Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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– Lo que yo quería era un poco de juerga y diversión. Nunca he hecho daño a nadie.

– Sí que has hecho -señaló Sejer muy serio-. Has hecho daño a varias personas. Los has lastimado seriamente, tal vez para toda la vida. Y aunque no lo entiendas ahora, tal vez lo entiendas más tarde, cuando seas mayor.

Miró fijamente a los ojos del chico.

– ¿Cómo ha sido tu vida? -preguntó-. ¿La vida con tu madre en Askeland?

La mirada de Johnny se ensombreció, y un gesto amargo se dibujó en su boca.

– Nunca está sobria -explicó-. Y todo ha repercutido en mí. Es jodidamente injusto.

– Sí -dijo Sejer- es injusto. Pero ¿y tú? ¿Tú has sido justo? Quiero decir, ¿has sido justo con Gunilla? ¿O con Astrid y Helge Landmark? ¿Con Francis y Evelyn? ¿Fuiste justo con Karsten y Lily Sundelin?

Johnny se levantó de un salto de la silla y se puso a dar vueltas por la habitación, mientras lanzaba iracundas miradas a Sejer, profundamente ofendido.

– ¿Por qué tengo yo que ser justo si nadie más lo es? -preguntó.

– ¿Conoces a todo el mundo? -preguntó Sejer a su vez.

Johnny no contestó. Siguió dando vueltas por la habitación en enojados círculos.

– Yo siempre he sido justo -dijo Sejer- durante toda mi vida. Y nunca me ha resultado difícil.

– Fanfarrón -dijo Johnny.

– Hablemos un poco de Theo -propuso Sejer-. Sobre lo que le pasó. Dijiste que nunca habías subido a la casa de Bjorn Schillinger. Así que sabes que su casa está al final de una cuesta, ¿verdad? ¿Cómo lo sabes?

Entonces Johnny Beskow dejó de dar vueltas. Se inclinó sobre la mesa, agarró a Sejer por la corbata color Burdeos, y tiró de ella.

– Vive en la cuesta de Saga, lo que significa que está en lo alto. Puedes echarme la culpa de todo -añadió-. ¡Pero no de lo de los perros! Te diré algo: mi vida no vale gran cosa. Y si lo de los perros hubiera sido por mi culpa, me habría ahogado.

* * *

Y de ahí no lo sacaba nadie.

Como si la verdad le hubiera proporcionado nuevas fuerzas.

Miraba fijamente a los ojos de Sejer sin desviar la mirada ni un instante, enseñándole las manos para mostrarle que estaban limpias.

Su voz era fuerte y firme.

– No me eches la culpa de lo de Theo.

Surgió entre ellos una tranquila simpatía. Sejer no tenía nada en contra de representar el papel de figura paterna ante ese chico desesperado, y Johnny había perdido lo único en la vida que había significado algo para él. Ambos se encontraban regularmente debido a la obligación de Johnny de presentarse en la comisaría. De vez en cuando Sejer compraba un poco de comida, que calentaba en el microondas.

– Tendrás que conformarte con comida precocinada -se disculpaba-. Soy un mal cocinero.

– Bueno, abuelo -decía Johnny-, pero eres bueno de cojones calentándola.

Se metió un montón de comida en la boca y miró de reojo a Sejer.

– ¿Todo esto forma parte de un plan o qué? ¿Para que yo haga más confesiones? Ponme una trampa si crees que puede servir de algo, pero no caeré en ella.

Se llevó el dedo índice a la sien.

– Aquí dentro las cosas funcionan como tienen que funcionar.

– Estás demasiado delgado -comentó Sejer-. Es por eso.

Un día que llevaban mucho tiempo hablando, Johnny se inclinó sobre la mesa y preguntó con gran interés:

– ¿Qué va a pasarle a mi madre?

– Es demasiado pronto para saberlo -dijo Sejer- pero su pronóstico no es bueno.

– Nunca va a confesar nada -dijo Johnny-. Lo negará hasta el día que se muera. Pero no es en absoluto de fiar. ¿La condenarán a cadena perpetua? -preguntó esperanzado-. ¿A solo pan y agua? ¿Con la luz encendida toda la noche? ¿Inspección de la celda cada hora?

