Un día entablaron conversación.
Se encontraron en la gasolinera de Bjerkas, fue un encuentro repentino y casual. Congeniaron enseguida, porque los dos estaban amargados, y los dos tenían necesidad de devolver los golpes.
– No puedo entenderlo -dijo Schillinger-. ¿Por qué no consiguen cogerlo, joder? Tanto tiempo trabajando en este caso y no son capaces de resolverlo. Voy a perderlo todo.
– Mi mujer se ha ido de casa -contó Sundelin-. Cogió a Margrete y se fue a casa de sus padres. Estoy completamente agotado. Nos han destrozado la vida, y yo no puedo hacer nada. ¿Y tú? ¿Has conseguido un buen abogado?
Schillinger llenó el depósito del Landcruiser, colocó la pistola de la manguera con un estallido y apretó bien el tapón.
– Sí, ya tengo abogado. Pero, en cuanto a justicia, no estoy seguro de que las autoridades me la vayan a proporcionar. Tienen demasiadas reglas que seguir, tantas consideraciones…
Callaron unos instantes. En el silencio que surgió fue como si se buscaran el uno al otro, como si se unieran en torno a algo que no se podía decir en voz alta. Pero los dos sabían en qué consistía ese entendimiento mutuo.
– ¿Quieres que nos tomemos una cerveza esta noche? -preguntó Schillinger.
– De acuerdo -contestó Sundelin-. Tomemos una cerveza.
En los días y semanas siguientes los dos fueron vistos juntos a menudo. Conversando en el fondo de un rincón del pub local.
Voces profundas hablando en voz baja.
Las cabezas muy juntas.
* * *
Acabaron los anuncios falsos y las diabólicas llamadas telefónicas.
Algunos opinaban que eso en sí era señal de culpabilidad, que el desconocido terrorista se había retirado, asustado y avergonzado. Otros pensaban que se había cansado de su macabro juego, sin sentirse culpable por lo que le había pasado al pequeño Theo Bosch.
¿Y cómo iban a cogerlo? Sembraba el terror a distancia, sin dejar nada tras él, ninguna huella, ningún hallazgo técnico, solo horror y espanto.
Un día a mediados de septiembre Sejer y Skarre fueron a Bjornstad tras haber recibido noticias de una muerte sospechosa.
Un coche patrulla había llegado antes que ellos, estaba aparcado junto a la valla de una casa al final de la calle Roland, con las puertas abiertas. Un par de técnicos estaban haciendo investigaciones en el exterior de la casa.
– Un caso bastante feo -dijo uno de ellos-. Al principio pensamos que alguien le había atacado con un bate. Pero todo está en orden dentro, no hay rastro de vandalismo o robo.
Sejer y Skarre entraron. Se fijaron en el nombre de debajo del timbre. Henry Beskow. El apellido hizo a Sejer girarse y mirar hacia la casa de Meiner, que estaba un poco más abajo en la misma calle. Él llegó el primero, había dicho Meiner. Tiene todo el derecho del mundo a estar aquí.
Atravesaron el estrecho recibidor y entraron en la cocina, donde había una mujer menuda y morena sentada en una silla. Se había envuelto en un chal y parecía tener frío, aunque no hacía nada de frío en la casa de Henry Beskow. Hacía más bien ese calor bochornoso que hace a menudo en casa de la gente muy mayor. La mujer se presentó como Mai Sinok. Señaló hacia el salón con mano temblorosa. Allí estaba sentado el anciano con un pie sobre un escabel. El otro lo tenía plantado en el suelo, y la parte superior de su cuerpo colgaba sobre el reposabrazos. A lo mejor había intentado levantarse o escapar, pensaron, pero no había tenido suficientes fuerzas. Tenía sangre alrededor de la boca y sobre el pecho, y algo había chorreado hasta el suelo. Llevaba una vieja chaqueta de punto verde. Los pantalones, que le estaban muy grandes, seguramente porque había perdido peso, los llevaba sujetos con un cinturón, en el que se había hecho un agujero de más. Uno de los técnicos se había dejado una caja con guantes de látex. Sejer sacó uno, se lo puso, se agachó sobre el anciano y le abrió cuidadosamente la boca con dos dedos.
Los dientes estaban enteros.
– Creo que ha vomitado -dijo.
– ¿El qué? -preguntó Skarre.
– Creo que ha vomitado sangre.
