Mari Jungstedt - Nadie lo ha visto

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La idílica isla sueca de Gotland se prepara para la temporada turística. Como cada año, Helena, que ahora reside en Estocolmo, vuelve a la isla y celebra con sus amigos el inicio del verano. Pero el buen ambiente que se respira durante la fiesta se acaba de pronto cuando Per, el novio de Helena, tiene un ataque de celos y reacciona de forma violenta. A la mañana siguiente, la joven sale a pasear con su perro por la playa para reflexionar sobre lo ocurrido y desaparece en la densa niebla.
Cuando un vecino descubre su cadáver desnudo y gravemente mutilado, las sospechas recaen inmediatamente sobre Per. Pero algunos días más tarde aparece muerta Frida, una compañera de colegio de Helena, que ha sido asesinada en circunstancias similares. El seguimiento del caso por parte de los medios de comunicación es enorme y el pánico se apodera del pueblo.
El comisario de la policía judicial, Anders Knutas, está convencido de que el autor del crimen es un peligroso asesino en serie, que no dudará en atacar de nuevo. En su acelerada investigación contará con la colaboración no siempre deseada del inquieto periodista Johan Berg.

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Pasaron cerca del campo de tiro de Tofta y junto a la iglesia con su torre revestida de tablas de madera cubiertas con alquitrán, antes de reducir la velocidad para cruzar el pequeño pueblo de Västergarn y continuar luego por las afueras de Klintehamn, un pueblo grande.

Al cabo de unos pocos kilómetros, se encontraron delante de la iglesia de Fröjel, revocada en blanco, que se alzaba al borde de la carretera. Desde allí se podía ver el mar con mayor nitidez. Algunos caballos de color castaño trotaban por un prado. En los campos de cereal aún se alternaban distintos matices de verde. Abajo, al lado de un pequeño bosque cerca del mar, vieron los coches de la policía y la cinta que acordonaba la zona. Aparcaron al lado de los otros automóviles.

El comisario estaba hablando con una colega. Levantó la mirada cuando ellos se acercaron. Podía concederles una entrevista dentro de un cuarto de hora, y no podían rebasar la cinta, les explicó.

Una zona que parecía tener varios centenares de metros cuadrados estaba acordonada. Johan contempló el bosque, los bancos de arena y el mar. En aquel paraíso natural había tenido lugar un asesinato brutal. Se preguntaba cómo habría ocurrido, si la mujer llegó a sentir miedo.

Bajaron hasta la playa dando un paseo. Dentro de la zona acordonada se desplazaban dos policías, que casi con seguridad serían expertos, mirando atentamente el suelo. De vez en cuando recogían algo que luego echaban en una bolsa de plástico.

«¿Fue el novio quien la siguió y la asesinó de forma tan salvaje?», se preguntó Johan. El caso era que estaba detenido. Al mismo tiempo, sabía por experiencia que el fiscal, a veces, podía detener a los sospechosos sin motivos suficientes.

De repente, Peter interrumpió sus pensamientos.

– ¡Eh, quita de en medio! -le gritó desde detrás de la cámara, concentrado y con la mirada en el objetivo.

Había montado la enorme cámara de TV sobre un trípode y Johan estaba en medio de la vista panorámica que quería rodar de la playa.

Eran las once. El redactor de las noticias de las doce se había mostrado dispuesto a conformarse con el material de la mañana, así que no tenía que preocuparse de eso.

– Creo que deberíamos pasarnos por la casa de la hermana del viejo que encontró el cadáver -dijo Johan cuando entraron en el coche-. Se llama Svea Johansson y vive cerca de aquí. Podríamos intentar que nos concediera una entrevista.

– Claro -asintió Peter, complaciente como de costumbre.

Svea Johansson abrió después de la cuarta llamada. Un olor a bollos recién horneados les dio la bienvenida.

– Pero bueno… ¿Y ustedes quiénes son? -les preguntó sin rodeos con la voz cantarína propia del dialecto de Gotland y mirándoles directamente a la cara.

Nunca habían visto una mujer tan bajita. Llevaba el pelo blanco recogido en un moño en la nuca. El rostro mostraba un color sano, con pequeñas y delicadas arrugas. Se protegía con un delantal de algodón a rayas y tenía la punta de la nariz manchada de harina. «No puede medir más de 1,40 de estatura», pensó Johan fascinado mientras se presentaban.

– Bueno, pasad entonces -dijo Svea y les franqueó el paso al vestíbulo, estrecho y oscuro-. Estoy haciendo unos bollos, así que adelante y sentaos en la cocina.

Se sentaron en el sofá de la cocina y enseguida aparecieron un par de tazas de café sobre la mesa.

