Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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Paseaba despacio por las calles brillantes, parándose de vez en cuando para que Frank pudiera realizar sus investigaciones. Le vino a la memoria la casa blanca de la calle Gamle Mollevej, en la ciudad danesa de Roskilde, donde se crió, donde la malvarrosa trepaba por las paredes, y las pequeñas gallinas blancas andaban por el césped, donde había sido niño, jugando entre los árboles del jardín, cogiendo grosellas ácidas y gastando bromas con su amigo Ole. Se reían con cualquier cosa, y, al acabar el día, él podía entrar sin miedo en casa, y ser recibido como algo único, algo amado. Como si él, el pequeño Konrad, fuera un acontecimiento en sí que por fin volvía a casa tras una larga ausencia. Pero la vida no es así para todo el mundo, pensó. Hay niños que abren la puerta de su casa con miedo, que se encogen y entran en ella de puntillas, que no saben lo que les espera. Que se refugian en la calle porque lo que ven en sus casas no se puede soportar. Borracheras. Maldiciones. Violencia. O todas estas cosas en una diabólica y destructiva mezcla. Volvió a pensar en su amigo de la infancia, Ole, que no era más que un huésped en la casa de su propia madre. No, ahora no podéis estar dentro, decía ella, hace bueno fuera. No, hoy no, estoy haciendo limpieza. Una amiga mía ha venido a verme. Tengo jaqueca. Tenéis que estar fuera. Sal ya. Sal. ¡Fuera! Y Ole salía. A la lluvia, a la tormenta y al frío. Por las noches volvía a entrar a escondidas en su casa, se preparaba cualquier cosa para cenar y luego se iba a la cama como un perro sin dueño. En su casa nadie le pegaba, ni nadie se emborrachaba. Pero nadie lo amaba tampoco. Sejer se agachó y acarició a Frank. Algunos decían que no se podía culpar a las madres por las desgracias que sucedían a los hijos. Él disentía profundamente de eso. Se podía culpar a las madres de bastantes cosas. El niño está sometido a sus caprichos, sus enfados, su desesperación, su amargura y sus carencias. También está sometido a la desesperación del padre, a su ausencia y a su falta de participación.

Frank se había detenido a husmear un bollo mordisqueado. Al acabar, levantó la pata y meó sobre una valla vieja y oxidada. Luego, el hombre alto y canoso y el pequeño perro arrugado prosiguieron su paseo por la ciudad. Creo que mis pasos son algo más pesados que unos años atrás, pensó Sejer. Pero también soy mayor y más sabio. En ese momento le sobrevino de nuevo uno de esos repentinos y pasajeros mareos. La ciudad y los edificios daban vueltas ante sus ojos. Por si acaso, se acercó a la pared de un edificio y se apoyó. Cerró los ojos y esperó a que el ataque pasara. También Frank se detuvo. Miró a su amo con sus ojos negros. Acabo de caerme un par de pasos hacia la izquierda, pensó Sejer. Siempre me caigo hacia la izquierda. Es una especie de simetría, ¿no? No, no, déjalo ya, se dijo a sí mismo, supongo que tengo algunas venas calcificadas en la nuca. Tal vez tenga anemia.

Prosiguió su camino.

Sonó el teléfono en su bolsillo interior.

Reconoció el número de la pantalla y oyó el informe de Skarre sobre los guantes olvidados en la caja del supermercado Spar. Cuando estaban a punto de acabar la conversación, Skarre mencionó algo que se había guardado para el final.

– Helge Landmark ha empeorado -dijo-. Está ingresado y conectado a un respirador.

* * *

Johnny Beskow soñaba a veces que todo el mundo lo estaba buscando. Que la policía había enviado a un montón de hombres con pastores alemanes con las fauces abiertas a perseguirlo por el bosque. Era noche cerrada y buscaban con linternas. Podía ver los haces de luz entre los troncos de los árboles, y oía amenazas, gritos, y perros que jadeaban, pero era más rápido y más listo que ellos.

Se escapaba como un lince.

Encontraba una cueva donde esconderse, y se sentaba muy quieto y encogido junto a la roca escuchando. Luego se subía veloz como el rayo a un árbol y los observaba desde lo alto a través de las hojas. Después vadeaba un río para que sus perseguidores perdieran su rastro.

