Pero no será más que un virus, pensó. En el nervio del equilibrio que va y viene. Lo averiguaremos en otra ocasión.
Fue hacia el coche.
* * *
Daba pena ver a Johnny Beskow.
Un cuerpo flaco y azulado, con largos mechones de pelo mojados en la frente y en la cara. Manos pequeñas con las uñas mordidas. Ropa de mala calidad. Sejer iba por la orilla de la presa en busca de señales que indicaran si había habido gente en el lugar, si había ocurrido algo dramático.
– Tal vez haya hecho equilibrismos sobre el muro de contención -dijo Skarre-. Y cayera al agua. Puede que no supiera nadar.
Sejer miró fijamente la compuerta en medio de la presa, donde el agua pasaba a gran presión por la tubería negra.
– ¿Por qué iba a hacer equilibrismos sobre el muro de contención? -preguntó.
– Por lo visto es una especie de deporte aquí arriba -explicó Skarre-. Entre los estudiantes que celebran la graduación al final del bachillerato. A mediados de mayo.
– Johnny no era bachiller. Y estamos a mediados de octubre -objetó Sejer.
Skarre contempló el sombrío aspecto del inspector jefe.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó.
– Aquí termina el cuento sobre Johnny Beskow -contestó Sejer.
– Y nadie en el mundo va a echarlo de menos -comentó Skarre.
– No digas eso -dijo Sejer.
– Tal vez el arrepentimiento acabó con él -dijo Skarre.
En ese instante sonó el teléfono móvil de Sejer, con una alegre melodía. Lo dejó sonar.
– No creo en esa teoría -dijo-. Porque no se arrepintió. Pero queda otra posibilidad.
– ¿Que alguien le haya ayudado a caerse por el borde? -sugirió Skarre-. ¿No vas a coger el teléfono?
– Sí. No seas pesado. ¿Cuándo se celebra el juicio de Schillinger?
– En enero -contestó Skarre-. Espera contar con una duda razonable a su favor. Si lo consigue, podrá hacerse con nuevos perros. Coge ya ese teléfono. Tal vez sea algo importante.
Sejer fue hasta un abeto y se apoyó en el tronco. Permaneció allí un rato, con la mirada fija en el cuerpo muerto sobre la camilla, mientras el teléfono continuaba sonando con su alegre melodía.
– Se llevará algún que otro secreto a la tumba -dijo-. ¿O qué opinas tú?
Skarre asintió.
– Y allí estarán bien.
– No es imposible que alguien lo haya ayudado a caer -indicó Sejer-, mientras sacaba el móvil. Se lo acercó al oído y miro fijamente a Skarre.
– Me puedo imaginar a más de uno con un poderoso motivo. Pero ¿sabes qué?, eso es algo que jamás podremos probar.
* * *
De lejos parecía un niño con ese pelo corto y rojo. Ella no conocía a aquellos dos hombres, pero se fijó en cómo iban vestidos y en cómo eran. Cuando volvían del lago, se alejó volando y se escondió detrás del tronco de un abeto. Se quedó en cuclillas hasta que le dolían los muslos, y apenas se atrevía a respirar, pero se fijó en la marca del coche. Un Toyota Landcruiser. La pintura brillaba como oro al sol. Los hombres no dijeron nada, pero miraron detenidamente a su alrededor antes de meterse en el vehículo. Por fortuna no vieron su bicicleta, que estaba tumbada en el brezo a cierta distancia. Se encogió, haciéndose minúscula. Tenía la sensación de que el corazón estaba a punto de estallarle y de que la sangre por dentro le fluía con tanta fuerza que tendrían que oírla a pesar del bramido del agua que caía por la compuerta de la presa.
Pero no oyeron nada.
Desaparecieron en el coche y todo volvió a quedar en silencio.
Y Else Meiner se subió a su bicicleta azul, marca Nakamura.
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