Donna Leon - Vestido para la muerte

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Vestido para la muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Un travesti ha sido asesinado y su cuerpo aparece con el rostro desfigurado. Quizá otra víctima anónima para el registro de crímenes sin resolver. Pero el comisario veneciano Guido Brunetti, obedeciendo a su infalible instinto, descubre que ese hombre vestido de mujer es Leonardo Mascari, director del Banco de Verona y respetable ciudadano en Venecia. Podría ser un simple caso de doble vida, pero los indicios delatan que hay algo más en esta nueva e intrigante historia de Donna Leon. Su personaje, el comisario Brunetti, considerado por la crítica como «el heredero del Maigret de Simenon» y «el comisario con mayor carisma» de este género literario, encuentra a un abogado del Vaticano y activo miembro de la Lega della Moralità -asociación destinada a perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales- en el apartamento de un chapero llamado Crespo. Y poco a poco se enfrenta a una trama en la que están implicados los niveles más altos del mundo financiero, gubernamental y eclesiástico.

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– Con el calor que hace…

– Desde luego, el calor -convino Brunetti-. ¿Adonde lo habrán llevado?

– No tengo ni idea. A algún hospital. Probablemente a Umberto Primo, que me parece que es donde hacen las autopsias. ¿Por qué?

– Me gustaría echar un vistazo -dijo Brunetti-. Y también al lugar de los hechos.

Patta no era hombre que se interesara por los detalles.

– Ya que se trata de un caso de Mestre, utilice a sus conductores, no a los nuestros.

– ¿Algo más, vicequestore ?

– No. Estoy seguro de que será un caso fácil. Lo habrá solventado antes del fin de semana y podrá irse de vacaciones.

Era propio de Patta no preguntar adonde pensaba ir Brunetti ni qué reservas podía verse obligado a anular. Meros detalles.

Al salir del despacho de Patta, Brunetti observó que, mientras él estaba con el vicequestore , en el pequeño antedespacho habían aparecido varios muebles. A un lado había un gran escritorio de madera y, debajo de la ventana, una mesa pequeña. Sin hacer caso de las novedades bajó a la oficina general en la que trabajaban los agentes de uniforme. El sargento Vianello levantó la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y sonrió a Brunetti.

– Antes de que me pregunte, comisario, le diré que sí, es verdad. Tito Burrasca.

Al oír la confirmación, Brunetti se sintió tan asombrado como horas antes, cuando le dieron la primicia. En Italia, Burrasca era una especie de mito. Había empezado a hacer películas en los años sesenta, unas películas de crímenes y terror tan anacrónicas que, inopinadamente, se convirtieron en parodias del género. Burrasca, que no por hacer mal cine era tonto, comprendió que había encontrado un filón y correspondió a los plácemes del público con más extravagancias: vampiros con reloj de pulsera, como si los actores hubieran olvidado quitárselos, teléfonos que daban la noticia de la evasión de Drácula y actores con un registro de expresiones tan amplio como el de un semáforo. Al poco tiempo, Burrasca se había convertido en figura de culto, y llenaba los cines de un público ansioso de detectar gazapos.

En los años setenta, Burrasca dedicó su elenco a la realización de películas pornográficas, que no exigían una gran variedad de matices interpretativos ni grandes desembolsos en vestuario y, por lo que a trama argumental se refiere, ésta no podía tener secretos para una mente creativa: simplemente, bastaba con hacer pequeños retoques en las viejas películas de terror, convirtiendo a demonios, vampiros y hombres lobo en violadores y maníacos sexuales, y los cines seguían llenándose, aunque ahora eran cines más pequeños, y el público ya no se interesaba por el anacronismo.

En los años ochenta surgieron en Italia docenas de canales de televisión privados, a los que Burrasca obsequió con sus últimas creaciones, un poco suavizadas por deferencia a la supuesta sensibilidad de los telespectadores. Y entonces Burrasca descubrió el vídeo y se hizo un hueco en la vida cotidiana de Italia, era motivo de comentarios jocosos en tertulias televisivas y protagonista de las caricaturas de la prensa diaria. Tanto éxito hizo que Burrasca se fuera a vivir a Mónaco y se convirtiera en ciudadano del principado, donde imperaba un régimen fiscal razonable. El apartamento de doce habitaciones que conservaba en Milán, según declaraba el cineasta al fisco italiano, servía únicamente para relaciones públicas. Y ahora, al parecer, serviría también para sus relaciones con Maria Lucrezia Patta.

