– Continúa -dijo Brunetti, esperando que lo que oyera a continuación explicara esta incongruencia.
– Ernesto era extraño -dijo Paolo-. A él no le bastaba con… en fin, hacer eso y nada más. Él siempre quería hacer otras cosas.
Brunetti mantenía la mirada fija en el muchacho, con el propósito de hacerle hablar con su atención.
– Aquella noche, me dijo que… bueno, me dijo que había leído algo en una revista. O en un periódico. -Paolo se interrumpió, y Brunetti observó que ese detalle parecía preocuparle. Finalmente, dijo-: No sé dónde lo leería, pero dijo que quería hacerlo de esa manera. -Aquí calló.
– ¿Hacer qué? -preguntó Brunetti al fin-. ¿De qué manera? -Apartó la mirada del muchacho durante un momento y vio al padre que mantenía la cabeza baja y la mirada clavada en la mesa como si deseara no hallarse en una habitación en la que su hijo tenía que confesar estas cosas a un policía.
– Me aseguró que lo que había leído decía que eso lo hacía mucho mejor, mejor que nada -prosiguió el muchacho-. Pero que para eso tenía que ponerse algo alrededor del cuello y apretárselo cuando… bueno, cuando hiciera eso. Y por eso quería que yo estuviera presente, para estar seguro de que no fallaba nada, en ese momento.
El muchacho suspiró profundamente, llenándose de aire los pulmones antes de dar el salto final.
– Le dije que aquello era una locura, pero no quiso hacerme caso. -Juntó las manos y las apoyó en la mesa-. Tenía esas cosas en el aseo. Me enseñó la cuerda. Estaba en el mismo sitio… quiero decir, donde estaba después, cuando lo encontraron. Era larga, para que él pudiera estar agachado en el suelo y luego hacer como si se cayera. Entonces le oprimiría el cuello. Por eso era tan bueno. Por la sensación de asfixia, o no sé qué. Eso dijo.
Silencio. Cada uno de los presentes en la habitación pudo escuchar, desde el otro lado de la pared, el tenue zumbido de ¿un ordenador?, ¿una grabadora? Poco importaba eso ahora.
Brunetti permanecía mudo.
El chico volvió a empezar:
– Entonces lo hizo. Quiero decir que se puso la bolsa en la cabeza, por encima de la cuerda. Y se echó a reír y trató de decir algo, pero no pude entender qué decía. Recuerdo que me señaló con el dedo y que se reía, y entonces empezó a… y al cabo de un rato se agachó y se dejó caer de lado.
El muchacho enrojeció de pronto, y Brunetti vio que se retorcía las manos. Pero siguió hablando, ya incapaz de parar hasta haberlo dicho todo.
– Dio unas patadas y empezó a mover los brazos. Y entonces se puso a gritar y a dar patadas más fuertes. Yo traté de sujetarlo, pero él de un puntapié me lanzó fuera de la ducha. Volví, para desatar la cuerda, pero no podía, porque la bolsa de plástico estaba atada por encima, y cuando por fin pude agarrar el nudo, no pude aflojarlo, porque él tiraba con mucha fuerza. Y entonces, entonces dejó de dar patadas, y cuando lo desaté ya era tarde, y creo que ya estaba muerto.
El muchacho se enjugó el sudor de la cara.
– ¿Y qué hiciste entonces, Paolo? -preguntó Brunetti.
– No lo sé. Durante un minuto, me quedé allí, a su lado. Nunca había visto un muerto, pero no recuerdo qué hice. -Levantó la mirada y la bajó inmediatamente, Brunetti vio que el padre alargaba el brazo y ponía la mano izquierda sobre las de su hijo, las oprimía y la dejaba allí.
Animado por el contacto, Paolo prosiguió:
– Supongo que me entró pánico. Creí que había sido culpa mía, porque no había podido salvarlo o detenerlo. Quizá hubiera podido, pero no lo hice.
– ¿Qué hiciste entonces, Paolo? -repitió Brunetti.
– No podía razonar, pero no quería que lo encontraran de aquel modo. Todos hubieran sabido lo que había pasado.
– ¿Y entonces? -presionó Brunetti.
– No sé cómo se me ocurrió la idea, pero pensé que, si parecía un suicidio, bueno, sería malo pero no tanto como… lo otro.
