Ya se habían empezado a investigar las posibles relaciones entre el caballo degollado y el asesinato de Martina. Cabía preguntarse qué clase de persona sería la que andaba extrayendo la sangre a sus víctimas.
La policía debía empezar por indagar en el círculo de personas próximas a Martina, en el cual incluía los alumnos que participaban en el curso y los profesores que había tenido. Knutas había revisado la lista de los estudiantes y en su mayoría se trataba de personas jóvenes, casi tantos extranjeros como suecos.
Comprobó los nombres de cada uno junto con la dirección y la fecha de nacimiento. Casi todos estaban entre los veinte y los veinticinco, con algunas excepciones. Una joven de Gotemburgo sólo tenía diecinueve, la mujer británica, cuarenta y uno, y uno de los americanos tenía ni más ni menos que cincuenta y tres. Giró lentamente la silla.
¿Qué personas habían estado cerca de Martina durante el tiempo que estuvo aquí? Sus compañeros de curso, los profesores, el personal del Hotel Warfsholm y el del albergue. Apenas tuvo tiempo de conocer a mucha gente. Por ahí era por donde debían comenzar. Ir descartando uno tras otro lo antes posible, así como averiguar a quién había conocido en Visby durante las dos semanas de clases teóricas. Knutas suspiró. Era consciente de que tendría que posponer las proyectadas vacaciones. Seguro que Line ya se lo había imaginado. Sabía que a ella le resultaba difícil cambiar sus vacaciones, así que los niños y ella tendrían que hacer solos el viaje que tenían planeado a Dinamarca. Él se podría reunir con ellos después, si el caso se resolvía pronto. Aunque en aquel momento parecía sumamente complicado, siempre se podía confiar en un milagro.
Lo mejor sería ponerse en contacto cuanto antes con la Policía Nacional, iban a necesitar su ayuda. Se acordó de Kihlgård. Aunque el comisario de la Policía Nacional tenía sus defectos, a estas alturas se conocían ya tan bien el uno al otro que trabajar con él sería seguramente lo más sencillo. Levantó el auricular y marcó el número directo de Martin Kihlgård. El alivio que sintió al oír la voz de su colega en el otro extremo del auricular lo sorprendió.
La gente que pasaba junto al edificio no sospechaba nada. Presentaba el mismo aspecto sombrío que cualquier otro almacén de chapa gris con unas cuantas plazas para aparcar delante de la anodina entrada. Nadie podía imaginarse que aquellas paredes albergaban en su interior tesoros fabulosos, que habían permanecido enterrados y olvidados durante miles de años y que habían sido utilizados por los hombres en otro tiempo, en otra vida. Una existencia esencialmente distinta de todo lo que conocen hoy las personas.
Solía ir allí al caer la tarde, cuando estaba seguro de que todos los empleados se habían ido a casa. Entonces tenía todo el espacio para él. Cada vez que abría la puerta y entraba en la primera sala lo envolvía la misma espiritualidad.
Aquí podía pasarse horas enteras dando vueltas por los pasillos. Deslizar aquí o allá alguno de los grandes estantes del archivo, sacar algo al azar, un hueso de animal, una perla, una punta de lanza o un clavo. No importaba lo que fuera. Para él ningún hallazgo arqueológico tenía más valor que otro. A veces permanecía sentado en el suelo con uno o varios objetos en las manos. Todo desaparecía a su alredor y los tesoros que sujetaba en la mano se convertían en lo esencial. Le hablaban, le susurraban. Le parecía oír voces, ecos del pasado. Siempre se repetía la misma experiencia mágica. En ocasiones había tratado de alcanzar en casa ese estado, pero nunca funcionó. Este lugar tenía algo especial, quizá porque almacenaba tanta historia de épocas tan antiguas.
