Donna Leon - La otra cara de la verdad

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Cuando el comisario Brunetti conoce a Franca Marinello, esposa de un hombre de negocios veneciano, descubre que está lejos de ser la rubia superficial que el vestuario caro y el notorio lifting facial hacían prever. Su evidente operación estética pasa a un segundo plano cuando en su conversación alude a Cicerón y Virgilio. Varios días más tarde, Filipo Guarino, jefe local de los carabinieri, acude a Brunetti para investigar la muerte del dueño de una compañía de camiones, presuntamente relacionada con el transporte ilegal de residuos y la llamada ecomafia. Las pesquisas del comisario demuestran que la deslumbrante Franca Marinello ha estado en contacto con el principal sospechoso, un hombre siniestro con un violento pasado. Pero la verdad siempre tiene un lado oculto.

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– Hablo de violación, Guido -y, sin darle tiempo a hablar, añadió-: Y no me mires como si, de pronto, me hubiera convertido en una histérica que piensa que si sonríe a un hombre él va a echársele encima o que cualquier galantería es preludio de una acometida.

Él se volvió y encendió la lámpara de su lado. Si esto iba a durar mucho -y ahora temía que duraría-, valía más verse las caras con claridad.

– Para nosotras esas cosas son diferentes, Guido y los hombres no queréis o no podéis verlo.

Ella hizo una pausa, que él aprovechó para decir:

– Paola, son las cuatro de la mañana y no me apetece escuchar un discurso.

Él temía que esto la enfureciera, pero pareció tener el efecto contrario. Ella le puso la mano en el brazo.

– Lo sé, lo sé. Lo que yo quiero es que trates de ver en esto una situación en la que una mujer consentía en acostarse con un hombre con el que no deseaba acostarse -se quedó pensativa un momento-. He hablado con ella pocas veces. Pero mi madre la aprecia, la quiere de verdad, y yo me fío de su opinión.

– ¿Qué opina de ella tu madre?

– Que no miente. Y, si te dijo que hacía eso contra su voluntad…, y creo que lo de «gustos malsanos» así lo indica, entonces es violación. Aunque durase dos años y aunque el motivo fuera el de proteger la propia estimación del marido -al observar que la expresión de él no cambiaba, añadió, en tono más suave-: Tú trabajas en el campo de la ley en este país, Guido, y, por lo tanto, sabes lo que habría ocurrido si ella hubiera acudido a la policía y si algo de esto hubiera llegado a los tribunales. Por lo que habrían tenido que pasar ese anciano, y ella -lo miró fijamente, pero él optó por no responder, por no hacer objeciones-. Nuestra cultura tiene ideas muy primitivas sobre el sexo -agregó ella.

Para despejar el ambiente, Brunetti dijo:

– Me parece que nuestra sociedad tiene ideas muy primitivas acerca de muchas cosas -pero, no bien lo hubo dicho, se dio cuenta de que él así lo creía firmemente, por lo que la frase no le levantó el ánimo.

Y entonces fue cuando ella dijo:

– En fin, yo le daría una medalla.

Brunetti suspiró, se encogió de hombros y alargó el brazo para apagar la luz.

Al sentir la presión, comprobó que la mano de Paola no se había apartado de su brazo.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó ella.

– Voy a dormir.

– ¿Y esta mañana? -preguntó ella apagando su lámpara.

– Hablar con Patta.

– ¿Qué le dirás?

Brunetti se volvió hacia la derecha, para lo que tuvo que desasirse. Se incorporó, golpeó la almohada varias veces y se tendió poniendo la mano izquierda en la parte interna del brazo de ella.

– No lo sé.

– ¿En serio?

– En serio -dijo él, y entonces se durmieron.

* * *

Los periódicos se abalanzaron sobre el caso, le hincaron los dientes, lo sacudían hacia uno y otro lado y no lo soltaban porque la presa reunía todos los ingredientes que eran del gusto de su público: gente rica pillada en falta; esposa joven con amante; violencia, sexo y muerte. Camino de la questura, Brunetti volvió a ver la foto de Franca Marinello de joven; en realidad vio numerosas fotos de ella y se preguntó cómo había podido la prensa encontrar tantas en tan poco tiempo. ¿Se las habían vendido los compañeros de universidad? ¿La familia? ¿Amigos? Al llegar a su despacho, abrió los periódicos y leyó la noticia tal como la daba cada uno de ellos.

