La contessa calló entonces durante tanto tiempo que Brunetti tuvo que preguntar:
– ¿Qué pasó?
– La infección persistía, pero ella era joven, estaba enamorada, los dos estaban enamorados, Guido, me consta, y no quería estropear las vacaciones, de modo que siguió tomando analgésicos y más analgésicos.
Esta vez, Brunetti esperó en silencio a que ella continuara.
– Llevaban en la isla cinco días cuando ella se desmayó y la llevaron a un médico: allí no había muchos medios sanitarios. El médico dijo que tenía una infección en la boca y que él no podía tratarla, de modo que Maurizio alquiló un avión y la llevó a Australia, el lugar más próximo donde creyó que podrían atenderla. Sidney, me parece -y agregó-: Aunque eso no importa -tomó el vaso del agua, bebió la mitad y lo dejó en la bandeja-. Tenía una de esas horribles infecciones hospitalarias que se había extendido desde las heridas del maxilar a los tejidos faciales -la contessa se cubrió la cara con las manos, como para protegerla de lo que describía-. Los médicos tuvieron que intervenir a fondo para tratar de salvar lo que se pudiera. Era una de esas infecciones que no responden a los antibióticos, o ella era alérgica al medicamento, no recuerdo -la contessa retiró las manos de la cara y miró a Brunetti-. Me lo contó una sola vez, hace años. Fue horrible oírle hablar de ello. Era tan bonita. Antes. Pero los médicos tuvieron que hacer mucho, destruir mucho, para salvarla.
– Así que ésa es la razón -dijo Brunetti, desconcertado.
– Naturalmente -repuso la contessa con vehemencia-. ¿Crees que ella iba a desear tener ese aspecto? Por el amor de Dios, ¿crees que una mujer puede desear eso?
– Yo no tenía idea -dijo él.
– Claro que no. Ni tú ni nadie.
– Pero tú sí.
Ella asintió con tristeza.
– Yo sí. Cuando regresaron, ella ya tenía el aspecto que tiene ahora. Me llamó diciendo que quería verme y yo me alegré mucho. Hacía meses que no la veía y sólo sabía lo que me había dicho Maurizio por teléfono, que había estado muy enferma, pero sin dar detalles. Cuando me llamó, Franca me dijo que había tenido un accidente terrible y que no me asustara al verla -y, después de un momento-: Por lo menos, trató de prepararme. Pero nada puede prepararte para una cosa así, ¿no crees? -Brunetti no tenía respuesta a esto. Le parecía que, al hablar de ello, la contessa lo revivía-. Me horroricé, sí, y no pude disimularlo. Sabía que ella nunca habría decidido hacerse eso. Con lo bonita que era. Guido, tú no sabes lo bonita que era -lo sabía, porque la foto de la revista le había dado una idea-. Me eché a llorar. No pude evitarlo. Lloré, y Franca tuvo que consolarme. Imagina, Guido, ella vuelve con esa cara y soy yo la que se hunde -calló y parpadeó varias veces, para contener las lágrimas-. Fue lo más que pudieron hacer los cirujanos de Australia, porque la infección estaba muy avanzada.
Brunetti dirigió la atención a la ventana y contempló los edificios del otro lado del canal. Cuando se volvió hacia la contessa vio que tenía lágrimas en las mejillas.
– Lo siento mucho, mamma -dijo, sin darse cuenta de que, por primera vez en su vida, la llamaba así.
Ella se estremeció.
– También yo lo siento, Guido, lo siento por ella.
– ¿Y ella qué hizo?
– ¿A qué te refieres? ¿Qué hizo? Tratar de vivir su vida, pero con esa cara y con los comentarios de la gente.
– ¿No se lo ha dicho a nadie?
La contessa movió la cabeza negativamente.
– Me lo contó a mí y me pidió que no lo dijera a nadie. Y hasta hoy no lo había dicho. Sólo lo sabemos Maurizio y yo, y la gente de Australia que le salvó la vida -suspiró y se irguió en la butaca-. Porque hay que reconocer que le salvaron la vida, Guido.
