No vi que él dijera nada, y ella estaba de espaldas a mí. ¿Usted oyó algo?
Él, que no había oído nada, respondió:
– No -y añadió-: Pero tuvo que haber una razón para que él hiciera lo que hizo.
– Y para que ella hiciera lo que hizo -agregó Griffoni.
– Sí, desde luego -él dio las gracias a la comisaria por el número y cortó.
Franca Marinello contestó a la segunda señal. Pareció sorprenderla que Brunetti la llamara.
– ¿Tengo que volver a la questura? -preguntó.
– No, signora, pero me gustaría ir a su casa, para hablar con usted.
– Ya -se hizo una larga pausa, y ella dijo, sin dar explicaciones-:Me parece mejor que hablemos en otro sitio.
Brunetti pensó en el marido.
– Como prefiera.
– Podríamos encontrarnos dentro unos veinte minutos -propuso ella-. ¿Le parece bien en Campo Santa Margherita?
– Por supuesto -dijo Brunetti, sorprendido por lo modesto del barrio-. ¿Dónde?
– Hay una gelateria frente a la farmacia.
– Causin -apuntó él.
– ¿Veinte minutos?
– De acuerdo.
Cuando él llegó, ella ya estaba, en una mesa del fondo. Se levantó al verlo entrar y, una vez más, a él le chocó el contraste de su aspecto. Del cuello para abajo, era una mujer de treinta y tantos años, vestida con sencillez. Jeans negros ajustados, botas caras, suéter de cachemir amarillo pálido y pañuelo al cuello, de seda estampada. Pero, al levantar la mirada por encima del pañuelo, le parecía estar viendo la cara que suele estar reservada a las maduras esposas de los políticos norteamericanos: la piel muy tirante, la boca muy ancha y los ojos retocados por expertos cirujanos.
Él le estrechó la mano y, una vez más, sintió la firmeza del apretón.
Se sentaron, se acercó una camarera y a él no se le ocurrió qué pedir.
– Yo tomaré una manzanilla -dijo ella.
De pronto a él ésta le pareció la única elección posible y movió la cabeza de arriba abajo. La camarera se alejó hacia la barra.
Sin saber cómo empezar, él preguntó:
– ¿Viene aquí a menudo? -se sintió incómodo por haber recurrido a una pregunta tan estúpida.
– En verano sí. Vivimos cerca. Me gustan los helados -dijo ella. Miró por la amplia ventana-. Y me encanta este campo. Es tan…, no sé la palabra…, tan vital. Siempre está animado -se volvió hacia él-. Supongo que hace años esto era así, un lugar en el que vivía gente corriente.
– ¿Se refiere al campo o a Venecia en sí? -preguntó Brunetti.
Con gesto pensativo, ella respondió:
– A los dos, seguramente. Maurizio habla de cómo era antes la ciudad, pero yo nunca la vi así. Será porque la veía con ojos de forastera y por poco tiempo.
– Quizá poco tiempo para Venecia -concedió Brunetti. Y, juzgando que ya habían intercambiado suficientes banalidades, dijo-: Al fin he leído a Ovidio.
– Ah -respondió ella. Y añadió-: No creo que las cosas hubieran sido diferentes aunque lo hubiera leído antes.
Él se preguntó qué diferencia habría podido suponer eso, pero no pidió aclaración. Sólo dijo:
– ¿Querría hablarme de ello?
Los interrumpió la vuelta de la camarera. Traía una bandeja grande con una tetera y una jarrita de miel, además de las tazas y platos. Lo puso todo en la mesa diciendo:
– He recordado que toma la infusión con miel, signora.
– Qué amable -dijo Marinello sonriendo con la voz. La camarera se alejó. Ella destapó la tetera, agitó la bolsita varias veces y tapó de nuevo-. Siempre que tomo esto me acuerdo de Peter Rabbit -dijo levantando la tetera-. Su madre se lo daba cuando estaba enfermo -hizo girar el líquido varias veces.
