Donna Leon - Vestido para la muerte

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Un travesti ha sido asesinado y su cuerpo aparece con el rostro desfigurado. Quizá otra víctima anónima para el registro de crímenes sin resolver. Pero el comisario veneciano Guido Brunetti, obedeciendo a su infalible instinto, descubre que ese hombre vestido de mujer es Leonardo Mascari, director del Banco de Verona y respetable ciudadano en Venecia. Podría ser un simple caso de doble vida, pero los indicios delatan que hay algo más en esta nueva e intrigante historia de Donna Leon. Su personaje, el comisario Brunetti, considerado por la crítica como «el heredero del Maigret de Simenon» y «el comisario con mayor carisma» de este género literario, encuentra a un abogado del Vaticano y activo miembro de la Lega della Moralità -asociación destinada a perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales- en el apartamento de un chapero llamado Crespo. Y poco a poco se enfrenta a una trama en la que están implicados los niveles más altos del mundo financiero, gubernamental y eclesiástico.

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Aunque el comisario no había puntualizado en qué lugar debía esperarle el coche, se encaminó a la oficina de carabinieri de piazzale Roma y vio, estacionado en la puerta, con el motor en marcha, uno de los coches patrulla azul y blanco de la Squadra Mobile de Mestre. Dio unos golpecitos en el cristal del conductor. El joven que estaba sentado al volante bajó el cristal, y una oleada de aire frío lamió la pechera de la camisa de Brunetti.

– ¿Comisario? -preguntó el joven que, al observar el gesto de asentimiento de Brunetti, se apeó diciendo-: Me envía el sargento Gallo.

Y abrió la puerta trasera. Brunetti subió al coche y, durante un momento, apoyó la cabeza en el respaldo. Se le enfrió el sudor del pecho y la espalda, y no hubiera podido decir si la sensación era grata o molesta.

– ¿Adonde desea ir, señor? -preguntó el joven agente al poner el coche en marcha.

«De vacaciones. El sábado», respondió Brunetti, pero sólo mentalmente, hablando consigo mismo. Y con Patta.

– Lléveme al lugar en el que lo han encontrado -dijo al conductor.

Al otro lado de la carretera elevada que une Venecia con la tierra firme, el joven giró en dirección a Marghera. La laguna desapareció de su vista y al poco circulaban por una vía recta y muy transitada, con semáforos en cada cruce. Había que ir despacio.

– ¿Ha estado usted allí esta mañana?

El joven volvió la cabeza rápidamente para mirar a Brunetti y luego fijó de nuevo la atención en el tráfico. El cuello de su camisa estaba limpio y planchado. Quizá se pasaba todo el día en el coche, con aire acondicionado.

– No, señor; han ido Buffo y Rubelli.

– El informe dice que era un chapero. ¿Alguien lo ha identificado?

– No lo sé, señor. Pero parece una suposición lógica, ¿no?

– ¿Por qué?

– Es una zona de putas. Y de las baratas. Siempre hay una docena de ellas al lado de la carretera, entre las fábricas, por si alguien quiere echar un polvo rápido a la salida del trabajo.

– ¿Hombres también?

– ¿Cómo dice, señor? ¿Quién más que un hombre va a utilizar los servicios de una prostituta?

– Pregunto si también es zona de chaperos. ¿Estarían en un sitio en el que pudiera verse a sus clientes parar el coche camino de casa para hacer esa clase de tratos? No me parece que a muchos hombres les hiciera gracia que sus conocidos se enteraran.

El conductor se quedó pensativo.

– ¿Dónde suelen trabajar? -preguntó Brunetti.

– ¿Quiénes? -preguntó el joven. No quería cometer otro desliz.

– Los chaperos.

– Generalmente, en via Cappuccina, señor. Algunos, en la estación del ferrocarril, pero en verano procuramos impedirlo, por el turismo.

– ¿Éste era un habitual?

– No sabría decirle, señor.

El coche torció hacia la izquierda, cortó por una carretera estrecha, giró a la derecha y salió a una autovía con edificios bajos a cada lado. Brunetti miró el reloj. Casi las cinco.

Los edificios se espaciaban cada vez más entre terrenos cubiertos de maleza y algún que otro arbusto. Había coches abandonados aquí y allá con los cristales destrozados y los asientos hechos jirones y tirados en el suelo. En tiempos, estos edificios habían estado vallados, pero ahora la mayoría de las cercas colgaban, flácidas y desgarradas, de los postes que parecían haber olvidado su función de sostenerlas.

Había mujeres al lado de la carretera. Dos estaban debajo de una sombrilla de playa que habían clavado en la tierra.