– Un poco de café sí querréis, claro -murmuró la anciana, sin esperar respuesta-. Habéis tenido suerte, porque en un momento estará lista la primera bandeja.

– Seguro que son excelentes -dijeron los dos al mismo tiempo.

Johan miró afuera, hacia el patio, consciente de que aquello sería más bien largo.

– Queríamos saber si podría contarnos lo que pasó cuando su hermano encontró a la mujer asesinada -preguntó Johan.

– Sí, claro que puedo -respondió al tiempo que sacaba una bandeja de bollos de canela del horno-. Se puso malo, el pobre. Todavía está en el hospital. Quieren tenerlo ingresado unos días más. He hablado con él esta mañana, y parecía bastante animado.

– ¿Qué pasó cuando la encontró?

– Bueno, pues íbamos a salir a dar un paseo. Siempre damos un paseo cada día. Pero ayer no quise acompañarle, no, porque me dolía la garganta y además tosía mucho. Hoy estoy mucho mejor -constató llevándose la mano al cuello lleno de arrugas-. El caso es que llegó sobre las once, como de costumbre. Comimos juntos un poco, como solemos hacer. Después volvió a salir, también solo. Yo me quedé aquí y me puse a coser. No pasó mucho tiempo antes de que volviese y empezara a llamar a la puerta, aunque estaba abierta. Lo encontré totalmente fuera de sí; desvariaba acerca de una mujer muerta y de un perro muerto y que tenía que llamar a la policía.

Johan se sobresaltó.

– ¿Un perro muerto? ¿Puedes contarnos algo más acerca de eso?

– Sí, por lo visto habían matado a un perro. La cabeza estaba casi desprendida y era algo absolutamente terrible -se lamentó meneando la cabeza.

Johan y Peter se miraron. Aquello era nuevo…

– ¿Era el perro de la mujer? -preguntó Johan.

– Sí, seguro que era su perro. Eso dijo la policía cuando estuvo aquí.

Media hora más tarde, Johan y Peter abandonaron la casa. Llevaban el relato de Svea grabado en una cinta.

Emma Winarve se despertó sudorosa. Tenía un sabor de boca repugnante y un nudo de angustia en la garganta. La pesadilla la tenía aún atenazada. Helena y ella paseaban juntas por la playa, como habían hecho en tantas ocasiones. Helena iba un trecho delante de ella. Emma le gritaba que la esperase, pero Helena no le contestaba. Entonces, apresuraba el paso y volvía a llamarla. Su amiga seguía sin volverse. Emma intentaba correr, sin conseguirlo. Los pies se levantaban del suelo como a cámara lenta y, aunque se esforzaba cuanto podía, no lograba acercarse. No llegaba nunca a alcanzar a Helena y se despertó en mitad de un grito.

Furiosa, retiró de una patada el edredón de Olle, que estaba en su lado de la cama, encima del suyo, y era la causa de que tuviese tanto calor. Sentía deseos de llorar, pero se dominó y se levantó de la cama. El sol de la mañana se filtraba a través de las finas cortinas de algodón e iluminaba el amplio dormitorio.

No había ido a trabajar, a pesar de que sólo quedaban dos días para que acabara el curso y tenía un montón de cosas que hacer. No quería dejar a los alumnos en la estacada, pero en aquellos momentos no tenía fuerzas para encontrarse con ellos. Trataría de hacer los últimos trabajos antes del fin de curso desde casa. El director lo había comprendido. La conmoción. La pena. Emma y Helena. Helena y Emma. Habían sido las mejores amigas.

Acometió el aseo diario de forma mecánica. Los chorros de la ducha caían sobre su cuerpo febril, sin que sintiera que la refrescaran. La piel era como una gruesa coraza, que no tenía nada que ver con lo que había dentro. El contacto entre su exterior y su interior se había roto.

Olle había llevado a los niños a la escuela antes de irse al trabajo. Se ofreció a quedarse en casa, pero ella había rechazado rotundamente su ofrecimiento, quería estar sola. Se puso unos vaqueros y un jersey y fue descalza hasta la cocina. Siempre andaba descalza en casa, incluso en invierno. Después de un café bien cargado y un par de tostadas se sintió algo mejor. Pero la sensación de irrealidad se agitaba dentro de ella. ¿Cómo había podido ocurrir aquello? Su mejor amiga asesinada en «su» playa. Donde habían jugado con el cubo y la pala; donde habían galopado a los doce años, cuando estaban locas por los caballos; donde habían paseado y hablado de sus problemas en la adolescencia; donde habían conducido la moto y pillado su primera borrachera. Ella incluso perdió la virginidad en la playa.

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