Brunetti había leído el cuento a sus hijos cuando eran pequeños y recordaba que así era, pero no dijo nada.
Ella vertió la manzanilla en su taza, le echó una cucharada de miel y acercó la jarrita a Brunetti que también se sirvió, mientras trataba de recordar si la señora Rabbit ponía miel en la manzanilla.
Él sabía que el té estaba demasiado caliente, y no lo tocó, optando por dejar a un lado a Ovidio.
– ¿Cómo lo conoció?
– ¿A quién? ¿Antonio?
– Sí.
Ella removió la infusión y puso la cucharilla en el plato. Entonces miró a Brunetti.
– Si le cuento eso, voy a tener que contárselo todo, ¿verdad?
– Me gustaría que lo hiciera -respondió Brunetti.
– Está bien -de nuevo removió la manzanilla. Levantó la mirada, volvió a mirar la taza y, finalmente, dijo-: Mi marido tiene relaciones comerciales con mucha gente.
Brunetti guardó silencio.
– Algunas de esas personas son…, en fin, son personas que… personas acerca de las que él preferiría que yo no supiera nada -lo miró para ver si él la seguía y continuó-: Hace varios años, inició una colaboración… -se interrumpió-. No; es una palabra muy cómoda, o muy vaga. Contrató a una empresa dirigida por personas que a él le constaba eran delincuentes, aunque lo que hacía él no era ilegal -tomó un sorbo de manzanilla, añadió miel y removió-. Supe después -prosiguió, y Brunetti tomó nota de que no decía cómo había sabido lo que fuera a decir a continuación- que aquello ocurrió durante una cena. Él había salido a cenar con el jefe de todos ellos para celebrar el contrato, el convenio o comoquiera que lo llamaran. Yo no quise acompañarle, y Maurizio les dijo que estaba enferma. Fue lo único que se le ocurrió, para que no se ofendieran. Pero ellos se dieron cuenta, y se ofendieron -le miró y dijo-: Usted debe de tener más experiencia que yo con esa gente y sabrá lo importante que es para ellos ser respetados -al ver que Brunetti asentía, dijo-: Supongo que, en parte, todo debió de empezar entonces, la noche en que Maurizio no me llevó consigo para presentarme a ellos -se encogió de hombros-. Ya no importa, imagino. Aunque a todos nos gusta saber el porqué de las cosas -y con una repentina transición-: Bébase la manzanilla. No querrá que se le enfríe, comisario -vaya, «comisario», se dijo Brunetti, y tomó un sorbo que le recordó su niñez, cuando tenía que guardar cama con un resfriado o la gripe-. Cuando les dijo que estaba enferma -prosiguió ella-, el que le había invitado preguntó qué tenía. Aquel día me habían hecho otra cura en la boca -lo miró como para ver si él entendía el significado de la frase, y él asintió-: Esto era parte de aquel otro asunto -bebió manzanilla-. Y Maurizio debió de notar que estaban resentidos, porque les dijo más de lo que debía; por lo menos, lo suficiente como para que ellos dedujeran lo sucedido. Debió de ser Antonio el que se interesó por eso -volvió a mirarlo y dijo con voz glacial-: Antonio podía ser encantador y comprensivo -Brunetti no dijo nada-. Así pues, Maurizio les contó, por lo menos, parte de lo ocurrido. Y entonces dijo algo… -ella se detuvo un momento y preguntó-: ¿Ha leído esa obra de teatro sobre Beckett y Enrique nosecuántos?
– Enrique Segundo.
– Entonces recordará el pasaje en el que el rey pregunta a sus nobles si no habrá entre ellos quien le libre de ese clérigo pesado, o algo así.
– Sí; lo recuerdo -el historiador que había en él deseaba puntualizar que, probablemente, la historia era apócrifa, pero no parecía momento oportuno.
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