Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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Asbjorn Meiner se colocó como el capitán de un barco, con las piernas separadas y las caderas hacia delante.

– Fíjense la pinta que tiene -dijo resignado.

Else Meiner se apoyó en la pared.

– Tiene una pinta estupenda -dijo Sejer-. Permítanme decirlo.

Esto hizo sonreír a la pequeña Else. Su pelo parecía un incendio sobre su cabeza, y tenía unas orejas pequeñas y puntiagudas, como los elfos de los cuentos.

– El pelo le llegaba hasta el culo -dijo Meiner, muy dramático, gesticulando con sus largos brazos.

Sejer y Skarre hicieron sendos gestos con la cabeza.

– Pues sí -dijo Skarre-. Supongo que lleva mucho tiempo conseguir un pelo tan largo.

Meiner los condujo a un espacioso salón, pero Else se quedó en la puerta observándolos. Iba descalza, y tenía las uñas de los pies pintadas.

– Else -dijo su padre-. No te quedes ahí parada. ¡Tienes que colaborar!

La chica se encogió de hombros. Cruzó lentamente la alfombra y se sentó. Sejer siguió la pequeña figura con la vista. Else hizo lo que su padre le había ordenado, aunque no le tenía ningún respeto, solo que Asbjorn Meiner no lo sabía.

– ¿Estás bien? -preguntó Skarre con gran amabilidad.

Ella levantó la vista.

– Claro que sí. No es más que pelo -contestó.

– ¿Utilizó unas tijeras?

– No, una navaja.

– ¿Viste la navaja?

Ella asintió.

– Era un cuchillo pequeño con una hoja corta y un mango rojo -explicó-. Una especie de navaja.

– ¿Una navaja suiza? -preguntó Sejer-. ¿Sabes lo que es eso?

– Sí, porque tenemos una de esas en el cajón de la cocina.

Asbjorn Meiner cerró los ojos. Se dio cuenta de que los dos hombres de la policía tenían una línea abierta hasta su hija que él nunca había tenido.

– ¿Te asustaste? -preguntó Sejer.

– Me sobresalté -contestó ella sin más.

– ¿Viste algo?

– Uno de sus brazos. Intenté morderle. Él estuvo a punto de perder el control.

– ¿Viste algo más?

– Solo sus piernas cuando salió corriendo. Piernas rápidas -añadió.

Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros.

– ¿Qué clase de calzado llevaba? -preguntó Sejer.

– Zapatillas de deporte de caña alta -contestó Else-. Con rayas negras. Viejas y desgastadas.

– ¿Te fijaste en algo más?

– La máscara que llevaba olía bien -dijo-. A caramelo. Digo yo que acabaría de comprarla.

Sejer asintió. Esa chica tenía algo especial, algo fresco y desafiante. Con ese pelo tan salvaje y despeinado y los vaqueros parecía más bien un chico un poco gamberro. No era de complexión fuerte, pero parecía segura. Era taciturna, pero no tímida. Llevaba las uñas pintadas, pero no parecía una cursi.

– ¿Lo oíste decir algo cuando te atacó? -quiso saber Skarre-. Quiero decir, antes o después de atacarte. ¿Dijo algo? ¿Oíste alguna moto o algo que arrancara? ¿Cómo escapó él luego?

– Desapareció entre los matorrales -contestó Else-. No oí nada, solo que respiraba muy deprisa.

– Ya, me lo puedo imaginar -intervino Asbjorn Meiner.

– ¿Sabes qué edad podía tener? ¿Crees que era un hombre o era un chico?

– Intenta adivinar la edad de un gorila -contestó Else.

Asbjorn Meiner, que se sentía algo ignorado, tomó de nuevo la palabra.

– Está bien que quieras mostrarte fuerte y valiente, Else -dijo-, y es maravilloso que no te hicieras pis en los pantalones. Pero tendrás que ayudar algo para que podamos coger a ese vagabundo de una vez por todas.

– No creo que sea un vagabundo -dijo ella con dulzura.

– ¿Dijo algo? -preguntó Sejer-. ¿Te amenazó?

– Solo quería la trenza -contestó ella.