Tenía ese sueño constantemente. Siempre se despertaba con una sensación de júbilo porque no era una pesadilla, sino una especie de juego que él ganaba siempre.

No me capturan ni siquiera en los sueños.

Porque yo soy más rápido, pensó.

Soy Johnny Beskow, y soy invencible.

La Suzuki se negó a arrancar. Expulsó un par de toses secas y se apagó. En el depósito apenas había gasolina, pero, como Johnny no tenía dinero, se fue andando. Tenía buenas piernas y llevaba buen calzado, y en su casa no quería estar. Mientras andaba, se acordó de que había perdido los guantes, y se le ocurrió que tal vez se los hubiera dejado en el supermercado del lago Skarve. Puede que se los hubiera quitado y los hubiera puesto en la cinta al ir a pagar para salir pitando, dejándoselos olvidados. Podría haber sucedido así, entonces tal vez alguien los hubiera guardado. Decidió acercarse a la tienda a preguntar por ellos, así que tomó el camino que conducía al lago. Andaba deprisa. El calor le llenaba el cuerpo de los pies a la cabeza, haciéndole sentirse ligero y bien. Antes de entrar, se dio un paseo por la playa, admirando los patos y esos hermosos círculos en el agua. Al cruzar el aparcamiento y acercarse al supermercado, se quedó unos instantes vacilando. Algo sonó en su conciencia, como un reloj de alarma. Se sentía observado. En ese instante divisó un cartel en el escaparate que decía que se habían encontrado un par de guantes negros y rojos.

Pregunten por Britt.

Abrió la puerta, entró, aún algo vacilante, y se acercó a la caja, donde había dos chicas mano sobre mano, mirándolo fijamente con ojos grandes y redondos.

Cuando más adelante pensó en ese momento, reparó en que las chicas se habían comportado de un modo muy extraño. La sencilla pregunta de si podían darle los guantes había dado lugar a un nerviosismo que él no entendía. Abrieron los ojos de par en par e intercambiaron rápidas miradas. Una de ellas desapareció al instante dentro de la trastienda, y tardó una eternidad en volver. La otra salió disparada al aparcamiento y se puso a dar incomprensibles vueltas. Como si estuviera buscando algo. De vez en cuando se paraba y miraba extrañada a su alrededor, como si algo faltara allí fuera. ¡Joder! Está buscando la Suzuki, constató Johnny para sus adentros. Lo del depósito vacío de gasolina había sido una suerte. Entonces la otra volvió por fin de la trastienda y le dio los guantes. Johnny salió disparado y emprendió el camino hacia Bjerkas.

Volvió a pensar en el sueño que había tenido esa noche. Tal vez lo divertido esté llegando a su fin, pensó. Tal vez estén sobre mi rastro. Tal vez lo mejor sea que haga algo espectacular mientras aún queda tiempo.

Encaminó sus pasos hacia la calle Roland.

Caminaba bajo el sol y la suave brisa de septiembre, rodeado de flores silvestres y verdes prados. Mientras andaba, iba canturreando una canción: «Hermann es un tío alegre» . Cuando llegó a casa de su abuelo gritó para que el viejo supiera que había llegado.

– ¿No vienes en moto? -preguntó Henry Beskow-. No te he oído llegar.

Johnny le explicó que el depósito estaba vacío. Lo dijo en un tono indiferente, como de pasada, porque él no era de los que mendigaban, y además, tenía buenas piernas.

– Estoy más ágil que una gacela -dijo en voz alta-. Viene muy bien andar un poco.

– En el cobertizo hay un viejo bidón de plástico verde, Johnny. Puedes llenarlo de gasolina. Coge dinero del frasco de la cocina. Tienes que tener la moto a punto, es importante que puedas pasearte por ahí.

Johnny se ocupó de preparar comida y bebida para los dos. Hizo sándwiches y mezcló limonada en una jarra. Luego lo llevó todo al cuarto de estar, donde lo puso encima de la mesa, junto con la taza de dos asas. De repente se le ocurrió una idea. El cuarto estaba siempre al rojo vivo de tanto calor. Se acercó a las ventanas. Ambas estaban cerradas. Las estudió minuciosamente, siguió el marco con un dedo, miró la calle con los ojos entornados, y casi lo ciega el sol bajo.

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