Donna Leon - Vestido para la muerte

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Vestido para la muerte: краткое содержание, описание и аннотация

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Un travesti ha sido asesinado y su cuerpo aparece con el rostro desfigurado. Quizá otra víctima anónima para el registro de crímenes sin resolver. Pero el comisario veneciano Guido Brunetti, obedeciendo a su infalible instinto, descubre que ese hombre vestido de mujer es Leonardo Mascari, director del Banco de Verona y respetable ciudadano en Venecia. Podría ser un simple caso de doble vida, pero los indicios delatan que hay algo más en esta nueva e intrigante historia de Donna Leon. Su personaje, el comisario Brunetti, considerado por la crítica como «el heredero del Maigret de Simenon» y «el comisario con mayor carisma» de este género literario, encuentra a un abogado del Vaticano y activo miembro de la Lega della Moralità -asociación destinada a perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales- en el apartamento de un chapero llamado Crespo. Y poco a poco se enfrenta a una trama en la que están implicados los niveles más altos del mundo financiero, gubernamental y eclesiástico.

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Cola era un hombre trabajador y formal, por lo que el encargado llamó a la policía inmediatamente, sin salir a comprobar si le decía la verdad. Otros que habían visto entrar a Cola se acercaron a preguntar qué ocurría, y el encargado, con un gruñido, les ordenó volver al trabajo; los camiones refrigerados esperaban en los andenes de carga, y no se podía estar todo el día de charla porque le hubieran cortado el cuello a una puta.

Esto era una mera suposición, ya que Cola sólo le había hablado del zapato y del pie, pero todos los trabajadores de las fábricas sabían lo que ocurría en aquellos descampados. Si la habían matado allí, probablemente sería una de aquellas desgraciadas pintarrajeadas que al anochecer se apostaban junto a la carretera que unía el polígono industrial con Mestre. A la salida del trabajo, antes de volver a casa, ¿por qué no parar al lado de la carretera y acercarse hasta una manta extendida entre unos arbustos? Era sólo un momento, ellas no te exigían nada, sólo diez mil liras, y ahora había muchas rubias de la Europa oriental, cada vez más, y eran tan pobres que no podían obligarte a que te pusieras eso, como hacían las italianas de via Cappuccina, porque, a ver, ¿desde cuándo una puta ha de poder decirle a uno lo que tiene que hacer y lo que tiene que ponerse? Seguramente, ésta lo intentó, se excedió y el hombre la despachó. Quedaban muchas, y todos los meses llegaban más por la frontera.

Los coches de la policía pararon y de cada uno se apeó un agente uniformado. Fueron hacia el edificio, pero no llegaron hasta la puerta, porque el encargado les salió al encuentro. Detrás de él venía Cola, que se sentía importante, porque era el centro de la atención general, aunque también estaba un poco mareado desde que había visto el pie.

– ¿Ha llamado usted? -preguntó el primer policía. Tenía la cara redonda y reluciente de sudor y miraba fijamente al encargado a través de unas gafas de sol.

– Sí -respondió el hombre-. En el campo que está detrás del edificio hay una mujer muerta.

– ¿La ha visto usted?

– No -respondió el encargado, apartándose a un lado y haciendo una seña a Cola para que se acercase-. La ha encontrado él.

A un movimiento de cabeza del primer policía, el agente del segundo coche sacó una libreta azul del bolsillo de la chaqueta, la abrió, quitó el capuchón al bolígrafo y apoyó éste sobre el papel.

– ¿Cómo se llama? -preguntó el primer policía, enfocando ahora al matarife con los cristales oscuros que le protegían los ojos.

– Cola, Bettino.

– ¿Dirección?

– ¿Qué tiene que ver su dirección? -terció el encargado-. Ahí detrás hay una mujer muerta.

El primer policía se volvió hacia él y bajó la cabeza un poco, lo justo para mirarlo por encima de las gafas.

– Esa mujer no se moverá de donde está. -Y dirigiéndose otra vez a Cola, repitió-: ¿Dirección?

– Castello, tres mil cuatrocientos cincuenta y tres.

– ¿Cuánto hace que trabaja aquí? -preguntó el policía señalando con un movimiento de la cabeza el edificio que estaba detrás de Cola.

– Quince años.

– ¿A qué hora ha llegado esta mañana?

– A las siete y media. Como todos los días.

– ¿Qué hacía ahí fuera? -Su manera de preguntar y la forma en que el otro anotaba las respuestas daban a Cola la impresión de que sospechaban de él.

– He salido a fumar un cigarrillo.

