Donna Leon - Justicia Uniforme

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Un cadete de una academia militar de élite aparece ahorcado. Todo indica que se trata de un suicidio, pero el comisario Brunetti empieza a sospechar del muro de silencio que levantan ante él todos los miembros de la academia, sea cual sea su graduación. El célebre detective está convencido de que tiene entre manos un delicado caso de asesinato que trasciende a la propia institución, pero su infalible olfato se confirma cuando conoce la identidad del padre del fallecido: un ex miembro del Parlamento italiano que dimitió de su cargo de forma tan repentina como polémica. ¿Qué relación existe entre el férreo código de honor de la academia y las más altas instancias del ejército y la política?
«A pesar de la seriedad de los asuntos que tratan, los libros de Donna Leon se iluminan con el enorme encanto de su ambientación y la humanidad de sus personajes.» The New York Times Book Review
«Justicia uniforme es un claro ejemplo de equilibrio. Su delicada prosa y encanto contrarrestan su dureza.» The Washington Post
«Novela negra de primer orden: intensa, relevante y llena de humanidad.» The Guardian
«Donna Leon es probablemente la mejor escritora de novela negra.» The Chicago Tribune.

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La lancha estaba frente a la questura. El piloto aceleraba el motor, a la vista de la agitación de Pucetti, que ya había soltado la amarra y sujetaba la embarcación desde el muelle. Brunetti saltó a bordo, seguido un segundo después por Pucetti, quien perdió el equilibrio al poner pie en la lancha, que ya avanzaba, y tuvo que agarrarse al hombro de Brunetti. A toda máquina, la embarcación salió al Bacino, lo cruzó y entró en el Canale della Giudecca. El piloto, siguiendo instrucciones de Brunetti, utilizaba el faro azul pero no la sirena.

Pasados los primeros momentos de excitación, Brunetti casi se avergonzó de que, incluso frente a la muerte y la mentira, él aún fuera capaz de disfrutar con el simple placer de la velocidad. Sabia que aquello no era una excursión de colegio ni una persecución de película de policías y ladrones y, no obstante, el viento de la carrera y el rítmico golpeteo de las olas en la proa le producían un vértigo de gozo.

Miró a Pucetti y experimentó un cierto alivio al ver sus propios sentimientos reflejados en la cara del joven. Pasaban por el lado de las otras embarcaciones como una exhalación. Brunetti veía cómo la gente volvía la cabeza para seguir con la mirada su rápido avance por el canal arriba. Pero muy pronto el piloto entró en Rio di Sant'Eufemia, puso la marcha atrás y la embarcación se deslizó en silencio hacia la orilla izquierda del canal. Mientras saltaban a tierra, Brunetti se preguntó si habría estado acertado al hacerse acompañar por el amable Pucetti en lugar de haber traído, por ejemplo, a un Alvise que, aun siendo igual de buena persona, ofrecía, profesionalmente ,la ventaja de tener aspecto de matón.

– Quiero asustar a este chico -dijo Brunetti, al echar a andar por la Riva hacia la escuela. -Eso es fácil, señor.

Cuando cruzaban el patio, Brunetti percibió cierto movimiento o alteración a su derecha, donde caminaba Pucetti. Sin aminorar el paso, lanzó una mirada rápida, y casi tuvo que pararse, de la sorpresa. Pucetti, cuyos hombros parecían ahora más robustos, había adoptado el andar de un boxeador o de un estibador: la cabeza inclinada hacia adelante, el cuello dilatado, las manos entrecerradas, aguardando la orden de convertirse en puños, el paso firme, desafiando al suelo a oponerse a su avance.

La mirada de Pucetti recorría el patio, pasando de un cadete a otro con depredadora celeridad. Su boca tenía gesto de hambre y de sus ojos habían desaparecido la cordialidad y el buen humor que habitualmente los animaban.

Brunetti aminoró la marcha automáticamente, dejando que Pucetti se adelantara, como un buque de crucero se hace a un lado en el Antartico, para situarse a la zaga del rompehielos. Los pocos cadetes que había en el patio enmudecían a su paso.

Pucetti subió de dos en dos los peldaños de la escalera del dormitorio, y Brunetti lo siguió, más despacio. Al llegar a la puerta de la habitación de Filippi, Pucetti levantó el puño y dio dos fuertes golpes, seguidos rápidamente de otros dos. Desde el extremo del corredor, Brunetti oyó el grito agudo que sonó en el interior y vio a Pucetti abrir la puerta violentamente haciéndola rebotar en la pared.

Cuando Brunetti llegó a la puerta, Pucetti estaba a un paso del umbral, con las manos levantadas casi a la altura del pecho. Sus hombros parecían aún más anchos que antes.