– ¿Y qué le pasó al dentista? -preguntó él, y añadió-: ¿Cómo murió?
– Resultó que ni siquiera era dentista -dijo ella con un matiz de cólera en la voz- sino uno de esos odontotechnico de los que hablan los periódicos, que empiezan haciendo dentaduras y luego abren consultorio de dentista y ejercen hasta que los pillan, pero nunca les pasa nada -él la vio asir con fuerza los brazos de la butaca.
– ¿Es que no lo arrestaron?
– Al final, sí -dijo ella en tono de fatiga-. A otro paciente le ocurrió lo mismo, pero éste murió. Y los inspectores de la Seguridad Social fueron a la clínica y descubrieron que el instrumental y el mobiliario estaban infectados. Es un milagro que matara a una sola persona y que los otros pacientes se libraran. En este caso, el culpable fue a la cárcel. Lo condenaron a seis años, pero el juicio había tardado dos, que él había pasado en su casa, desde luego. Pero tampoco estuvo en la cárcel los cuatro años, porque salió con el indulto.
– ¿Y qué pasó entonces?
– Al parecer, volvió a trabajar -dijo ella con una acritud que Brunetti raramente había observado en la contessa.
– ¿A trabajar?
– De odontotechnico, no de dentista.
Él cerró los ojos ante el despropósito. ¿En qué otro lugar podía ocurrir algo así?
– Pero no tuvo ocasión de hacer daño a mucha gente -dijo ella con voz neutra.
– ¿Por qué?
– Porque lo mataron. En Montebellunia. Se había mudado allí para abrir una nueva clínica. Entraron a robar, a él lo mataron y violaron a su mujer.
Brunetti recordó el caso. Hacía dos veranos, un caso de robo y asesinato que no se había resuelto.
– A él le dispararon, ¿verdad? -preguntó Brunetti.
– Sí.
– ¿Has hablado de eso con Franca?
Ella agrandó los ojos.
– ¿Para qué? ¿Para saber si se alegraba de que él hubiera muerto? -vio que a él lo asombraba la pregunta y suavizó el tono al decir-: Leí la noticia y reconocí el nombre, pero no iba a preguntarle a ella.
– ¿Nunca hablasteis de él?
– Una sola vez, después de la sentencia creo que fue. Ya hace años, desde luego.
– ¿Qué le dijiste?
– Le pregunté si había leído que lo habían condenado a prisión y dijo que sí.
– ¿Y?
– Le pregunté qué pensaba -sin esperar la pregunta de Brunetti, añadió-: Dijo que eso no cambiaba nada, ni para ella ni para las otras personas a las que había perjudicado. Y, mucho menos, para la que había muerto.
Brunetti reflexionó un momento y preguntó:
– ¿Crees que quiso decir con eso que lo había perdonado?
Ella lo miró largamente, con gesto pensativo.
– Quizá quiso decir eso -respondió, y añadió con frialdad-: Aunque espero que no.
Brunetti se despidió al poco rato y, desde la calle adyacente al palazzo, llamó a la comisaría Griffoni a su despacho, quien le informó de que la signora Marinello había abandonado la questura aquella mañana en compañía de su abogado. Le dijo que el expediente estaba abajo, pero que dentro de unos minutos le llamaría para darle el teléfono de Marinello. Mientras esperaba la llamada, Brunetti continuó hacia la parada de Cà Rezzonico, donde podría tomar un vaporetto en una u otra dirección.
Antes de que llegara al embarcadero, Griffoni ya le había llamado y dado el número del telefotiino. Brunetti explicó que quería hablar con Marinello acerca de los sucesos de la noche antes, y Griffoni preguntó:
– ¿Por qué le disparó?
– Usted lo vio -dijo Brunetti-. Vio que él iba a golpearla.
– Sí, lo vi, desde luego -respondió la comisaria-. Pero yo me refería a la tercera vez. Él estaba en el suelo, con dos balas en el cuerpo, y ella disparó otra vez, por Dios. Es lo que no comprendo.
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