Alzó la vista del crucigrama en el que había tenido clavada la vista mientras las letras se mezclaban hasta convertirse en una masa indescifrable. Sara y Filip estaban enfrascados en su juego de croquet. No se habían peleado ni una sola vez. Era una consecuencia inesperada tras todo lo que había sucedido; los niños estaban ahora más calmados. Era como si se hubieran vuelto más responsables, cuando todo a su alrededor se resquebrajaba, ya no disponían de tanto margen para las peleas. El sentimiento de culpabilidad la rozó de nuevo. El divorcio había sido culpa suya. Eso era lo que pensaba toda la familia, incluidos sus padres, aunque no se lo dijeran a la cara.
Emma se lo explicó a los niños lo mejor que pudo, sin tratar de disculparse, pero ¿era suficiente? ¿Lo entenderían alguna vez?
Contempló sus tersos rostros. Sara, de cabello más oscuro y penetrantes ojos castaños, era bulliciosa pero ordenada. Hablaba a voces con su hermano pequeño, concentrado en hacer pasar la bola por los aros centrales. Filip tenía la piel y el cabello más claros, y era un bromista, el granuja de la familia.
Se preguntaba si sería capaz de querer tan incondicionalmente a ese hijo que estaba en camino.
El despacho de Knutas se encontraba en el segundo piso del edificio de la comisaría. Era amplio y luminoso, con paredes de color arena y muebles claros de abedul. La excepción era su antigua y desgastada silla de roble con el asiento de piel suave. Había sido incapaz de desprenderse de ella el año anterior cuando renovaron el edificio de la comisaría y cambiaron todo el mobiliario. A lo largo de los años, sentado en aquella silla había conseguido encajar muchos rompecabezas. Temía que en una silla nueva, aunque fuera más cómoda para su espalda, no pudiera pensar igual de bien.
Se balanceó despacio hacia delante y hacia atrás, mientras pensaba en lo que había sucedido con el poni degollado. Los delitos contra los animales eran muy raros en Gotland. Sin duda se producían negligencias, gente que dejaba de alimentar a los animales o no mantenía limpias las jaulas o los boxes, pero ahora se trataba de algo muy distinto. Tal vez, de un loco que disfrutaba torturando a los animales, ya se había enfrentado alguna vez a algún caso semejante, pero no de este calibre. Quizá mataron al caballo en un acceso de ira. En ese caso, ¿contra quién iba dirigida esa rabia?
Al mismo tiempo, todo parecía planeado fríamente. El crimen se había cometido a una hora en la que la gente estaba acostada y dormida, pero cuando ya había la claridad suficiente. Según el granjero, el autor debió de echar comida al resto de los animales para asegurarse de poder llevar a cabo su fechoría sin problemas. Eso le permitió matar al caballo de un golpe y mutilarlo tranquilamente. La pregunta era para qué se había llevado la cabeza el malhechor. No sería para pescar anguilas, como Knutas había visto en una película hacía mucho tiempo.
Sacó la pipa, la llenó con esmero y le dio una bocanada sin encenderla. Era lo que solía hacer cuando tenía que pensar. La encendía pocas veces, además, no se podía fumar en el interior del edificio. Con un suave giro de la silla tuvo ante sus ojos la vista del aparcamiento del centro comercial Coop Forum completamente lleno. Tras las fiestas del solsticio de verano la temporada turística había empezado en serio. La isla tenía 58.000 habitantes, pero durante los meses de verano la población se incrementaba con otras 800.000 personas. A mediados de agosto terminaba la temporada con la misma rapidez que había comenzado.
Les había pedido a Wittberg y a Karin que por la tarde investigaran más detenidamente el pasado del dueño. Los técnicos, con Sohlman a la cabeza, se hallaban en el lugar de los hechos y estaban en marcha los interrogatorios con los vecinos y demás personas de quienes pudiera sospecharse que habían visto algo.
Lo llamó Line y, por la voz, parecía estresada. Llegaría tarde, estaba en medio de un parto. Knutas le respondió que él también estaba muy ocupado.