En la litera superior había un muchacho rubio y delgado, con las mejillas acribilladas de acné, medio sentado y medio echado, con la espalda pegada a la pared y las rodillas dobladas, como si temiera dejar los píes colgando al alcance de los dientes de Pucetti. Cuando Brunetti entró, Cappellini levantó una mano, pero era para pedir a Brunetti que se acercara, no que se parase.

– ¿Qué quieren? -preguntó el chico, sin poder disimular el terror.

A esto, Pucetti giro lentamente la cabeza hacia Brunetti y levantó la barbilla como para preguntar si quería que trepase a la litera y arrojase al suelo al chico.

– No, Pucetti -dijo el comisario en el tono de voz que generalmente se usa con los perros.

Pucetti bajó las manos, pero no del todo, volvió a mirar al chico y cerró la puerta de un golpe de tacón.

En el reverbero del portazo, Brunetti preguntó:

– ¿Cappellini?

– Sí, señor.

– ¿Dónde estaba la noche en que mataron al cadete Moro?

– Yo no lo hice -gritó con voz aguda el chico, muy asustado para poder pensar y darse cuenta de lo que acababa de admitir-. Yo ni lo toqué.

– Pero lo sabe -dijo Brunetti con voz firme, como si repitiera algo que ya le había dicho otra persona.

– Sí. Pero yo no tuve nada que ver -insistió el chico, tratando de echar el cuerpo hacia atrás, pero ya sentía la pared en la espalda, no tenía escapatoria.

– ¿Quien fue? -agregó Brunetti, frenándose de sugerir el nombre de Filíppi. Al ver que el chico vacilaba, agregó-: Dígamelo.

Cappellini dudaba, calculando si no sería peor este peligro que aquel otro con el que convivía. Evidentemente, se decantó por Brunetti, porque dijo:

– Filíppi. Todo fue idea suya.

Este reconocimiento tuvo el efecto de hacer que Pucetti bajara las manos, y Brunetti percibió cómo se relajaba el cuerpo del agente, al deponer éste su actitud de amenaza. Estaba seguro de que, si apartaba la mirada de Cappellini, vería que Pucetti había recuperado su tamaño normal.

El chico se calmó, minimamente por lo menos. Se deslizó unos centímetros sobre el colchón, extendió las piernas y dejó colgar un pie por el borde de la litera.

– Filippi lo odiaba -dijo-. No sé por qué, pero lo había odiado siempre, y nos decía que todos teníamos que odiarlo, que era un traidor. Su familia era una familia de traidores. -Al ver que Brunetti no hacía a esto comentario alguno, Cappellini agregó-: Es lo que decía él. Que Moro padre, también.

– ¿Sabe por qué decía eso? -preguntó Brunetti suavizando el tono de voz.

– No, señor. Eso era lo que nos decía.

Por mucho que Brunetti deseara saber quiénes eran los otros, comprendía que indagar ahora en ello sería abrir un inciso que rompería el ritmo del interrogatorio, y preguntó:

– ¿Moro protestaba o se defendía? -Al percibir la vacilación de Cappellini, agregó-: Cuando Filippi le llamaba traidor.

Cappellini pareció sorprendido por la pregunta. -Naturalmente. Tuvieron más de una pelea, y una vez Moro le pegó, pero los separaron. -Cappellini se pasó la mano derecha por el pelo, apoyó las dos manos en la cama y bajó la cabeza. La pausa se prolongaba, Pucetti y Brunetti hubieran podido ser dos figuras de piedra.

– ¿Qué pasó aquella noche? -preguntó Brunetti finalmente.

– Filippi llegó tarde. No sé si tenía permiso o usó su llave -explicó Cappellini con naturalidad, como si diera por descontado que ellos estaban ai corriente del tráfico de llaves-. No sé con quién habría estado; seguramente, con su padre. Siempre parecía más furioso cuando volvía de ver a su padre. Bueno, cuando entró… -Con un ademán, Cappellini señaló el espacio que tenía ante sí, el mismo que ahora ocupaban los dos inmóviles policías-. Empezó a hablar de Moro y de lo muy traidor que era. Yo quería seguir durmiendo y le dije que se callara.

Aquí se interrumpió, hasta que Brunetti se sintió obligado a preguntar:

– ¿Y qué ocurrió entonces?

– Que me pegó. Se acercó a la litera, levantó el brazo y me pegó. Un puñetazo en el hombro, no muy fuerte, como para demostrar lo furioso que estaba. Y no hacía más que repetir que Moro era un mierda y un traidor.

Brunetti confiaba en que el muchacho continuara. Y así lo hizo.

– Entonces se fue, dio media vuelta y salió de la habitación, quizá fue a buscar a Maselli y Zanchi, no sé. -El chico calló y miró al suelo.

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