Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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– Se llevó un buen trofeo -dijo Sejer.

Le dio las gracias, salió de la habitación, y volvió donde estaban Skarre y Meiner.

– Alguien le reventó las cubiertas de la bici el otro día -dijo Meiner-. Arriba, donde el lago Sparbo. Así que no sé muy bien lo que está pasando. Quiero decir, ¿a cuántos chiflados tenemos que buscar? Esto empieza a ser preocupante.

– ¿A qué se refiere en concreto? -preguntó Skarre.

– Alguien ha decidido cebarse con nosotros -dijo Meiner-. Algún asqueroso cabrón. Cójanlo, y procuren darle una buena paliza.

– Usted cuide de Else -le recomendó Sejer.

Camino del coche, Sejer recibió una llamada de Francis Mold.

Hablaba deprisa y agitada, estaba muy preocupada por su madre, Evelyn.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Sejer, sosegado.

– Creo que todo esto ha sido demasiado para ella -contestó Francis-. Le ha dado un ataque de ansiedad, el corazón empezó a latirle muy deprisa y de un modo irregular. Está ingresada en el hospital. Tienen que hacerle pruebas.

* * *

Mientras Gunilla Mork andaba por la casa filosofando sobre la vida y la muerte, mientras Evelyn Mold intentaba recuperarse del susto, mientras Astrid y Helge Landmark iban aceptando lentamente el estado de las cosas, Karsten Sundelin reflexionaba sobre su vida, sobre sus elecciones y sus motivos.

¿Por qué me enamoré de Lily?, pensaba, ¿por qué nos casamos? Sentía cierta debilidad por ella porque tenía antepasados franceses, y porque esa parte francesa me resultaba atractiva. Por ejemplo cuando me susurraba en ese idioma tan exótico cosas cuyo significado yo solo podía adivinar, pero que hacían que me hirviera la sangre, y me llenaban de calor y esperanza.

Mi flor de lis.

Nos casamos, pensaba, porque llevábamos ya mucho tiempo juntos, porque los dos teníamos nuestros años y porque el matrimonio era una consecuencia natural. Yo me había quedado solo y necesitaba a alguien. La gente de nuestro alrededor empezaba a darnos la lata, padres y amigos, que se daban cuenta de que yo lo había pasado mal y no soportaban verme así. Me enamoré, pensaba, porque ella es menuda y bonita, porque se mueve por la habitación con la elegancia que un pez de cola en abanico se mueve bajo el agua. ¿Por qué tuvimos a Margrete? ¿Lo pensamos bien? ¿Era una consecuencia natural? ¿Y qué será de ella en la vida? ¿Es mi responsabilidad la Margrete quinceañera, la Margrete a los treinta y la Margrete a los cuarenta? Si ella se las arregla mal, ¿será por mi culpa? ¿Y cómo, pensaba Karsten Sundelin, cómo podré salir de todo esto?

El tiempo transcurrido tras los sucesos con Margrete le había dejado huella en varios aspectos. Habían salido algunas grietas en los cimientos, pequeños resquebrajamientos que seguían aumentando y que contribuían a que su vida estuviera a punto de derrumbarse. Era un hombre de mucho carácter, lo que se notaba en su manera de andar y en sus modos algo irascibles y rudos, ahora cerraba las puertas con más dureza. Alguna vez, cuando se sinceraba consigo mismo, por ejemplo por las noches tras unas cervezas, notaba que ya no quería tanto a Lily como antes. No, peor que eso. Había empezado a sentir cierta aversión hacia ella. Él ya no era capaz de manejar lo femenino, todo ese miedo y vulnerabilidad. Al pensar eso se sentía siempre muy descorazonado, porque tal vez fuera él el que había fracasado.

No había sido capaz de protegerlas.

Un desconocido se había interpuesto entre ellos y había dinamitado su relación.

Cada vez que llegaba a este punto en sus pensamientos, tensaba todos los músculos y se ponía a hacer algún trabajo físico en el que pudiera emplear sus fuerzas: clavaba tablas sueltas en la valla de madera alrededor del jardín, empleando toda su fuerza con el martillo, o bien cogía el hacha y cortaba leña a gran velocidad. Lily lo veía por la ventana. Solo una pequeñísima parte de su conciencia entendía lo que realmente estaba pasando, pues al fin y al cabo lo que más le preocupaba a ella era la niña. Margrete había engordado mucho. Lo había comentado la puericultora del Ayuntamiento cuando fue a visitarla a casa. Al oír aquello, Lily Sundelin se sorprendió a sí misma y a la otra levantándose tan bruscamente que la silla se volcó. A continuación dio un puñetazo en la mesa.

