Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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– ¿Quiere que firme algo? -Y luego, con deliberado retraso-: ¿…comisario?

Brunetti siguió andando, desentendiéndose de todos, con prisa por llegar a su despacho, como el animal que ansia volver a su guarida para sentirse a salvo de sus enemigos. Cerró la puerta, seguro de que Vianello, por mucho que lo desconcertara el comportamiento de su superior, no comparecería hasta que lo llamara.

– Jaque mate y fin de la partida -dijo en voz alta. Era tan violenta la corriente de energía desatada en su interior que no podía moverse. De nada servía apretar los puños y cerrar los ojos: aún veía la imagen de aquel guiño, de aquel golpe de aprobación. Comprendía que, aunque también Vianello lo hubiera visto, nada cambiaría, ni para ellos, ni para Moro. La historia de Filippi era verosímil y la interpretación, magistral. Le mortificaba recordar cómo lo había conmovido la turbación del muchacho, cómo había superpuesto a su entrecortado relato lo que él imaginaba sería la reacción de su hijo en las mismas circunstancias, y cómo había visto miedo y remordimiento donde sólo había vil superchería.

Una parte de él deseaba oír la voz de Vianello en la puerta, para poder explayarse dicíéndole cómo les habían burlado. Pero comprendió que no serviría de nada, y se alegró de que el inspector no le hubiera seguido. Su propia precipitación en ir a hablar con Cappellini había dado tiempo a los Filippi para urdir su farsa; no sólo urdirla sino pulirla y agregarle todos los ingredientes necesarios para apelar al sentimentalismo del oyente. No habían ahorrado los tópicos. Cosas de chicos. Es mayor mi vergüenza que mi culpa. Oh, evitemos nuevos sufrimientos a la pobre madre del muchacho.

Brunetti se revolvió y dio un puntapié a la puerta, pero ni el ruido ni la sacudida que sintió en la espalda cambiaron nada. Aceptó el hecho de que cualquier cosa que pudiera hacer tendría el mismo efecto: de nada serviría rebelarse ni sufrir.

Miró el reloj y descubrió que durante el interrogatorio había perdido la noción del tiempo, aunque la oscuridad exterior hubiera tenido que orientarle. No había dado órdenes, pero no se podía retener a Filippi, y Vianello debía de haberle dejado marchar. Deseaba desesperadamente no ver a ninguno de ellos al salir, y se obligó a permanecer allí, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la puerta, durante cinco minutos más, y entonces bajó.

La cobardía le hizo evitar la oficina de los agentes, aunque vio luz en la puerta cuando bajaba la escalera sin hacer ruido. Al salir, torció hacia la derecha y fue hasta la Riva a tomar un vaporetto, en busca de la distracción que ofrecería el numeroso pasaje que viajaba a esa hora.

Salía uno cuando él llegó al imbarcadero y, mientras esperaba el siguiente, tuvo diez minutos para contemplar a la gente que iba llegando, venecianos la mayoría, a juzgar por el aspecto. Cuando vino la embarcación, subió a bordo, cruzó al otro lado y se quedó junto a la borda, de espaldas a la magnificencia de la ciudad.

Al llegar al apartamento, se paró en la puerta, esperando que dentro estuviera aguardándole, por lo menos, un residuo de humanidad. ¿Y si se encontrase allí con un hijo como Paolo? ¿Cómo felicitarse de un hijo semejante sin haberlo educado antes con el propio ejemplo? Abrió la puerta y entró en casa.

– … No os compro un telefonino porque esos artilugios están creando una raza de zánganos repipis; os daría aún más motivos de distracción -oyó decir a Paola, y sonrió interiormente por el inhumano rigor con que negaba los caprichos a sus hijos.

La voz de su mujer venía de la cocina, pero Brunetti se fue directamente pasillo abajo, al estudio de Paola. Él sabía que, habituada como estaba a espiar los pasos de sus hijos cuando volvían a casa, le habría oído entrar y no tardaría en ir en su busca.

