Karin Fossum - Presagios

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El verano llega a su fin en una pequeña localidad rural de Noruega. Sus habitantes, acostumbrados a la tranquilidad de sus urbanizaciones rodeadas de bosques y lagos, no están preparados para lo que se avecina. Pequeños y terribles malentendidos comienzan a sucederse: llamadas de hospitales anunciando accidentes que no han ocurrido, periódicos que publican esquelas de ancianos que siguen vivos… presagios de que algo terrible está a punto de ocurrir. El mismo día que comienza todo, el inspector de policía Sejer recibe una extraña nota: «El infierno empieza ahora». Él y su compañero, el detective Jacob Skarre, se ponen manos a la obra para descubrir quién está detrás de tanta confusión. Probablemente ni siquiera el artífice de todo ello sea capaz de prever la marea de violencia que está a punto de desbordarse, porque, ¿quién sabe de qué es capaz la gente cuando ha perdido la sensación de seguridad?
En Presagios, Karin Fossum consigue un retrato fascinante de una pequeña comunidad que se tambalea al borde del precipicio.

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Francis Emilie se había puesto un chándal color rosa y se había enrollado en el rincón del sofá como un gatito.

– ¿Por qué pregunta eso? -dijo.

– Creemos que es así como él elige a sus víctimas -contestó Sejer-. Al menos a algunas de ellas. Hojea un periódico, se topa con una pequeña historia, anota el nombre y el lugar y luego hace algunas averiguaciones, tal vez en Información. En este país no es nada difícil encontrar a la gente.

Francis fue a por el periódico, porque lo tenía guardado. Volvió y señaló la foto. Luego miró a Evelyn.

– Hace dos semanas -dijo-. Estábamos en una tienda eligiendo la moto. Entonces llegó un tipo de la organización Seguridad Vial. Iba a escribir sobre ese tema, y tuve que responder a algunas preguntas. Al final tomó esta foto. Es una foto horrible -añadió-. Salgo gordísima.

Sejer leyó el breve artículo. La chica acababa de cumplir dieciséis años y la moto era un regalo de su padre, que vivía en el extranjero. Luego leyó el texto de debajo de la foto.

«Francis Mold, de Kirkeby, espera ilusionada formar parte del tráfico. Pero también le preocupa la seguridad, y se ha comprado el casco más caro. Ha prometido que no va a conducir deprisa.»

– ¿Ves? -dijo Sejer-. Ahí pone tu nombre y tu lugar de residencia, de modo que no le ha resultado difícil encontrarte. Pero además ha estado vigilando esta casa. Tenía que estar seguro de que tú estabas por ahí conduciendo la moto en el momento en que llamara a tu madre. Y seguramente lo hizo desde una cabina.

Contempló a las dos mujeres sentadas muy juntas en el sofá.

– Cuando estuvo usted en la recepción del hospital -dijo-, ¿recuerda haberse sentido observada?

Evelyn lo miró con cara interrogante.

– Había mucha gente en la cafetería -dijo-. Y bastantes personas entrando y saliendo por la puerta principal. Pero no reparé en si alguien me estaba observando o no, porque estaba completamente fuera de mí, ¿sabe usted? Ni siquiera si hubiera habido un muñeco de nieve detrás del mostrador me habría dado cuenta. Pero ¿por qué lo pregunta?

– Porque él suele presentarse en el lugar de los hechos -contestó Sejer-. ¿Quién ha llamado a su puerta hoy?

– Nadie. Solo usted.

– Entonces estoy seguro de que estaba en el hospital -dijo Sejer-. Ha estado vigilando esta casa. Vio a Francis arrancar la moto y desaparecer por la verja, y luego se fue derecho al hospital, sabiendo que usted iría allí. Es muy posible que presenciara todo ese dramático episodio muy de cerca.

– No tengo palabras -dijo Evelyn.

– Ese tipo tiene que estar mal de la cabeza -dijo Francis.

* * *

Henry estaba dormido cuando Johnny entró.

En el sillón desgastado, con los pies sobre el escabel. Dormía sin hacer ruido, con la boca abierta, dejando ver unos desgastados dientes amarillos en su pálida boca. Johnny se sentó en el puf. Estaba orgulloso de lo que había organizado y opinaba sinceramente que él era algo muy especial. No es que se sintiera muy valioso, no más que un piojo, un ciempiés, o alguna cosa fea que reptaba en la humedad y la oscuridad debajo de las piedras. No tenía más metas o fines en la vida que eso, no ofrecía más soluciones a las cosas, ni más justificación. No se sentía importante o decisivo, y en su vida no había ninguna necesidad. Se sentía arrancado del contexto, como se arranca la mala hierba, que luego nunca echará raíces. La vida y la muerte le eran indiferentes, así como lo que estaba sucediendo y lo que diría la gente. Precisamente por eso podía arrasar como quisiera. No le importaba lo que podía provocar, y tampoco se molestaba en pensar en las consecuencias. Pero sí se sentía atado a ese anciano dormido en el sillón.