Karsten Sundelin empezó a retrasarse al finalizar la jornada de trabajo. Solía pasarse por casa de algún amigo, a veces iban a tomar una cerveza a un pequeño pub junto a la gasolinera Shell de Bjerkas. En esos casos volvía a casa en taxi algo tarde. No veía ninguna señal de irritación en Lily, aunque llegara tarde y bastante bebido.

Pues ella estaba ocupada con la niña.

Pero lo peor eran las noches.

En la cama, uno al lado del otro, con Margrete en medio. A veces Karsten extendía el brazo para tocar ligeramente el hombro de Lily, o su pelo. Como antes acostumbraba hacer. No recibía respuesta. Solo un desganado gesto de la mano, como si el roce la molestara.

Ella había introducido una serie de nuevas reglas.

Y él se esforzaba por entenderlas.

A veces se quedaba despierto por las noches, con las manos debajo de la cabeza, imaginándose otra mujer y otra vida. Una mujer fuerte e independiente. Una mujer de rompe y rasga. Una que gustosamente se tumbara boca arriba, que se riera con facilidad, capaz de dejar de lado las cosas insignificantes, y que volviera a levantarse si por algo se derrumbaba. Alguien que consiguiera continuar su camino. Que gritara y regañara en lugar de matar el tiempo con el silencio. Claro que podía marcharse. Claro que podría encontrar a una mujer así, porque él era atractivo, ancho de hombros y de lenguaje directo, con caderas estrechas y piernas largas. Pero también era un hombre decente. Sus escrúpulos morales lo tenían aprisionado, cerrándole la puerta a la buena vida, en la que podría vivir plenamente. Se había convertido en el enfermero de dos enfermas. Había que moverse en silencio, estar siempre dispuesto, acudir corriendo cuando una de las dos abría la boca. Los feos pensamientos le comían la cabeza y lo mantenían despierto. Lo agotaban, y lo conducían a sentir una mezcla de rabia y desprecio por él mismo, y así se alternaban los sentimientos en él constantemente. Daba vueltas en la cama, cediendo bajo su pesado cuerpo.

– Estate quieto -decía Lily en esos casos-. Vas a despertar a Margrete.

* * *

Jacob Skarre acababa de volver a casa. Había tenido guardia, y era por la tarde cuando abrió la puerta de su piso. Había comprado algunas cosas de camino a casa. Dejó las bolsas de la compra en la encimera de la cocina, estaban llenas de víveres. No había mucho espacio en la encimera de Skarre. Junto a la pared tenía toda clase de aparatos eléctricos, un robot de cocina, marca Braun, una cafetera eléctrica, un molinillo de café, una plancha y un tostador. Y también un centrifugador de lechuga que no cabía en el cajón. Justo cuando estaba a punto de colocar la compra, le sonó el teléfono móvil.

No conocía el número.

– Hola, Jacob -dijo alguien-. Soy Britt.

Era una voz de chica espabilada y agitada, pero él no conocía a ninguna Britt. Ahora bien, Skarre se había criado en la casa del párroco, y una parte importante de su educación había consistido en enseñarle a tratar a las personas con un talante indulgente y amable.

Siempre, y en toda clase de situaciones.

Mostrarse abierto y atento.

– Buenas tardes, Britt -contestó-. ¿En qué puedo ayudarte?

Britt gorjeaba como una golondrina. Y aunque él no podía verla, se formó una imagen de algo pequeño, dulce y muy peripuesto. Skarre sacó un pepino de la bolsa mientras rebuscaba en su memoria, por si la tal Britt pudiera proceder de algún episodio de su vida, tal vez de alguna noche tras unas cuantas cervezas, porque no se podía negar que Skarre despertaba cierta admiración entre el sexo opuesto, con esos rizos rubios, y con la educación que había recibido como hijo de pastor de la Iglesia en la parte sur del país.

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