Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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– Schillinger -contestó Johnny.

– Exacto, Schillinger sostiene que se trata de un sabotaje. Opina que alguien fue a su casa y abrió la puerta como diversión. Solo para ver salir pitando a los perros.

– ¿Quién pudo ser?

El viejo clavó los ojos en él. Estaban llenos de una sorprendente intensidad.

– ¿Cómo me haces esa pregunta? ¿No sabes que por todas partes hay escoria inventándose cosas grotescas? Aún no han cogido a ese que va llamando a las casas de la gente, lleva semanas haciéndolo.

Johnny dejó el periódico sobre sus rodillas. Ya no podía estarse quieto, tenía que levantarse y andar. Tras unas vueltas por la habitación, volvió a caer sobre el puf.

– Los perros no son capaces de abrir esa puerta ellos solos -dijo Henry-. Y el dueño jura y perjura que siempre tiene mucho cuidado al cerrar. Si tenemos por aquí a un loco como ese, no es de extrañar que la gente le eche la culpa. Tendrá que cargar con ello, después de varias semanas sembrando el terror.

Daba golpecitos con la mano a su colchón de gelatina.

– Ahora tendrá unas cuantas noches de insomnio. Sea culpable o no. Porque esto puede ser homicidio por imprudencia. Están buscando huellas. ¡Dios mío, lo que van a hacerle sufrir!

– Pero -dijo Johnny con un hilo de voz- ese que llama e inserta anuncios y cosas así solo está bromeando. No es más que una inocente diversión.

– ¿Una inocente diversión?

Henry se estaba excitando un poco.

– ¿Oíste hablar de esa niña que estaba en una exposición con dos gatos de angora? Su foto salió en el periódico. Dos días más tarde alguien había crucificado un conejo de peluche en su puerta. ¿Te parece eso divertido?

Johnny dobló el periódico y lo dejó sobre la mesa con la portada hacia abajo. Luego permaneció un rato con los brazos colgando.

– Es muy cómodo para el tal Schillinger tener a alguien a quien echar la culpa -murmuró.

Henry agitó irritado la mano.

– ¿No estarás defendiendo a ese imbécil? Sabes todo lo que ha estado haciendo. Lo he pensado muchas veces, he pensado que un día irá demasiado lejos, y entonces tendrá que saborear su propia medicina. Ya no será tan divertido. Pero tú, Johnny, eres un chico considerado y atento. ¡Qué sabes tú de esos hijos de puta!

Johnny no hizo ningún comentario al respecto.

– ¿Leíste todo el artículo? -preguntó Henry-. Lo del niño ese es terrible. Un brazo había desaparecido, lo encontraron en el bosque a varios metros del cadáver. Piensa en sus padres. ¡Imagínate cómo estarán!

Empezaron a humedecérsele los ojos, y tuvo que secarse unas lágrimas.

– Cuando yo era niño -prosiguió-, vivía cerca de un criadero de visones. Un grupo de chicos solíamos ir hasta allí y los mirábamos a través de los barrotes. No te puedes imaginar cómo olían, apestaban a kilómetros de distancia, de modo que los vecinos no estaban muy entusiasmados, te lo prometo. Para serte sincero, Johnny, porque tú y yo siempre somos sinceros el uno con el otro, te diré que un par de veces les abrimos las jaulas. Solo para divertirnos. Porque no es que estuviéramos en contra de la cría de animales para peletería, de eso no teníamos ni noticia. Si las tías querían llevar abrigos de piel, a nosotros nos daba igual. Pero era divertidísimo verlos correr de un lado para otro. Entonces instalaron una valla eléctrica y se acabó la diversión. Pero ya ves, son cosas que hacen los chicos.

Carraspeó un poco y prosiguió.

– Cuando voy a la tienda a comprar fresón…

Se calló y volvió a empezar.

– Bueno, ahora ya no voy nunca a la tienda. Pero antes, cuando las piernas me llevaban, solía ir de vez en cuando a la tienda a comprar fresón. Y en alguna cesta había de vez en cuando un fresón malo en la parte de arriba. Entonces yo pensaba que la cesta entera estaba podrida, ¿sabes? Porque así es como funcionamos las personas. No, no -añadió- tal vez sea una mala comparación. Pero creo que entiendes lo que quiero decir. Estás un poco paliducho. Ve a por una Coca-Cola al frigorífico y bébetela.