Sejer observaba a Else Meiner con creciente entusiasmo. La piel de la chica era blanca como la leche; sus pestañas, relucientes como la seda. Tenía los ojos grandes e inusualmente oscuros para esa piel tan blanca, y la boca minúscula. Recordaba a una marioneta de un teatro de títeres, pensó, pero seguro que a Else Meiner nadie la dirigía con un hilo. Ella decidía su propia vida. Llegarás a destacar algún día, pensó. De una u otra manera.

Se levantó y se acercó a la ventana para echar un vistazo a la calle Roland. Luego se dirigió de nuevo a la chica.

– ¿Alguien te ha estado persiguiendo últimamente? -preguntó-. ¿Alguien te ha molestado o provocado? ¿O amenazado?

– No -contestó ella con firmeza.

– ¿Quiénes viven en las otras casas? -preguntó Sejer.

Asbjorn Meiner se acercó a él.

– Gente muy normal -intervino-. Aquí no van a encontrar ustedes nada extraño. A la derecha viven los Nome, en ese chalet marrón de estilo suizo. Al lado de ellos viven los Reinertsen y los Green, que son primos hermanos, por cierto. Como pueden ver, se trata del mismo arquitecto. Un poco ostentosas esas casas, en mi opinión. Luego están los Rasmussen, los Lie y los Medina. En nuestro lado de la calle viven los Hakonson, los Lie y los Glaser. En esa casa de cemento viven los Krantz.

– ¿Y la casa vieja al final de la calle? -preguntó Sejer señalando-. Es distinta.

Asbjorn Meiner asintió. Y cuando lo hizo, el movimiento se propagó por su enorme cuerpo como una ola.

– Pues sí, no es muy bonita -dijo-. Pero esa casa estaba allí mucho antes de que nosotros empezáramos a construir. De modo que tiene derecho a estar aquí. Esa casa se construyó cuando se utilizaban tablas de asbesto. En ella vive un hombre mayor, se llama Beskow. Henry Beskow. Pero no lo vemos mucho, porque no sale nunca. Lo atiende una asistente social. Viene por la mañana a ayudarlo a levantarse. Luego suele venir un adolescente en moto. Creo que es su nieto. Viene muy a menudo. ¿Quién es ese chico, Else? -preguntó, dirigiéndose a su hija.

– Ni idea -contestó Else Meiner.

Sejer se volvió al ver que ella se iba. La chica desapareció de repente por el vestíbulo y se metió en su habitación, pero dejó la puerta abierta. Sejer la siguió, porque se le antojó que ella quería que lo hiciera. La puerta abierta era como una especie de invitación. Se acercó y echó una mirada adentro. Se fijó en un instrumento dorado sobre la cama.

Ella se había sentado junto a su pequeño escritorio y había abierto un libro.

– ¿Fue alguien que conoces? -preguntó él.

Ella ladeó la cabeza y se tocó el pelo corto.

– No hay gorilas entre mis amigos -contestó.

Sejer se rió por lo bajo. La chica le gustaba cada vez más. Esa frescura y ese sentido del humor tan especial.

– ¿Se te da bien tocar la trompeta? -preguntó con un gesto hacia el instrumento de la cama.

– Sí, más o menos.

En las paredes Else tenía fotos y posters. Sejer reconoció a algunos de los personajes; entre otros, Orlando Bloom y DiCaprio. Tenía también una foto del cantante danés Jokeren, con la cara blanca y la boca roja, y un par de fotos suyas con el uniforme de la banda de música, chaqueta azul oscuro, falda blanca corta y gorra. Sobre la cama había un montón de cojines, uno de ellos rojo con forma de corazón y un mensaje pulcramente bordado: «I love Johnny».

– ¿Para qué crees que quería tu trenza? -preguntó Sejer.

Ella hizo un gesto con la cabeza.

– Supongo que las colecciona. Seguro que la tiene metida en un cajón junto con otras negras, rubias y castañas. Tal vez se ponga a olerlas por las noches.

La respuesta de la chica lo confundió. ¿Todo eso era pura imaginación, invenciones suyas para llamar la atención? Había chicas que hacían esas cosas. Chicas necesitadas de teatro y sensaciones. Pero no le parecía que fuera el caso de Else Meiner.

La chica se levantó, se acercó a la pared y descolgó una foto suya con la trenza intacta.

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