En medio del mar de palabras, aparecían más fotos de ella en varios actos sociales de los últimos años, y se especulaba extensamente sobre la razón que había podido inducir a una mujer joven y atractiva a alterar lo que poco faltaba para que llamaran «don del cielo», limitándose a describirlo como «su aspecto natural», para acabar con semejante cara. Se hacían entrevistas a psicólogos: uno decía que aquella mujer era producto de una sociedad consumista, siempre insatisfecha con lo que tenía, siempre ansiosa de un logro simbólico que demostrara su estatus; otro, una mujer, manifestaba a L'Osservatore Romano que lo consideraba un lamentable ejemplo del afán de las mujeres por intentar cualquier cosa a fin de aparecer más jóvenes y atractivas a los ojos de los hombres. En ocasiones, añadía la psicóloga con mal disimulado regodeo, los intentos fracasaban, si bien el fracaso rara vez servía de escarmiento para las que seguían empeñadas en perseguir el efímero objetivo de la belleza física.

Otro periodista especulaba acerca de la índole de las relaciones de Franca Marinello con Bárbaro, cuyo delictivo pasado se ventilaba en varias páginas. Se habían convertido en una pareja habitual, al decir de varias persoñas que no daban su nombre, a la que se veía en los mejores restaurantes y, con frecuencia, en el Casino.

Al parecer, se había adjudicado el papel de marido engañado a Cataldo, magnate, ex concejal, bien conceptuado en los medios económicos del Véneto, que se había divorciado de su primera esposa tras treinta y cinco años de matrimonio, para casarse con Franca Marinello, treinta años más joven. Ni él ni Marinello habían hecho declaraciones, ni se había cursado orden de arresto. La policía seguía interrogando a los testigos, en espera del resultado de la autopsia.

Brunetti, uno de los testigos del crimen, no había sido interrogado; como tampoco, según pudo comprobar con sendas llamadas telefónicas, Griffoni ni Vasco.

– ¿Quién demonio se supone que nos está interrogando? -preguntó en voz alta sin poder contenerse.

Dobló los periódicos y los arrojó a la papelera, consciente de que aquello no era sino un gesto de protesta autoindulgente e inútil, pero se sintió mejor. Patta no llegó hasta después del almuerzo, la signorina Elettra avisó por teléfono de su llegada a Brunetti y él bajó para hablar con su superior.

La signorina Elettra le dijo al verlo entrar en su despacho:

– Ahora veo que no encontré datos suficientes sobre ella, ni sobre Bárbaro. O no los encontré a tiempo.

– ¿Eso quiere decir que ya ha leído los periódicos?

– Por encima, y me han parecido más repelentes de lo habitual.

– ¿Cómo está él? -preguntó Brunetti moviendo la cabeza en dirección a la puerta de Patta.

– Acaba de hablar con el questore, de modo que imagino que querrá verlo a usted.

Brunetti llamó a la puerta con los nudillos y entró, consciente de que el humor de Patta solía tener una obertura de una sola nota.

– Ah, Brunetti -dijo el vicequestore al verlo-. Pase.

Bien, hoy tenía más de una nota, pero estaban en clave menor, lo cual denotaba a un Patta contenido, lo que, a su vez, significaba un Patta que perseguía algo y que no estaba seguro de conseguirlo y, menos aún, de poder contar con la ayuda de Brunetti para su propósito.

– Se me ha ocurrido que tal vez querría hablar conmigo, vicequestore -dijo Brunetti en su tono más deferente.

– Así es, en efecto -respondió Patta con énfasis. Señaló un asiento, esperó a que su subordinado se acomodara y dijo-: Deseo que me hable de ese incidente del Casino.

Brunetti se sentía más y más inquieto por momentos: era el efecto que le producía invariablemente un Patta cortés.

– Yo estaba allí con objeto de vigilar a ese hombre, Bárbaro. Su nombre había aparecido durante la investigación de la muerte de Guarino -Brunetti creyó preferible no mencionar la foto que le había enviado el maggiore, y estaba seguro de que a Patta no se le ocurriría preguntar-. El encargado de seguridad del Casino me había llamado para avisarme de su presencia. Me acompañaba la comisaria Griffoni.

Patta escuchaba desde detrás de la mesa en actitud casi mayestática.

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