Mai Sinok entró. Se detuvo a cierta distancia, mirando asustada de reojo a Beskow.
– Empezó a sangrar por la nariz hace un par de días -explicó-. No quiso llamar al médico, no por una cosa así, decía. Era terco como una mula. Decía que no era más que la naturaleza que seguía su curso. Entonces también empezaron a sangrarle las encías, y eso me asustó un poco. ¿Puedo marcharme ya? -suplicó.
Se acercó y puso una mano en el brazo de Sejer.
– Por favor, ¿puedo marcharme? Llevo mucho tiempo aquí sentada, y me encuentro muy mal. Me gustaría irme a casa a tumbarme un rato.
Sejer fue a la cocina. Cogió un vaso del armario, lo llenó de agua del grifo y se lo ofreció. Ella lo agarró con las dos manos y bebió, manchándose como un niño pequeño.
– ¿Quién suele venir a esta casa? -preguntó Sejer-. ¿Aparte de usted?
– Casi nadie -contestó ella-. Solo su nieto, él sí viene a menudo.
– Está bien. Tenemos que avisarlo. ¿Dónde vive? -quiso saber Sejer.
– En Askeland -contestó la mujer-. Vive con su madre.
– ¿Cuánto tiempo lleva usted asistiendo a Beskow?
– Un año. Vengo todos los días. Es un anciano muy noble -dijo Mai Sinok. Bebió un trago de agua fría-. Los cuidados que ha recibido Henry han provenido siempre del chico -dijo-. Son el alma de amigos.
– ¿Querrá usted decir amigos del alma? -la corrigió Sejer.
Mai Sinok sonrió, pero enseguida volvió a entristecerse.
– ¿Puedo irme? -repitió-. Me siento muy débil.
– Podrá marcharse enseguida. Pero luego necesitaremos hablar más con usted. Estoy seguro de que lo comprende. Nuestra gente la llevará a su casa.
Ella lo rechazó. Tomaría el autobús como siempre. Paraba abajo en la calle Roland y pasaba a menudo.
Sejer daba vueltas por el pequeño salón de Beskow.
– No entiendo lo que ha pasado -dijo Mai Sinok-. De repente se puso a sangrar por todas partes. Se le tiene que haber roto algo por dentro.
Sejer contempló algunas fotografías colgadas en la pared de un niño pequeño.
– ¿Es ese su nieto? -preguntó-. ¿El niño del triciclo?
– Sí, ese es. Mire lo rubio que era de pequeño. Ahora es moreno.
– Y el que lleva la mochila del colegio, ¿también es él?
– Sí. Y el de la pequeña moto. Con guantes, casco y todo. Henry le regaló la moto. Porque Henry es muy generoso.
– Parece una Suzuki -comentó Sejer-. ¿Cómo se llama el chico?
– Se llama Johnny -contestó Mai-. Johnny Beskow.
I love Johnny, pensó Sejer, echando un vistazo por la ventana hacia la casa amarilla de Asbjorn Meiner.
– Imagínate que hubiera alguna relación -murmuró.
– ¿Cómo? ¿Relación? -preguntó Skarre, mirando al inspector jefe.
– Entre todo lo sucedido.
– Nunca existen relaciones de este tipo -opinó Skarre-. Al menos no en la vida real. ¿A qué te refieres en concreto?
– Buscábamos a un chico con una moto roja -dijo Sejer-. Aquí está, en esta foto de la pared. Averigua si Johnny Beskow tiene teléfono móvil.
Skarre se puso en contacto con Información y anotó el número.
Sejer se dirigió a Mai Sinok.
– Ahora quiero que llame usted a Johnny Beskow -dijo-. Dígale que tiene que venir inmediatamente aquí, a la calle Roland. Dígale que es muy importante. Pero no mencione nada de nosotros y tampoco de lo que ha sucedido. No le diga que la policía está aquí.
Le dejaron usar el teléfono de Skarre, y Mai Sinok cumplió con su sencilla tarea sin protestar ni hacer preguntas. Luego Sejer la cogió del brazo y la acompañó fuera.
En ese instante, Sejer divisó a una chica sentada sobre un peñasco algo más arriba de la calle, que los seguía con la mirada. Tal vez llevaba tiempo observando los dramáticos acontecimientos en la casa de Beskow. Sejer la saludó con la mano, y Else Meiner le devolvió el saludo. Mai Sinok dijo adiós con una pequeña mano blanca.
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