– ¿Te gustaría que fuera así? -preguntó Sejer.

– Me gustaría verla en la silla eléctrica -contestó Johnny-. O en la horca. O en el garrote vil.

– Esos métodos medievales ya no se usan, gracias a Dios -comentó Sejer.

– Todo el mundo echa la culpa a la Edad Media -dijo Johnny-. Dicen que entonces todo era mucho peor. Pero el garrote vil se empleó hasta 1974, no te jode.

– ¿Y dónde ocurrió eso? -preguntó Sejer, algo sorprendido.

– En España.

– ¿Cómo sabes tú esas cosas?

– Sé todo sobre esas cosas -contestó Johnny-. Pienso en esos términos.

Sejer lo miró muy serio.

– Respecto a lo que le ocurrió a tu abuelo, vamos a seguir hablando de ello. Quedan muchas cosas por averiguar sobre ese asunto. Tienes que estar preparado para muchas y largas conversaciones, porque esto debe hacerse correctamente y tenemos que encontrar la verdad.

– Si a mi madre la condenan, la desheredarán, ¿no?

– Supongo que sí -contestó Sejer-. ¿Eso también te gustaría?

– Sí, y a mi abuelo también.

* * *

Johnny Beskow parecía algunas veces indiferente e insensible, otras juguetón e infantil, para acto seguido aparecer como un adulto muy maduro para su edad. Nadie le había enseñado las reglas que rigen entre los seres humanos. No conocía ni las leyes escritas ni las no escritas. Pero otras veces se ponía sentimental, como cuando hablaba del viejo Henry. Mai Sinok confirmó una y otra vez el cariño que el chico sentía por su abuelo. Contaba cómo acudía cada dos por tres a la casa de la calle Roland en su Suzuki roja, atento y preocupado por el viejo. Sejer esperaba que el aparato judicial fuera clemente con él, teniendo en cuenta su juventud y el que nunca antes hubiera sido acusado de nada, además de la infancia sumamente desafortunada que había vivido.

El destino de Theo era otra historia.

Schillinger fue interrogado en numerosas ocasiones. Pero, por mucho que lo presionaban, él se mantenía en sus trece con la misma intensidad con que lo hacía Johnny Beskow.

No, no me olvido nunca de cerrar esa puerta. Ni una sola vez en la historia me he olvidado de cerrarla al salir de la perrera. No intento librarme de la responsabilidad, pero tiene que haber algo de justicia en todo esto, y me niego a asumir la culpabilidad de otros. ¿Van a dejar que un chico de mierda me arruine la vida?

Pues el rumor se extendió rápidamente, un rumor que decía que un adolescente de Askeland era la persona que estaba detrás de todo el terror que los había asolado durante semanas.

* * *

Llegó octubre, y Matteus se había ido a hacer la prueba para el papel de Sigfrido en El lago de los cisnes , una oportunidad única de exhibirse ante las personalidades más importantes del ballet, tanto nacionales como internacionales. La misma tarde que había tenido lugar la prueba final, Matteus llamó a la puerta de Sejer, con su bolsa Puma al hombro. Había algo prometedor en su sonrisa y en sus ojos.

– ¿Cómo ha ido? -preguntó Sejer-. Pasa. ¿Te han dado el papel? Dímelo enseguida. No me tortures.

Matteus entró.

La bolsa acabó en el suelo con un pequeño chasquido.

– Se lo han dado a Robert Riegel -contestó.

Sejer lo miró asustado.

– ¿Robert qué? ¿Qué estás diciendo?

– Riegel -repitió Matteus.

Se agachó para acariciar la cabeza de Frank. Parecía que todo le importaba poco. Esas manos oscuras tenían una sensibilidad especial cuando acariciaba al perro.

– ¿Y quién es ese? -preguntó Sejer.

– Bueno, es un bailarín fenomenal, creo -contestó Matteus, sin mirar a su abuelo a los ojos.

– Vale, pero ¿es mejor que tú? ¿Me estás diciendo que es mejor que tú?

– Obviamente -contestó Matteus, poniéndose de pie-. Al menos es Robert Riegel el que se va a tirar al lago con Odette en el cuarto acto.

– ¿Así es como acaba? -preguntó Sejer algo apagado.

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