– ¿Saben esas mujeres lo que ha pasado hoy aquí? -preguntó Brunetti.

– Estoy seguro de que sí. Esas noticias circulan con rapidez.

– ¿Y a pesar de todo no se van? -Brunetti no podía disimular la sorpresa.

– Tienen que vivir, ¿no, señor? Además, si el muerto era un hombre, para ellas no hay peligro, o eso imaginarán. -El conductor frenó y detuvo el coche al borde de la carretera-. Ya hemos llegado.

Brunetti abrió la puerta del coche y salió. Un calor húmedo lo envolvió. Vio ante sí un edificio largo y bajo con cuatro rampas de cemento que subían hasta unas puertas metálicas dobles. Al pie de una de las rampas había un coche patrulla azul y blanco. No se veía nombre en el edificio, ni señal que lo identificara. Para identificarlo bastaba el olor.

– Creo que está detrás, comisario -dijo el conductor.

Brunetti se dispuso a rodear el edificio, en dirección a los campos que se extendían detrás. Allí vio otra cerca desmayada, una acacia que sobrevivía de milagro y, a su sombra, a un policía sentado en una silla, dando cabezadas.

– Scarpa -gritó el conductor, antes de que Brunetti pudiera decir algo-. Ha venido un comisario.

El policía irguió bruscamente la cabeza, despertó al instante y se levantó de un salto. Miró a Brunetti y saludó militarmente.

– Buenas tardes, señor.

Brunetti observó que la chaqueta del hombre estaba colgada del respaldo de la silla y que su camisa, empapada en sudor y pegada al cuerpo, ya no parecía blanca sino rosada.

– ¿Cuánto tiempo lleva aquí fuera, agente Scarpa? -preguntó Brunetti acercándose al hombre.

– Desde que se han marchado los del laboratorio, señor.

– ¿Cuánto hace de eso?

– Eran poco más de las tres.

– ¿Por qué sigue aquí fuera?

– El sargento me dijo que me quedara aquí hasta que viniera un equipo para interrogar a los trabajadores.

– ¿Y qué hace aquí con este sol?

El hombre respondió sin evasivas:

– No soportaba el olor de ahí dentro. He tenido que salir a vomitar y ya no he podido volver a entrar. He tratado de quedarme de pie, pero, como no hay más que este poco de sombra, al cabo de una hora he ido a buscar una silla.

Instintivamente, mientras el policía hablaba, Brunetti y el conductor también habían buscado la sombra.

– ¿Sabe si ya ha venido el equipo a hacer el interrogatorio? -preguntó Brunetti.

– Sí, señor. Han llegado hace una hora.

– ¿Y qué hace usted aquí fuera todavía? -preguntó Brunetti.

El agente lanzó a Brunetti una mirada inexpresiva.

– He preguntado al sargento si podía regresar a la ciudad, pero él quería que ayudara en los interrogatorios. Yo le he dicho que no podía, a menos que los trabajadores salieran a hablar conmigo. No le ha gustado, pero yo no podía entrar ahí.

Una ligera brisa hizo patente a Brunetti la razón de esta imposibilidad.

– ¿Y por qué está aquí fuera? ¿Por qué no está en el coche?

– El sargento me dijo que esperase aquí. -El hombre hablaba con gesto impávido-. Le he preguntado si podía ir al coche, que tiene aire acondicionado, y él me ha dicho que, si no ayudaba en el interrogatorio, debía permanecer aquí fuera. -Como si hubiera adivinado la pregunta que Brunetti le haría a continuación, agregó-: El siguiente autobús no pasa hasta las siete y cuarto, para recoger a la gente a la salida del trabajo.

Brunetti tomó nota mentalmente y preguntó:

– ¿Dónde lo han encontrado?

El policía se volvió y señaló los matorrales del otro lado de la cerca.

– Estaba ahí.

– ¿Quién lo ha encontrado?

– Un trabajador que había salido a fumar un cigarrillo. Ha visto un zapato… rojo, según creo. Y se ha acercado a inspeccionar.

– ¿Estaba usted aquí cuando han venido los del laboratorio?

– Sí, señor. Han examinado el terreno, han hecho fotos y han recogido todo lo que han encontrado en el suelo en un radio de cien metros de las matas.

– ¿Había huellas de pisadas?

– Creo que sí, señor, pero no estoy seguro. El hombre que lo encontró dejó las suyas, pero me parece que han encontrado más. -Hizo una pausa, se enjugó el sudor de la frente y agregó-: Y los primeros policías también han dejado las suyas.

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