Estaba seguro de que existían espíritus que habitaban en las cosas. Aquí dentro sentía también el contacto con dioses que lo escuchaban y oía sus voces. Le decían lo que tenía que hacer, lo confortaban y lo apoyaban cuando lo necesitaba, y no dudaban en elogiarlo cuando había hecho algo que era de su agrado. Ellos lo guiaban; no sabía cómo podría arreglárselas sin su ayuda. Le decían lo que querían para sí mismos y de qué cosas creían que podía adueñarse. Accedía complacido a sus deseos y prometieron recompensarlo cuando llegara el momento. Era una relación bidireccional, basada en la reciprocidad, dar y recibir, como en cualquier relación humana.
Algunos de esos objetos los guardaba en casa y otros los vendía. Era una necesidad. Tenía una responsabilidad y no dudaba en asumirla. Todas las piezas ocultas que extraían de la tierra le pertenecían a él y a los suyos, eso era algo de lo que estaba cada vez más convencido. Era preferible que se hiciera él cargo de aquellos hallazgos arqueológicos a que acabaran en la vitrina de algún museo de Estocolmo. Si tenían que desaparecer de la isla, por qué no iba a poder decidir él a dónde irían a parar. Pasó con fruición las yemas de los dedos a lo largo de las estanterías de los pasillos. Estaban primorosamente marcadas con pegatinas y numeradas, pero rara vez entraba allí alguien para comprobar si las cajas contenían realmente lo que ponía en la etiqueta. Por eso podía continuar sin que nadie lo notara. Había empezado por cosas pequeñas hacía varios años y después continuó. Éste era su mundo y nadie podría arrebatárselo. Jamás lo permitiría.
Por primera vez en su vida sentía que realmente tenía algo importante que hacer, una tarea que se tomaba con la mayor seriedad.
La Brigada de Homicidios había tomado la decisión de interrogar a todos los alumnos y profesores aquella misma tarde y se los repartieron entre ellos. Karin y Knutas se ocuparon de uno de los estudiantes con el que Martina había mantenido una relación más estrecha, el americano Mark Feathers. También les cayó en el lote uno de los profesores, Aron Bjarke.
La larga jornada de trabajo se acercaba a su fin y Knutas se sentía verdaderamente cansado. El interrogatorio de Bjarke lo dirigió Knutas y Karin asistió como testigo. No pudo evitar que se le escapara un bostezo cuando ocuparon sus asientos en la sala de interrogatorios. Se disculpó inmediatamente.
Bjarke, profesor de reconstrucción del medio y análisis de fosfatos, fue uno de los docentes que dieron el curso de introducción durante las dos semanas de clases teóricas. Era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cabello rubio oscuro y facciones delicadas. De no ser por la frente demasiado despejada, aparentaba menos años de los cuarenta y tres que en realidad tenía. Llevaba una barba bien arreglada y sus ojos eran verdes con pestañas densas y rizadas.
– ¿Qué sabe de Martina Flochten? -comenzó Knutas.
– Debo reconocer que no mucho. Era una chica guapa y simpática que ciertamente mostraba mucho interés por la época vikinga. Me dio la impresión de que sabía más que la mayoría de sus compañeros, sobre todo parecía muy motivada.
Si el profesor no hubiera hablado con un acento de Gotland tan marcado, Knutas habría jurado que era peninsular. Había algo ligeramente elegante en su estilo y en su manera de vestir, pantalones bien planchados y americana, propio de la gente de la gran ciudad. Por alguna extraña razón, su acento y su manera de hablar no encajaban con su aspecto. Al mismo tiempo, había algo apacible en su actitud. Miraba amablemente a Knutas mientras esperaba la siguiente pregunta.
– ¿Tenía algún trato personal con ella fuera de clase?
– No, Martina y yo solos, no. Pero con todo el grupo nos vimos varias veces, cenamos en casa de otro profesor, salimos a tomar una cerveza y fuimos al parque de Almedalen a jugar al kubb. Pero entonces, como digo, íbamos todos juntos.
– ¿Estuvo en Warfsholm el sábado por la noche?
– No, apenas he visto a los estudiantes desde que se fueron a Fröjel y empezaron con las excavaciones.
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