– Sí, señor; Tito Burrasca -repitió el sargento Vianello, haciendo un esfuerzo que Brunetti no podía ni imaginar, para reprimir la sonrisa-. Quizá sea una suerte para usted pasar unos días en Mestre.

Brunetti no pudo por menos de preguntar:

– ¿Nadie sabía algo de esto?

– No, señor -Vianello sacudió la cabeza-. Nadie. Ni idea.

– ¿Tampoco el tío de Anita? -preguntó Brunetti, revelando con ello que también las categorías superiores estaban enteradas de la fuente de la información.

Vianello fue a contestar, pero en aquel momento sonó un zumbido en su mesa. Levantó el teléfono, pulsó un botón y dijo:

– ¿Sí, vicequestore ? -Escuchó un momento-. Por supuesto, vicequestore . -Colgó. Brunetti le miraba interrogativamente-. Quiere que llame a Inmigración y pregunte cuánto tiempo puede permanecer Burrasca en el país habiendo cambiado de nacionalidad.

– Supongo que, en el fondo, habría que tener lástima del pobre hombre -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza.

Vianello levantó la cabeza como movido por un resorte. No podía, o no quería, disimular su asombro.

– ¿Lástima? ¿De él? -Con evidente esfuerzo, renunció a decir más y volvió a concentrarse en la carpeta que tenía en la mesa.

Brunetti volvió a su despacho. Desde allí llamó a la questura de Mestre, se identificó y pidió que le pusieran con la persona encargada del caso del travesti asesinado. A los pocos minutos hablaba con un tal sargento Gallo, que le explicó que él llevaba el caso hasta que éste fuera confiado a alguien de rango superior. Brunetti se identificó, dijo que él era esa persona y pidió a Gallo que enviara un coche a piazzale Roma a recogerlo dentro de media hora.

Cuando Brunetti salió del sombrío portal de la questura , el sol le cayó en la cabeza como un mazazo. Cegado por la luz y el reverbero del canal, se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó unas gafas. Antes de dar cinco pasos, ya sentía cómo el sudor le empapaba la camisa y le resbalaba por la espalda. Fue hacia la izquierda, decidiendo en aquel instante subir hasta San Zaccaria y tomar el 82, aunque para ello tuviera que ir bajo el sol durante un buen trecho. Las calles que iban a Rialto estaban protegidas del sol por casas altas, pero por aquel itinerario tardaría el doble en llegar, y había que evitar a toda costa estar en el exterior un minuto más de lo indispensable.

Al salir a Riva degli Schiavoni miró a la izquierda y vio que el vaporetto estaba amarrado al embarcadero y que de él salía gente. Entonces se le planteó una de esas disyuntivas peculiares de Venecia: correr para tratar de subir al barco o dejarlo marchar y pasar diez minutos soportando el calor y el balanceo del embarcadero, hasta que llegara el siguiente. Corrió. Al pisar las tablas de la pasarela tuvo que tomar otra decisión: pararse un momento a marcar el billete en la máquina amarilla de la entrada, exponiéndose a perder el barco, o embarcar directamente y pagar las quinientas liras de suplemento por no haber marcado. Pero entonces recordó que estaba en misión oficial y podía viajar por cuenta de la ciudad.

La carrera, aunque corta, le había bañado en sudor la cara y el pecho, y decidió quedarse en cubierta, para recibir la poca brisa creada por la mesurada marcha del barco por el Gran Canal. Miró en derredor y vio a turistas semidesnudos, hombres y mujeres en bañador, shorts y camiseta de tirantes, y durante un momento los envidió, aunque no se le escapaba que, con semejante indumentaria, él no sería capaz de presentarse más que en una playa.

Cuando se le secó el sudor, se esfumó la envidia, y Brunetti volvió a sentir la irritación que habitualmente le producía ver a la gente vestida de aquel modo. Si sus cuerpos fueran perfectos y las prendas de vestir, de buen gusto, quizá le molestaran menos. Pero la ropa descuidada y el abandono de muchos de aquellos cuerpos le hacía suspirar por el obligado decoro en el vestir de las sociedades islámicas. Él no era lo que Paola llamaba un «esnob de la belleza» pero afirmaba que había que procurar presentar el mejor aspecto posible. Desvió la atención de los pasajeros del barco a los palazzi que bordeaban el canal y sintió que su irritación se desvanecía. Muchos de ellos también estaban abandonados, pero una cosa era el deterioro de los siglos y otra la desidia y la ordinariez. La ciudad había envejecido, pero Brunetti amaba el gesto doliente que el tiempo le imprimía.

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