Y fue, y hablaron. Mejor dicho, habló él y ella escuchó. Al cabo de mucho rato, cuando se lo hubo explicado todo y expuesto las opciones que tenía, le preguntó:

– ¿Y bien?

– Los muertos ya no sufren -dijo ella tan sólo, una respuesta que al principio lo desconcertó, pero, conociendo el método de razonamiento de su mujer, reflexionó, meditó su respuesta y al fin preguntó:

– ¿Y los vivos, sí?

Ella asintió.

– Filippi y su padre -dijo él-. Que merecen sufrir. Y Moro y su esposa.

– Y la hija, y la madre -agregó Paola-. Que no lo merecen.

– ¿Así pues, es cuestión de números? -preguntó él sobriamente.

Ella agitó una mano, rechazando la idea.

– No, no; en absoluto. Me parece que hay que tomar en consideración no sólo el número de personas a las que afectará la decisión sino el bien que pueda hacer.

– Cualquiera que sea la decisión, no hará bien a nadie -insistió él.

– ¿Y cuál hará menos daño?

– Él está muerto -dijo Brunettí-; sea cual fuere el veredicto oficial, eso no cambiará.

– No se trata del veredicto oficial, Guido.

– ¿De qué si no?

– De lo que tú vayas a decirles. -Por la entonación que dio a sus palabras hizo que pareciera evidente. Él se había resistido a aceptarlo, casi había conseguido no pensar en ello, pero en el preciso instante en que esas palabras salían de los labios de su esposa, comprendió que eso era lo único que importaba. -¿Te refieres a lo que hizo Filippi?

– Un hombre tiene derecho a saber quién mató a su hijo.

– Haces que parezca muy simple. Como sacado de la Biblia.

– La Biblia no dice eso, que yo sepa. Pero es simple. Y es verdad. -Su tono era de completa seguridad.

– ¿Y si entonces él hiciera algo?

– ¿Como qué? ¿Matar a Filippi? ¿O al padre? Brunetti asintió.

– Por lo que sé de él y lo que me has contado, dudo que sea de esa clase de personas. -Antes de que él pudiera decir que eso nunca se sabe, agregó-: Claro que nunca se sabe.

Una vez más, Brunetti tuvo la extraña sensación de estar a la deriva en el tiempo. Miró el reloj y descubrió con sorpresa que eran casi las diez. -¿Han cenado los chicos?

– Los envié a tomar una pizza cuando te oí llegar. Mientras le refería lo sucedido durante la entrevista con los Filippi y su abogado, él había ido hundiéndose en el sofá hasta quedar con la cabeza apoyada en uno de los almohadones.

– Me parece que tengo hambre -dijo.

– Sí -dijo Paola-; yo también. Quédate aquí mientras preparo un poco de pasta. -Se levantó y fue hacia la puerta-. ¿Qué vas a hacer? -preguntó.

– Tendré que hablar con él -dijo Brunetti.

Así lo hizo, al día siguiente, a las cuatro de la tarde, la hora elegida por ei dottor Moro, que había insistido en ir a la questura en lugar de recibir a Brunetti en su casa. El médico llegó con rigurosa puntualidad, y Brunetti se levantó cuando un agente de uniforme introdujo en su despacho al visitante .El comisario dio la vuelta a la mesa y tendió la mano. Los dos hombres intercambiaron tensas frases de cortesía y, tan pronto como se hubo sentado, Moro preguntó:

– ¿Qué desea, comisario? -Su voz era llana y serena, desprovista de curiosidad y de interés. Los hechos le habían despojado de estos sentimientos.

Brunetti, que se había retirado detrás de la mesa, más por costumbre que por cualquier otra razón, empezó diciendo:

– Hay varias cosas que creo que debería usted saber, dottore. -Hizo una pausa, esperando que el doctor respondiera, quizá con sarcasmo o quizá con indignación. Pero Moro no dijo nada-. Se trata de hechos relacionados con la muerte de su hijo que creo… -empezó Brunetti, y se interrumpió. Miró a la pared situada detrás de Moro y volvió a empezar-: He descubierto cosas que deseo poner en su conocimiento.

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