¿Adónde iré yo cuando tú hayas muerto?, pensó. ¿A quién visitaré? ¿A quién cuidaré? Este es el único lugar en el que soy capaz de pensar con claridad. Aquí, en este salón caluroso y enclaustrado, sentado en el viejo puf. Te preparo algún sándwich, mato a alguna que otra mosca, voy a por el correo y luego charlamos un rato.

– Abuelo -dijo en voz baja.

Henry parpadeó.

– Sé que estás aquí -gruñó-. Entras en la casa sigiloso como un gato, pero lo noto enseguida.

Johnny se deslizó más cerca del sillón del anciano.

– ¿Ha venido la asistenta? -le preguntó-. ¿La tailandesa esa?

El abuelo levantó una mano que parecía una garra y se limpió una gota de la nariz. Aquella mano, con los dedos torcidos, recordaba a esas armas primitivas que Johnny había visto en el cine, una maza de madera con unos clavos incrustados.

– Mai Sinok -dijo el abuelo-. Se llama Mai Sinok y ha venido a las ocho de la mañana. Traía sopa de coliflor en un recipiente y cuatro melocotones. Me lo he comido todo, no te queda nada.

Abrió los ojos del todo. El iris estaba claro y acuoso.

– Abuelo -repitió Johnny-. ¿Cómo te encuentras hoy? No estás peor, ¿a que no? ¿Te encuentras peor?

El viejo se quedó pensando. Repasó su frágil cuerpo de los pies a la cabeza.

– No estoy peor -contestó por fin-. Pero tampoco mejoro. Tengo los pulmones encharcados, ¿sabes?, además de artritis e insuficiencia cardiaca, Johnny.

Johnny le puso una mano en el brazo.

– Vas a vivir hasta los noventa -le aseguró-. Dentro de veinte años yo seguiré sentado aquí, en el puf. Y tú parecerás una raíz de pino. Podré usarte como gancho para colgar el casco.

Unos gruñidos salieron del viejo, probablemente fueran risas.

– Cuéntame cómo es -le pidió Johnny-. Ser viejo, quiero decir. Con un cuerpo tan cansado como el tuyo. Y eso que apenas comes. No haces más que dormitar. Y casi no hablas con nadie, excepto conmigo y con Mai Sinok. Cuéntame cómo es.

– Al parecer piensas que estoy ya con un pie en la tumba -dijo Henry, apartándose el pelo de la frente-. Tú también lo estás -prosiguió-. ¿Acaso no lo estamos todos?

– Pero si yo solo tengo diecisiete años -objetó Johnny-. Creo que aún tengo por delante la mayor parte de mi vida.

– Eso es lo que a los humanos nos gusta creer. Si no, sería imposible vivir, supongo.

– Pero tienes que contarme cómo es -insistió Johnny-. Si puedes notar que la muerte se está acercando. Si puedes notar que el corazón y todo lo demás trabaja más despacio. Y cómo es vivir así, a paso lento. Háblame de eso.

– Está bien. Es como estar flotando en la marea. Te lleva y te aleja de la playa. Desde por la mañana hasta por la noche. Y te tienes que resignar. No puedes hacer otra cosa.

– Me estás mintiendo -dijo Johnny-. ¡Como estar flotando en la marea!

Se oyeron de nuevo unos gruñidos a modo de risa procedentes del viejo. Agitó un instante su maza de clavos, haciendo a Johnny una torpe caricia.

– Estoy bien, chico -dijo.

– Pero quiero saber cómo es -volvió a insistir Johnny-. ¿Es algo de la luz, o de la acústica?

Henry susurró.

– Supongo que veo lo mismo que tú -contestó-. Todo el mundo vive su vida en su rincón. La vista es la misma. Todo lo demás es mentira.

– ¿Dónde has estado hoy? -preguntó Johnny-. ¿Qué has hecho?

Johnny se acomodó mejor en el puf. A pesar de su liviano peso, el pequeño mueble crujía entre plásticos y costuras.

– No gran cosa -dijo-. He estado en un café y me he tomado un bollo de vainilla. Y luego he ventilado un poco el periódico.

* * *

Está claro que me van a pillar, pensó.

Antes o después. Está bien. Y mientras espero a que me cojan, me estoy divirtiendo. Me gusta este juego, siempre gano yo. Pero si llegara a toparme con alguien superior a mí, no me importaría. No me quejaré. Fue divertido mientras duró, y me he hecho notar por todas partes.

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