La mujer de Knutas era danesa. Trabajaba como matrona en el hospital de Visby; de un tiempo a esta parte, las isleñas parían como nunca antes. Un nuevo baby boom parecía recorrer la isla. Line llevaba varias semanas haciendo horas extras y aquello no tenía pinta de acabar. Él y los mellizos tenían que arreglárselas lo mejor que podían. No es que eso supusiera ningún problema, los chicos ya sabían hacer solos la mayor parte de las cosas. Hasta ahora, Petra y Nils habían dedicado sus vacaciones de verano a ir a la playa y a jugar al fútbol, y no tenían nada en contra de que les diera dinero para ir a comprarse una pizza o una hamburguesa, en vez de comer las sencillas comidas que preparaba su padre. El colmo fue cuando una vez más les sirvió lo que él presentaba, todo ufano, como «macarrones y queso especialidad de papá», un plato insípido, baboso y, para remate, con los bordes quemados.
Para Knutas la primavera había sido relativamente tranquila. Se había sentido deprimido durante algún tiempo, tras un caso de asesinato que despertó mucha expectación, sobre una joven desaparecida que más tarde descubrieron muerta. Aquel caso le había calado hondo y se había sentido involucrado a un nivel muy personal. En qué medida eso había influido en su modo de pensar, era algo imposible de saber, pero temía que su juicio hubiera flaqueado. En ese caso había contribuido a la muerte de la chica. Fue duro cargar con aquellos remordimientos.
En algún momento pensó que iba a caer en una profunda depresión. El insomnio era la señal más evidente, que se sintiera a menudo desanimado y apático tampoco era propio de él. De repente se le puso tan mal genio que, en comparación, los gritos de Line parecían chillidos de rata. Se encolerizaba por cualquier cosa insignificante y cuando el resto de los miembros de la familia reaccionaban ante lo absurdo de su enfado, se sentía humillado y ofendido. Como un pobre mártir. Al final, Line lo acompañó a un psicólogo. Por primera vez en su vida, Knutas solicitó la ayuda de un profesional para resolver sus problemas personales. Nunca había pensado que lo haría. Tenía muy pocas expectativas, pero se quedó sorprendido. La psicóloga estaba allí para atenderlo y se dedicaba sólo a él, lo escuchaba sin darle consejos ni juzgarlo. Escuchaba lo que él decía y de vez en cuando le hacía preguntas que le sugerían nuevas formas de pensar. A través de aquella terapia llegó a conocerse mejor a sí mismo y a conocer mejor su forma de relacionarse con los demás, los remordimientos fueron desapareciendo poco a poco. En realidad, era ahora cuando había empezado a sentirse mejor.
El teléfono volvió a sonar e interrumpió sus pensamientos. Desde la centralita le preguntaron si podía recibir a un equipo de la Televisión Sueca. Knutas aceptó con un suspiro. Mantenía una relación ambivalente con Johan Berg. La terquedad del periodista podía sacar de quicio al comisario, aunque tenía que reconocer que Berg era un buen profesional. A menudo, conseguía averiguar cosas por su cuenta y, además, tenía una endiablada capacidad para conseguir que la gente, incluido el propio comisario, le revelara más cosas de lo que en principio había pensado contarle.
Johan parecía agobiado cuando asomó por el pasillo, tendría prisa para sus emisiones. Llevaba el flequillo negro pegado a la frente y la camisa de algodón arrugada y con manchas. A Knutas se le ocurrió que probablemente ya habría estado en Petesviken y seguro que venía directamente de allí. Ojalá que no hubiera conseguido entrevistar a nadie. Knutas no quería decirle nada al respecto, pues no tenía ningún derecho a inmiscuirse en el trabajo de los periodistas. Su labor consistía en recabar información, pero la responsabilidad de Knutas era que ésta no se filtrara. Se preparó para responder a preguntas molestas y notó cómo se le tensaban las mandíbulas antes incluso de comenzar la entrevista.
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