– ¿Mediados de agosto, y sale a fumar un cigarrillo al sol? -preguntó el primer policía, como si aquello le pareciera un desvarío. O una mentira.

– Era mi tiempo de descanso -dijo Cola con creciente irritación-. Siempre salgo al aire libre. Para alejarme del olor.

Al oír esta palabra, los policías lo percibieron y miraron hacia el edificio. El de la libreta no pudo por menos de contraer los orificios nasales tratando de cerrarlos a lo que llegaba hasta ellos.

– ¿Dónde está la mujer?

– Al otro lado de la cerca. Está entre unos matorrales, por eso al principio no la he visto.

– ¿Por qué se ha acercado?

– He visto un zapato.

– ¿Cómo dice?

– He visto un zapato. En el suelo, y luego el otro. He pensado que a lo mejor mi mujer podía aprovecharlos. -Era mentira; había pensado en venderlos, pero no quería decirlo a la policía. Una mentirá sin importancia, inocente, pero era sólo la primera de muchas mentiras que la policía tendría que oír acerca del zapato y de la persona que lo había usado.

– ¿Y después? -le azuzó el primer policía, al ver que Cola callaba.

– Después he vuelto aquí.

– No, quiero decir antes de eso -dijo el primer policía moviendo la cabeza con impaciencia-. Cuando ha visto el zapato. Cuando la ha visto a ella. ¿Qué ha hecho?

Cola se puso a hablar deprisa, con el deseo de acabar cuanto antes.

– He recogido del suelo un zapato, luego he visto el otro. Estaba entre la hierba. He tirado de él. Pensaba que estaba aprisionado. He vuelto a tirar y se ha desprendido. -Tragó saliva, dos veces-. Lo tenía ella puesto. Por eso no salía.

– ¿Se ha quedado mucho rato?

Ahora fue Cola quien pensó que el otro desvariaba.

– No, no, no. He venido corriendo y se lo he dicho a Banditelli, y él les ha llamado.

El encargado asintió, corroborando las palabras de su subordinado.

– ¿Ha estado dando vueltas por ese sitio? -preguntó a Cola el primer policía.

– ¿Dando vueltas?

– ¿Se ha quedado cerca de ella? ¿Ha fumado? ¿Ha tirado algo al suelo?

Cola movió la cabeza negativamente con vehemencia.

El segundo policía ojeó su libreta y el primero dijo:

– Le he hecho una pregunta.

– No. No he tirado nada. Cuando la he visto, he dejado caer el zapato y he vuelto al edificio.

– ¿La ha tocado? -preguntó el primero.

Cola lo miró abriendo mucho los ojos, con asombro.

– Está muerta. Claro que no la he tocado.

– Le ha tocado el pie -dijo el segundo policía mirando sus anotaciones.

– No le he tocado el pie -insistió Cola, aunque ya no lo recordaba-. He tocado el zapato, y se lo he sacado del pie. -No pudo reprimir la pregunta-: ¿Por qué iba a querer tocarla?

Ninguno de los policías respondió. El primero hizo una seña con la cabeza al segundo, que cerró la libreta.

– Bien. Llévenos a donde está el cadáver.

Cola mantuvo los pies quietos, como si hubiera echado raíces y movió la cabeza de derecha a izquierda. El sol había secado la sangre del delantal y varias moscas zumbaban alrededor de él. Sin mirar a los policías, dijo:

– Está ahí detrás, al otro lado del agujero grande de la cerca.

– Quiero que usted nos lleve a donde está -dijo el primer policía.

– Ya les he dicho dónde está -respondió Cola secamente alzando la voz.

Los policías se miraron de un modo que daba a entender que la negativa de Cola podía ser significativa y valdría la pena recordarla. Pero, sin decir nada, dieron media vuelta, se alejaron de Cola y del encargado y desaparecieron por la esquina del edificio.

Era mediodía y el sol caía a plomo sobre las gorras de plato de los policías. Debajo, el sudor les empapaba el pelo y les resbalaba por la nuca. Cuando llegaron a la parte de atrás del edificio vieron el agujero de la cerca y fueron hacia él. A su espalda, sobre el fondo de los chillidos de muerte que escapaban de la nave, se oían voces humanas, y los agentes se volvieron. En la puerta trasera del matadero se apiñaban unos cinco o seis hombres, con unos delantales tan ensangrentados como el de Cola. Los policías ya estaban acostumbrados a esta curiosidad y siguieron andando hacia el agujero de la cerca. Por allí salieron, agachados, uno tras otro, y se encaminaron hacia el matorral.

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