Johnny se levantó del puf. Fue dando tumbos hasta la cocina y cogió una Coca-Cola. Quitó el tapón y permaneció inclinado sobre la encimera mientras se la tomaba.

– ¡Esa escoria debería ir de puerta en puerta por todo el distrito! -gritó Henry Beskow-. Arrodillarse ante cada puerta y pedir perdón. ¿A ti qué te parece, Johnny?

Johnny se agarró a la encimera. Era como si la habitación diera unas enormes vueltas, y miró a un abismo tan profundo y tan negro que se sentía completamente aturdido.

– ¡Johnny! -gritó Henry desde el salón-. ¿A ti no te parece que debería arrodillarse ante todas las puertas?

– Ya es demasiado tarde, ¿no? -murmuró Johnny-. La gente piensa lo que quiere. Y uno no puede pedir perdón por cualquier cosa.

* * *

Gunilla Mork no creía en Schillinger y sus alegatos de sabotaje. No le gustaba esa expresión amargada de su rostro, le parecía que se comportaba de un modo hostil y agresivo, y que le faltaba humildad ante aquello tan aterrador que había sucedido. Gunilla sospechaba que Schillinger se estaba aprovechando de la situación. Ese tipo que los había tenido en vilo durante semanas con un sinfín de dementes inventos tenía al menos cierto estilo, pensaba ella, no se puede negar. Inventivo e imaginativo. Ella había recortado su propia esquela del periódico y la había colgado de la pared en un pequeño marco plateado. Cada mañana, cuando entraba en la cocina, volvía a leerla y pensaba: Ah no, todavía no. Sigo aquí. Ese pensamiento le proporcionaba cierto placer.

Sverre Skarning discutía el suceso con su mujer siria, Nihmet.

– Ese terrorista ha estado por todas partes -dijo Nihmet-. Y ha hecho cosas muy raras. No me extraña que también lo culpen de esto. Es el precio que tendrá que pagar. O tiene que entregarse y explicarse. Si no, pensaremos lo que queramos.

– Bjorn Schillinger se ha criado aquí -dijo Skarning-. Tiene perros desde hace treinta años. En el verano, cuando entrena con el carro, frena y se para cuando se cruza con gente por Glenna. En el invierno se detiene para dejar pasar a los esquiadores. Es considerado y siempre ha sido intachable. Los perros son su mismísimo capital vital. No permitiría nunca nada así. ¡Olvidarse de cerrar la puerta! ¡Jamás!

La verdad era que resultaba incomprensible, desde cualquier punto de vista.

– Ese hombre no me gusta -dijo Nihmet-. Conduce como un animal su Landcruiser. Es un bruto, Sverre. Y además hay algo en su mirada. Algo salvaje. ¿No te has fijado?

Francis y Evelyn Mold seguían muy dolidas con esa persona que les había hecho pasar por el peor de los temores, pero también ellas tenían sus dudas respecto a la historia de la perrera. Les parecía extraño que alguien hubiera ido a sacar a los perros. Astrid Landmark ya no tenía con quién discutir. Su marido, Helge, había sido desconectado del respirador, y luego transportado elegantemente en el Daimler de Memento, rodeado de cuero, caoba y nogal, hasta su último lugar de reposo.

La pequeña Else Meiner no dejaba de darle vueltas.

– ¿No es exactamente lo que yo dije? -bramaba su padre Asbjorn-. Un día irá demasiado lejos. Ese indeseable ya tiene lo que se merece. Tendrá que vivir con esto el resto de sus días. Un niño. No tengo palabras. ¿Sabes lo que hará ahora, Else? Desaparecerá. Y nunca lo cogerán.

Else no contestaba. Estaba sentada en su habitación junto al escritorio, pintándose las uñas. De vez en cuando miraba por la ventana para ver si llegaba la Suzuki roja que tan a menudo se metía por la calle Roland para ir a la casa de Henry Beskow.

Y sin embargo algunos sí creían la versión de Bjorn Schillinger sobre el sabotaje. Es decir, que alguien había ido a soltar los perros. Había mucho gamberro en Bjerkas, eso todos habían podido comprobarlo, y no a todo el mundo le gustaban esos enormes animales que aullaban tan terriblemente por las tardes. Con esas fieras fuera podrían perder de vista tanto a ellas como a su dueño de una vez por todas. Uno de los que creía la versión de Schillinger era Karsten Sundelin.

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