Esta vez Brunetti no dijo nada, confiando en que el chico seguiría hablando espontáneamente.
– Así que traté de hacer que pareciera que se había ahorcado. No tuve más que tirar de la cuerda y dejarlo allí. -Brunetti miraba sus manos juntas. Los nudillos del padre estaban blancos-. Así que eso hice. Y lo dejé allí. -El chico abrió la boca y aspiró el aire como si acabara de correr varios kilómetros.
– ¿Y la bolsa de plástico? -preguntó Brunetti cuando al chico se le calmó la respiración.
– Me la llevé y la tiré. No recuerdo dónde. A un cubo de basura.
– ¿Y qué hiciste después?
– No recuerdo bien. Creo que volví a mi habitación.
– ¿Alguien te vio?
– No lo sé.
– ¿Tu compañero de cuarto?
– No recuerdo. Quizá. No sé ni cómo llegué a mí habitación.
– ¿Qué es lo que recuerdas después, Paolo?
– A la mañana siguiente, vino a despertarme Zanchi y me dijo lo que había pasado. Y entonces ya era tarde para cambiar nada.
– ¿Por qué me cuentas ahora eso?
El muchacho meneó la cabeza. Separó las manos y asió la de su padre con la derecha. Al fin, en voz baja, dijo:
– Tengo miedo. -¿De qué?
– De lo que ahora ocurra. De lo que pueda parecer.
– ¿Y qué es?
– Que no quise ayudarle, que dejé que le ocurriera eso porque lo odiaba.
– ¿Alguien creía que lo odiabas?
– Es lo que él quería -dijo Paolo, apartándose ligeramente de su padre, como si temiera ver la expresión de su cara, pero sin soltarle la mano-. Es lo que Ernesto quería que fingiera. Para que nadie sospechara lo otro.
– ¿Que erais…?
– Sí; todos hacemos eso, pero generalmente es con distintos chicos. Ernesto sólo quería hacerlo conmigo. Y a mí me daba vergüenza. El chico miró a su padre. -¿Tengo que decir más, papá? El maggior, en lugar de responder a su hijo, miró a Brunetti. Entonces el comisario se inclinó hacia adelante, índico la hora y dijo que la declaración había terminado.
Los cinco hombres se levantaron en silencio. Donatini, que era el que estaba más cerca de la puerta, la abrió. El maggior rodeó con el brazo los hombros de su hijo. Brunetti acercó su silla a la mesa, hizo una seña con la cabeza a Vianello para indicarle que lo siguiera y fue hacia la puerta. Estaba a un solo paso del umbral cuando oyó un ruido a su espalda, pero era sólo que Vianello había tropezado con la silla.
Al volverse a mirar a Vianello, Brunetti vio también a padre e hijo, que estaban frente a frente. Y vio cómo Paolo, que tenía concentrada en su persona toda la atención de su padre, guiñaba un ojo con aire de maliciosa satisfacción. Y cómo, en el mismo instante, el padre descargaba con el puño derecho un afectuoso golpe de felicitación en el bíceps derecho del muchacho.
Vianello no lo había visto; él estaba de espaldas a aquel relámpago de cómplice celebración entre padre e hijo. Brunettí se volvió hacia la puerta y pasó por delante de un silencioso Donatini. En el pasillo, se paró, esperando la salida de Vianello, seguido de los dos Filippi y su abogado.
Brunetti cerró la puerta de la sala de interrogatorios, con movimientos lentos, para darse tiempo de pensar.
Donatini fue el primero en hablar.
– Comisario, usted decide lo que haya de hacerse con esta información,
Brunetti no respondió, ni se dignó darse por enterado de que el abogado hubiera dicho algo.
Entonces, ante el silencio de Brunetti, habló el maggior .
– Sería preferible que la familia de ese muchacho pudiera conservar el recuerdo que tiene de él -dijo en tono solemne, y Brunetti reconoció, avergonzado, que, de no haber sorprendido aquel fugaz destello de triunfo entre padre e hijo, la preocupación que demostraba este hombre por la familia de Ernesto lo hubiera conmovido. Le asaltó el deseo de descargarle un puñetazo en la boca, pero se limitó a volverse de espaldas a todos y empezó a caminar por el pasillo. El chico le gritó:
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